Ya estaba bien entrada la
segunda tarde cuando Susnia despertó. Se desperezó sin ambages,
feliz de que su estúpido
prometido
se hubiera marchado por razones militares. La muchacha se levantó
y empezó a trabajar, tenía pendiente regularizar las cuentas de la
última lunada. Le iba a
llevar un buen rato, pues al fin y al cabo sólo tenía un ábaco y
había perdido cierta costumbre.
«Nunca debí obligar a ese
maldito esclavo a hacerme las cuentas», pensó, pero por otro lado,
le agradecía las técnicas de cálculo que le enseñara.
Fuera, sus esclavos trabajaban
sin dar problemas. Se asomó un momento. Nadie estaba fuera de lugar.
Allá, las mujeres lavaban. Los hombres almacenaban los alimentos.
Los niños bien jugaban, bien ya imitaban a sus mayores. Susnia
se sintió satisfecha. Ya
habían pasado más de dos crienias desde que el impresentable de su
prometido
trajera a aquellos extraños cautivos. Traían ropas no sólo raras
por su diseño, sino hechas de materiales ignotos en
la magnífica Turnia y la zona que dominaba. Estos aseguraban
provenir de otro mundo, lo que Susnia no dudaba, pues era obvio que
tenían habilidades sumamente extraordinarias, pero lo realmente
inaudito era que aseguraban que, en la mayoría de naciones de su
mundo, la esclavitud era considerada un crimen.
«Y
sin duda debe de ser cierto», pensaba Susnia, «Aún recuerdo
aquella vez en que... Sviatlana contó la revolución... de
‘los de la mayoría’,
eso era. Sonaba parecido
a ‘bolsheviko’».
Le costó un poco pensar
en el verdadero
nombre de esa curiosa
esclava, que medía, decía ella, cerca de la
«medida
ochenta», que en su mundo era la estatura a partir de la cual un
hombre solía ser llamado alto. Decía ser de un país llamado...
la Rusia
Blanca, eso era. Los
turnios, desacostumbrados a acentos tan raros, rebautizaron a la
muchacha como «Esfiachana», cosa que no le importó. Lo que sí le
importó era lo de muchacha, pues era sorprendentemente mayor:
Dieciséis
crienias tenía cuando llegó, una edad a la que cualquier mujer
turnia suele tener al menos tres hijos vivos. En su mundo,
veintiocho
era el número. Susnia había oído algunos de los nombres que le
daban a las
estaciones, pero como cada uno de los visitantes procedía de una
nación distinta con
climas y lenguas
absolutamente diferentes, se abstuvo de aprender
ninguna de las palabras.
«Claro que casi más raro es
que fuera la
autoridad del grupo»,
pensó Susnia.
Era la líder del grupo
de visitantes.
Una cosa que aprendió Susnia fue que en su mundo, la nación de
Sviatlana era parte de
unas gentes llamadas algo como «slavoi», que por lo visto pasó a
significar «esclavo»
en varias lenguas de ese mundo.
De
esas gentes era
también... Yekaterina, llamada Ikatarina por los turnios. Era la más
pequeña de los visitantes, de la misma estatura que Susnia, que
parecía pequeña al lado de cualquiera de ellos.
Entre los
visitantes, su profesión
era la más comprensible:
era bailarina, pero su alta inteligencia y el hecho de que conociera
de antes a Sviatlana y a Anush la hicieron recomendable para el grupo
de exploradores.
Otro
de ellos era un tipo que
casi pasaba por turnio, Julio.
Su país de origen se llamaba España, cuyo exacto significado se
había perdido en el tiempo.
Este
tipo trajo consigo
un artefacto, una especie
de tabla doblada con
dos mitades
absolutamente diferentes,
una
con diversas
protuberancias con inscripciones de
símbolos,
desconocidos hasta para
los mayores sabios turnos, la
otra con una especie de
lámina que, ¡maravilla nunca vista!, mostraba
imágenes en movimiento en relación de qué protuberancias se
presionaran.
Si no hubiera sido porque era
tan esclavo como sus compañeros, varios turnios lo habrían tenido
por brujo, pero por
desplazamiento consideraron que ese objeto, que él llamaba «hacedor
de cuentas» o «ejecutor de mandatos», era bien una tabla embrujada
o bien la creación de algún dios.
«Menos
mal que nadie se atrevió
a romperla, sabiendo que mi abuela y otros nobles la consideraron
importantísima», pensó.
Además,
en el mundo de los visitantes
eran
corrientes los artefactos
como aquella tableta, que
posibilitaban que dos hombres situados a una distancia que a Susnia
le resultaba infinitamente lejana no sólo se hablaran, sino que
además compartieran lo que a ella le parecían fantasmas de objetos.
«Formas
ambarinas, eso es, así lo llamaron»,
recordó,
la palabra que casi todos emplearon sonaba
algo así como
«electrós»,
que significaba «ámbar» en una lengua que era considerada muy
refinada para varios de los visitantes.
De hecho, uno de ellos, Akakios
Mitroglou, hablaba una modalidad moderna, su lengua materna. Por lo
visto, era oriundo
de un lugar llamado... «Elas»
o algo así, era increíble la mezcla de idiomas que hablaban esos
visitantes (ellos decían que semejante fenómeno era llamado «Torre
de Babel» por cierta religión). Este era un hombre
enorme, el mayor en tamaño entre los visitantes,
un «ocupado en la
humanidad»
que se había acabado apuntando al equipo para investigar las
humanidades de otros
mundos.
—No puedo quejarme—decía el
tal Akakios—Los helenos
hemos tenido siempre fama de tramposos. Cuando nos dominaron, nos las
arreglamos siempre para parecer que éramos más sabios que nadie. Al
final, ciertos países poderosos decidieron que mi
país debía existir de
nuevo y le dieron cierto territorio. Olvidaron que gran parte
de su extensión, de donde procedieron
varios sabios a quienes
ellos tanto admiraban, se
hallaba en otra tierra, frente al mar de aquella.
En cuanto a mi familia, aunque
nuestro nombre familiar sea
de la potencia que nos
dominó, ahora
vivimos allá.
Susnia también había aprendido
que en ese mundo llamaban «continentes» a ciertas masas de tierra
que incluían numerosos países, y que Turnia y su territorio apenas
pasarían por un país pequeño.
Luego había una mujer de piel
sumamente oscura. En Turnia no era raro ver a gente con la piel
oscura, pero ella los superaba en esa cualidad con mucho. Era algo
menos alta que
Esfiachana, aunque no por mucho, y también era muy fina de talle.
Luisiña
se llamaba y venía de un país llamado «Tierra de los
Árboles como Brasas».
Ella decía que estaba lleno de problemas, aunque por su actitud
alegre y divertida era
difícil de adivinar.
—De nada sirve apenarse por lo
que no tiene remedio—decía Luisiña—Mejor
concentrar todas las fuerzas en lo que sí lo tiene.
—A ver si vas a citar ahora la
plegaria de la serenidad—decía un visitante con el pelo rojizo,
un tipo llamado... Peter,
eso era. Venía de una
isla que mayormente era un país llamado... «Eire»,
por
una diosa a la que sus ancestros habrían adorado.
Estaba perpetuamente
disgustado con lo que llamaba «maniqueísmo» (a Susnia se le había
grabado la expresión por resultarle curiosa,
no porque
conociera
de nadie llamado Manes).
—Quiero decir—se explicaba—,
es muy difícil clasificar a la gente como buena o mala. Pregúntale
a la gente y verás cómo—nunca se acostumbró a decir «señor»
ni «señora«—cada cual dirá según sea su experiencia. Pero ya
me mata cuando se aplica a los
gobernantes. Excepto en
algunos casos muy concretos, diría que muchos líderes han tenido
grandes luces y grandísimas sombras.
Entonces sacudía la cabeza,
decepcionado.
—Pero la gente prefiere una
caricatura propia de dibujos animados—Susnia supo
con el tiempo a simple
vista qué era eso—con
un bueno que resulta tonto y un malo que es un bufón de opereta. Así
nadie aprende nada, se
limitan a
repetir un discurso que otros quizás más imbéciles han escrito
para que gente realmente peligrosa suba al poder sólo para saciar su
tremenda
«tendencia de Narciso».
Susnia recordó
que el último
término hablaba de quienes sólo pensaban en ellos mismos.
Después había una mujer
de ojos rasgados, una tal... Ji-young. Le costó mucho rememorar su
nombre de pila, que parecía ser un nombre expresamente pensado para
que un turnio no pudiera pronunciarlo. Decía pertenecer a un clan
del «Gobierno de los Han
Mayores», pero ella se
alejó de sus
familiares
por encontrarlos
muy aburridos
a su gusto, prefiriendo las aventuras.
Otra mujer
con los ojos rasgados era una
tal Sachiko
aseguraba ser una «kunoichi», una especie de espía y guerrera poco
menos que legendaria...
Aunque parece que los demás visitantes consideraban que la muchacha
deliraba y se inventó esta historia para compensar su orfandad.
Pero en cualquier caso, contaba historias interesantes sobre su país,
llamado «Sol Naciente».
—Japón se muere, supongo que
para la alegría de nuestras vecinos—decía, mirando a Ji-young,
pues el país de Sachiko
había invadido
al de Ji-young
salvajemente hacía décadas, aunque lo cierto es que la otra no
era partidaria de juzgar a nadie por su origen—Nacen
pocos niños. A
vosotros—dijo, dirigiéndose a los jóvenes nobles turnios que
escuchaban fascinados las historias del otro mundo—os parecerá
increíble, pero pasar todo el día trabajando es el ideal de mi
país. Cada vez es más claro que es una suerte de «suicidio
demográfico»—por lo
que Susnia entendía, significaba
que quedarían sólo
viejos.
Entonces dejaba de hablar y
suspiraba.
—Pero lo peor es que vivimos
en el engaño. Durante la Segunda Guerra Mundial—aquí los turnios
entendían que se referían a esa gran catástrofe que mató a
millones de humanos en apenas tres crienas y media—Japón tuvo el
honor de ser el más brutal y despiadado de los contendientes. Los
«nazis»—los turnios se asombraban aún de estos hombres, pues
sabían que habían intentado matar a numerosos seres humanos por
causas que no acababan de entender del todo—se nos acercaron mucho,
pero nosotros nos degradamos aún más. Pero mientras que los
alemanes actuales estudian su historia, nosotros la ignoramos, bajo
la pretensión de que en caso contrario «no amaríamos nuestro
país». ¿Qué respeto puede inspirar un país que miente a sus
jóvenes?
La más tristona era una tal...
Anush, una «hayastaní» que había llegado a la conclusión de que
el cautiverio en Turnia era una prueba enviada por los cielos para
que sus compañeros y ella misma se transformaran en mártires que
iluminaran a la humanidad, esto es, a la humanidad del mundo donde se
hallaba Turnia.
—No es que tenga que ser uno
seguidor del
Ungido—decía, Susnia
aprendió pronto después de tratarlos con frecuencia quién era el
tal «Ungido»—Casi su
mismo mensaje
decían el Iluminado
o Zoroastro—a Susnia
también acabó por serle muy familiar el primero, porque las dos
«procedentes del donde
sale el Sol», Sachiko
y Ji-young, lo citaban con cierta frecuencia; algo menos le resultó
el segundo—Todos insistieron en la importancia de saber que el
sufrimiento existe y que las mayores victorias no nos librarán de
morir de un doloroso tumor,
por ejemplo. Así que he decidido hacerle caso a la diosa que nos ha
enviado aquí y enseñar con mi ejemplo que mi calidad humana no
disminuirá porque ahora sea una miserable esclava.
Cierto, las calidades humanas de
sus enviados. Era curioso cómo Susnia se empezaba a sentir mal
cuando recordaba el resto. ¡Hay que ver qué
ideas aquellas, que
fueron
la que sembraron
la semilla de la cizaña entre ella, el
ama, y los esclavos de gran talento! Y lo que fue más grave, sin
que lo
pretendiera
nadie.
Fue su prometido, Mirrón,
primogénito de una familia de rancio linaje, quien capturó al grupo
de extraños seres después
de que tuvieran enfrentamientos ocasionales. Los visitantes no
querían ser llevados a Turnia para
ser personas de segunda categoría.
Finalmente,
los capturó después de una batalla mucho más larga de lo que se
habría previsto entre un grupo de doce mujeres y varones contra
cerca de doscientos hombres turnios,
fueron capturados...
e infamados.
La Marca de la Infamia era un
castigo que el ejército turnio infringía contra bandoleros, piratas
y en general rivales
considerados indignos. No era algo reservado a ejércitos enemigos,
aunque fueran los siempre arrogantes quieleses o los fieros hombres
que vestían pieles de
animales desconocidos,
pues se les suponía honor y respeto por
las leyes de la guerra.
Esta decisión no fue bien vista
por algunos de sus subordinados, quien arguyeron que aquel grupo no
eran pillos, pues eran demasiado bravos para ser cobardes que
atacaban a poblaciones indefensas,
pero
Mirrón siguió adelante.
«A mí también me parece
monstruoso. ¿Por qué, Mirrón? ¿Por qué?»
Después
de esa afrenta, los llevó desnudos durante casi diez ímaras hasta
Turnia, donde los entregó a la casa de subastas anunciándolos como
una gran victoria. Al
principio, nadie entendió qué había de peligroso en doce
individuos estrafalarios, no tan distintos de los seres humanos
excepto por su excepcional estatura y ciertas características
menores.
Y entonces vieron sus
herramientas. Los turnios
se asombraron al ver el pájaro mecánico y,
fascinados,
vieron cómo en la
entonces bautizada como «tableta embrujada»
aparecían visiones de ciudades con más seres humanos de lo que
jamás pudieron imaginar, aquellas en que los mismos visitantes, en
el pasado, narraban en sus respectivas lenguas maternas cómo eran
sus ciudades. Veían, por poner un solo ejemplo, a Ji-young, cuyas
facciones eran muy reconocibles, al lado de las
señoras, sirviéndoles
una copa como una buena sierva, y en una
lámina blanca sonriendo, caminando, besando a su madre y la oían
hablar sin entenderla, mientras al lado suspiraba por su vida
anterior,
entendiéndola sin palabras.
—¡Caray! ¡Eres la más linda
de tu tierra, hija mía!—le dijo la
propia abuela
de Susnia, y la
acariciaba con cierto cariño.
Después, se aterraron con la
visión del extraño fuego que había fulminado a seres humanos de
modo que sólo una sombra aparecía en la pared, grabada
por una potencia superior
a la del mismo Dios Padre de los turnios. Los visitantes les
explicaron que no eran sino restos carbonizados, lo cual no ayudó
mucho a paliar la idea de terror y furia que ahora inspiraban. Desde
ese momento, como ocurriría
después en otras
poblaciones donde los exhibieron,
los nativos procuraron ser simpáticos con los visitantes y no
recordarles que eran esclavos.
Los visitantes se lo tomaron con
cierta decepción. Seguían insistiendo en que la hospitalidad no
debía depender de clases. No, Susnia se equivocaba, y rectificó: no
debía de haber clases y por lo tanto todos recibirían con mayor
facilidad el mismo trato. Afirmaban que la libertad era un atributo
esencial de cualquier ser humano.
Los
señores se miraban con duda y sorpresa. La bella hija de
los nobles Inios tomó la palabra.
—Decís que
sois libres, ¡pero
no
podríais libraros de
nosotros si quisierais!
Las palabras de la muchacha
no eran en absoluto burlonas ni buscaban zaherir.
La casa de los Inios, la más ilustre de Turnia en cuanto a linaje,
se esmera en la educación de sus hijos
y no tratan a nadie mal si no es estrictamente necesario.
Esta chica era sólo crienia y media mayor que la propia Susnia.
—Es que no es lo mismo ser
libre que ser omnipotente—respondió Sviatlana—No
sé si un ser omnipotente es libre en grado máximo, pero al menos
sabemos que somos libres.
—Muy bien—tomó la palabra
el
hermano más próximo en edad a
aquella noble, nacido la
crienia anterior—Concederás que ahora mismo no tienes poder.
Luego, no puedes afirmar que eres libre.
—Sí tengo—repuso Sviatlana
inmediatamente—Si no, no te molestarías en razonar conmigo ni los
demás señores detrás de vosotros se mostrarían tan interesados.
El muchacho parpadeó una sola
vez, y se mesó la barbilla. Su hermana se volvió, como queriendo
ver a los nobles
interesados en la discusión y, si
bien era cierto que
había muchos, su
verdadera intención fue mirar a su abuelo. Este anciano era por
entonces la voz con mayor
autoridad de los Ancianos
y movió los dedos, un discreto gesto de asentimiento.
Se volvió entonces y habló con
resolución.
—Triste consuelo, ¿no te
parece? Porque nuestro
interés puede disminuir con el tiempo.
—Todas las cosas humanas
desaparecerán—intervino entonces Anush—Nada humano es eterno,
luego todas tendrán fin.
Un silencio un tanto incrédulo,
pero también temeroso, cayó sobre los oyentes.
—Es decir—dijo el muchacho—,
que estás dando a entender que Turnia caerá.
—Claro que caerá—dijo Anush
sin que Sviatlana pudiera detenerla—De hecho, se parece mucho a un
país que existió en nuestro mundo. Y cayó.
Los demás visitantes se
mostraron temerosos. No era esa
su intención, sino simplemente minar la confianza de los nobles
turnios en que los tenían dominados. Susnia era todavía jovencita
cuando esta discusión tuvo lugar. Al principio, pensó que
era una advertencia para
agradecer el
hecho de que su abuela los trataba muy bien, pero entendió cuando
creció lo suficiente que
no era el caso.
Su abuela era Mumnia, hija de
Tacrerbio, y con casi 35
crienias había sido hasta hacía poco la señora de la hacienda.
Sólo tuvo un hijo, el padre de Susnia, quien murió junto a su
marido
y su nuera
en un aparatoso accidente mientras viajaban en carruaje.
Muy sorprendentemente para los
estándares turnios, la mujer decidió no adoptar a ninguno de sus
sobrinos, aunque tenía muchos, y depositó su confianza en la
criaturita que Susnia era por entonces.
—En esta familia—oyó una
vez Susnia decir a un plebeyo que había bebido demasiado en una
fiesta pública, mientras ella jugaba despreocupada—, los varones
están malditos. Debe de ser la maldición de los misanos.
Siempre desde que fue pequeña,
una esclava de su abuela, Zrulia, cuidó
de ella, como ya hiciera
con su padre. La mujer se quedó blanca cuando le
preguntó al respecto.
—¡Menudas estupideces
farfullan esos imbéciles después de tomar más copas de las que
merecen!
Su abuela, asombrada, llegó
desde otra habitación con el paso ágil que tenía entonces.
—¿Pero qué ocurre, Zrulia,
para que grites así?
La mujer, reponiéndose y aún
blanca de indignación, le explicó
lo que acababa de ocurrir. Su abuela no dio señas de indignación,
pero pasó un rato callada.
—Querida niña—le dijo, por
fin, con cariño a su nieta—No escuches disparates plebeyos. Por
favor, Zrulia, no hagas que parezca que tiene alguna importancia.
«En ese momento entendí otro
concepto de los visitantes: tabú. Algo que no debe ser nombrado,
aunque en muchos casos sea inherente a la propia vida», pensó
Susnia.
Susnia acabaría por descubrir
que ya conocía desde hace mucho a los misanos. Aunque
no le prestaría atención a su maldición...
Su abuela escuchaba a los
visitantes hablar sobre la libertad con una leve sonrisa. Susnia
sabía que esa era una señal de que a la mujer no le placía la
situación, pero que tampoco estaba realmente airada. Levantó la
mano, y habló así a Sviatlana.
—¿Crees que mi querida Susnia
y la buena de Vitrivenia son igual de libres?
—Sin duda—dijo Sviatlana
rápido, lo que muchos percibieron como un titubeo.
—No pareces convencida—dijo
su abuela, tranquila—Quizás porque sabes que no es tal como dices.
Vitrivenia tiene los instintos de una buena sierva.
Vitrivenia era la esclava
favorita de Susnia desde que ambas eran pequeñas. Ambas nacieron a
la misma ímara, lo que
no impidió que la propia abuela de Vitrivenia ayudara a la madre de
Susnia después del
parto. Según decían su abuela y la tita Zrulia,
la propia niña solicitó ser
esclava de hogar siendo apenas una criatura y estaban encantadas con
su actitud y buenas cualidades.
La propia interesada estaba
presente. Sus facciones no indicaron absolutamente nada, como si no
estuvieran hablando de su libertad personal. No le importó a nadie
excepto a la propia Susnia, todos querían rebatir a los visitantes.
Aunque... tuvo la sensación de que la heredera de los Inios le echó
dos o tres vistazos atentos a Vitrivenia, e incluso le preguntó por
ella de tanto en tanto.
Con el tiempo, conforme se
acercaba la fecha de su boda con Mirrón, deshacerse de los
visitantes se transformó en una necesidad. A Susnia, personalmente,
no le fastidiaba demasiado su hostilidad generalizada contra el mundo
turnio, pero la convivencia iba a ser imposible.
«Menudo engaño. Me siento
fatal. ¿Por qué? Sólo hago... En fin, sólo soy yo.
Debe haber señores. Quiero decir, ¿quién
coordinaría a los esclavos? Los visitantes dicen no sé qué del
‘poder del pueblo’, pero tengo claro que los esclavos por sí
mismos no saben gobernarse. ¡No
saben ni los plebeyos!».
Cuando ya estuvo dispuesto que
iban a volver al mercado, dio su última disposición respecto a
ellos.
—Di la verdad: son listos y
trabajadores, pero descarados y obstinados—le indicó a un capataz
que siempre le pareció de fiar.
El hombre inclinó la cabeza y
fue a por ellos.
—Y también me llevo a esos
niños que tienen consigo, ¿no?
—Sí, porque de
todos modos me
recordarían
a ellos.
Susnia tomó aire. Lo correcto
era despedirlos en ausencia de su marido. No era imprescindible, pero
después de tantos años y del modo en que los echaba, habría dado
lugar a rumores.
Se presentaron ante ella sólo
un momento después de asomarse.
Iban rectos, dignos, aunque no
pudieron ocultar su
pesar. Aunque no le gustaba su
sentimiento, Susnia los
admiró.
—Bien, no
debo decir que sólo
habéis sido un incordio
para mí. Me habéis enseñado mucho.
Y sin duda sois muy entretenidos... Pero no podéis
seguir aquí. Entiendo
que mi marido os haga sentir incómodos.
En este punto, ellos dieron un
respingo. Algunos lo disimularon mejor, durante esas tres crienias y
media habían aprendido que era inaudito que Susnia criticara, aunque
fuera de modo tan disimulado, a su futuro marido delante de unos
siervos considerados rebeldes.
Sviatlana la miró a los ojos
una última vez. Había hostilidad teñida de tristeza. Los bajó
enseguida.
—Que os vaya bien—y ya iba a
despedirlos, cuando ellos hablaron.
—Esperamos que te vaya bien—le
dijeron, sin mayores honores.
La miraron a los ojos. Ahora se
dio cuenta de que la tristeza parecía esconder decepción. Se volvió
al capataz y agitó la cabeza, se marcharon. Los niños la miraron
con lágrimas en los ojos una última vez.
«Así que estáis
decepcionados. Debo admitir que me duele. Quizás pensabais que iba a
volver una... abolicionista, eso».
Pero
lo cierto es que todo lo que durante esas crienias los visitantes
dijeron hicieron que Susnia recordara haber vislumbrado reflejos, si
acaso, de otra Vitrivenia distinta a la perfecta esclava a la que
todo el mundo apreciaba. Y lo realmente extraño era que le
interesaba más esta otra Vitrivenia que la que todas sus amigas,
jóvenes señoras nobles, le comprarían por un precio realmente
extraordinario.
De tanto en tanto, a lo lejos,
la veía reírse enseñando los dientes, cosa que nunca hacía en
su proximidad. También
la veía asombrarse, aunque sólo fuera por un instante, por alguna
historia que los visitantes del otro mundo le estuvieran contando.
Incluso su miedo la atraía, cuando oía a los visitantes cometer
alguna falta inexcusable, como no tratar a un señor como una
divinidad.
«Pero
hay más. Está ese recuerdo».
Susnia rememoraba de tanto en
tanto el siguiente momento: jugaba con Vitrivenia, quien era la niña
más feliz del mundo. Corría persiguiéndola, llamándola señora.
Susnia se sentía emocionada por ser llamada como llamaban a su
abuela todos sus conocidos de la hacienda.
En un momento dado, dejó de
correr. Había visto a la tita haciendo la colada cerca del río. Se
volvió, y llena de gracia y resoplando, le dijo a la recién llegada
Vitrivenia:
—Ahora eres tú la señora—dijo
la pequeña Susnia, alegre y generosa.
Y este era el momento en que su
memoria fallaba en un pequeño detalle. El rostro de Vitrivenia
desaparecía. Pero no ella, quien indudablemente seguía allí.
A quien sí recordaba era a la
tita: se acercó a gritos.
—¡No, no! Susnia, ¡tú eres
la señora! No se concede algo así, lo determinan los dioses. Niña,
eres la hija de los señores de esta hacienda, por lo que eres la
joven señora, superior a todos los demás que somos tus siervos.
Se quedó un poco extrañada.
¿También era ella señora?
—¿Y Vitrivenia?—preguntó,
aún confusa.
La mujer abrió los brazos, como
dando a entender que era obvio.
—Ella es hija de siervos,
nieta de siervos, y bisnieta y tataranieta de siervos que
pertenecieron a tu bisabuelo y a tu tatarabuelo, ¡niña! Es otra
sierva.
Creía recordar que había
observado el rostro de Vitrivenia después de tan contundente
declaración, pero seguía sin ser capaz de ponerle cara. ¿Dónde
estaba Vitrivenia? ¿Dónde estaba su amiga de la más tierna
infancia? Había allí una niña con su tronco, sus brazos, sus
piernas y hasta su pelo, su nariz y sus orejas, pero no había ni
ojos ni boca.
La niña le tendió una mano y
se fue con ella. No recordaba qué había dicho, tampoco. La tita no
volvió a a hablar, de eso estaba segura.
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