lunes, 20 de diciembre de 2021

La reflexión de la señora (I).

Ya estaba bien entrada la segunda tarde cuando Susnia despertó. Se desperezó sin ambages, feliz de que su estúpido prometido se hubiera marchado por razones militares. La muchacha se levantó y empezó a trabajar, tenía pendiente regularizar las cuentas de la última lunada. Le iba a llevar un buen rato, pues al fin y al cabo sólo tenía un ábaco y había perdido cierta costumbre.
«Nunca debí obligar a ese maldito esclavo a hacerme las cuentas», pensó, pero por otro lado, le agradecía las técnicas de cálculo que le enseñara.
Fuera, sus esclavos trabajaban sin dar problemas. Se asomó un momento. Nadie estaba fuera de lugar. Allá, las mujeres lavaban. Los hombres almacenaban los alimentos. Los niños bien jugaban, bien ya imitaban a sus mayores. Susnia se sintió satisfecha. Ya habían pasado más de dos crienias desde que el impresentable de su prometido trajera a aquellos extraños cautivos. Traían ropas no sólo raras por su diseño, sino hechas de materiales ignotos en la magnífica Turnia y la zona que dominaba. Estos aseguraban provenir de otro mundo, lo que Susnia no dudaba, pues era obvio que tenían habilidades sumamente extraordinarias, pero lo realmente inaudito era que aseguraban que, en la mayoría de naciones de su mundo, la esclavitud era considerada un crimen.
«Y sin duda debe de ser cierto», pensaba Susnia, «Aún recuerdo aquella vez en que... Sviatlana contó la revolución... de ‘los de la mayoría, eso era. Sonaba parecido a ‘bolsheviko».
Le costó un poco pensar en el verdadero nombre de esa curiosa esclava, que medía, decía ella, cerca de la «medida ochenta», que en su mundo era la estatura a partir de la cual un hombre solía ser llamado alto. Decía ser de un país llamado... la Rusia Blanca, eso era. Los turnios, desacostumbrados a acentos tan raros, rebautizaron a la muchacha como «Esfiachana», cosa que no le importó. Lo que sí le importó era lo de muchacha, pues era sorprendentemente mayor: Dieciséis crienias tenía cuando llegó, una edad a la que cualquier mujer turnia suele tener al menos tres hijos vivos. En su mundo, veintiocho era el número. Susnia había oído algunos de los nombres que le daban a las estaciones, pero como cada uno de los visitantes procedía de una nación distinta con climas y lenguas absolutamente diferentes, se abstuvo de aprender ninguna de las palabras.
«Claro que casi más raro es que fuera la autoridad del grupo», pensó Susnia.
Era la líder del grupo de visitantes. Una cosa que aprendió Susnia fue que en su mundo, la nación de Sviatlana era parte de unas gentes llamadas algo como «slavoi», que por lo visto pasó a significar «esclavo» en varias lenguas de ese mundo.
De esas gentes era también... Yekaterina, llamada Ikatarina por los turnios. Era la más pequeña de los visitantes, de la misma estatura que Susnia, que parecía pequeña al lado de cualquiera de ellos. Entre los visitantes, su profesión era la más comprensible: era bailarina, pero su alta inteligencia y el hecho de que conociera de antes a Sviatlana y a Anush la hicieron recomendable para el grupo de exploradores.
Otro de ellos era un tipo que casi pasaba por turnio, Julio. Su país de origen se llamaba España, cuyo exacto significado se había perdido en el tiempo. Este tipo trajo consigo un artefacto, una especie de tabla doblada con dos mitades absolutamente diferentes, una con diversas protuberancias con inscripciones de símbolos, desconocidos hasta para los mayores sabios turnos, la otra con una especie de lámina que, ¡maravilla nunca vista!, mostraba imágenes en movimiento en relación de qué protuberancias se presionaran.
Si no hubiera sido porque era tan esclavo como sus compañeros, varios turnios lo habrían tenido por brujo, pero por desplazamiento consideraron que ese objeto, que él llamaba «hacedor de cuentas» o «ejecutor de mandatos», era bien una tabla embrujada o bien la creación de algún dios.
«Menos mal que nadie se atrevió a romperla, sabiendo que mi abuela y otros nobles la consideraron importantísima», pensó.
Además, en el mundo de los visitantes eran corrientes los artefactos como aquella tableta, que posibilitaban que dos hombres situados a una distancia que a Susnia le resultaba infinitamente lejana no sólo se hablaran, sino que además compartieran lo que a ella le parecían fantasmas de objetos.
«Formas ambarinas, eso es, así lo llamaron», recordó, la palabra que casi todos emplearon sonaba algo así como «electrós», que significaba «ámbar» en una lengua que era considerada muy refinada para varios de los visitantes.
De hecho, uno de ellos, Akakios Mitroglou, hablaba una modalidad moderna, su lengua materna. Por lo visto, era oriundo de un lugar llamado... «Elas» o algo así, era increíble la mezcla de idiomas que hablaban esos visitantes (ellos decían que semejante fenómeno era llamado «Torre de Babel» por cierta religión). Este era un hombre enorme, el mayor en tamaño entre los visitantes, un «ocupado en la humanidad» que se había acabado apuntando al equipo para investigar las humanidades de otros mundos.
—No puedo quejarme—decía el tal Akakios—Los helenos hemos tenido siempre fama de tramposos. Cuando nos dominaron, nos las arreglamos siempre para parecer que éramos más sabios que nadie. Al final, ciertos países poderosos decidieron que mi país debía existir de nuevo y le dieron cierto territorio. Olvidaron que gran parte de su extensión, de donde procedieron varios sabios a quienes ellos tanto admiraban, se hallaba en otra tierra, frente al mar de aquella. En cuanto a mi familia, aunque nuestro nombre familiar sea de la potencia que nos dominó, ahora vivimos allá.
Susnia también había aprendido que en ese mundo llamaban «continentes» a ciertas masas de tierra que incluían numerosos países, y que Turnia y su territorio apenas pasarían por un país pequeño.
Luego había una mujer de piel sumamente oscura. En Turnia no era raro ver a gente con la piel oscura, pero ella los superaba en esa cualidad con mucho. Era algo menos alta que Esfiachana, aunque no por mucho, y también era muy fina de talle. Luisiña se llamaba y venía de un país llamado «Tierra de los Árboles como Brasas». Ella decía que estaba lleno de problemas, aunque por su actitud alegre y divertida era difícil de adivinar.
—De nada sirve apenarse por lo que no tiene remedio—decía Luisiña—Mejor concentrar todas las fuerzas en lo que sí lo tiene.
—A ver si vas a citar ahora la plegaria de la serenidad—decía un visitante con el pelo rojizo, un tipo llamado... Peter, eso era. Venía de una isla que mayormente era un país llamado... «Eire», por una diosa a la que sus ancestros habrían adorado. Estaba perpetuamente disgustado con lo que llamaba «maniqueísmo» (a Susnia se le había grabado la expresión por resultarle curiosa, no porque conociera de nadie llamado Manes).
—Quiero decir—se explicaba—, es muy difícil clasificar a la gente como buena o mala. Pregúntale a la gente y verás cómo—nunca se acostumbró a decir «señor» ni «señora«—cada cual dirá según sea su experiencia. Pero ya me mata cuando se aplica a los gobernantes. Excepto en algunos casos muy concretos, diría que muchos líderes han tenido grandes luces y grandísimas sombras.
Entonces sacudía la cabeza, decepcionado.
—Pero la gente prefiere una caricatura propia de dibujos animados—Susnia supo con el tiempo a simple vista qué era eso—con un bueno que resulta tonto y un malo que es un bufón de opereta. Así nadie aprende nada, se limitan a repetir un discurso que otros quizás más imbéciles han escrito para que gente realmente peligrosa suba al poder sólo para saciar su tremenda «tendencia de Narciso».
Susnia recordó que el último término hablaba de quienes sólo pensaban en ellos mismos.
Después había una mujer de ojos rasgados, una tal... Ji-young. Le costó mucho rememorar su nombre de pila, que parecía ser un nombre expresamente pensado para que un turnio no pudiera pronunciarlo. Decía pertenecer a un clan del «Gobierno de los Han Mayores», pero ella se alejó de sus familiares por encontrarlos muy aburridos a su gusto, prefiriendo las aventuras.
Otra mujer con los ojos rasgados era una tal Sachiko aseguraba ser una «kunoichi», una especie de espía y guerrera poco menos que legendaria... Aunque parece que los demás visitantes consideraban que la muchacha deliraba y se inventó esta historia para compensar su orfandad. Pero en cualquier caso, contaba historias interesantes sobre su país, llamado «Sol Naciente».
—Japón se muere, supongo que para la alegría de nuestras vecinos—decía, mirando a Ji-young, pues el país de Sachiko había invadido al de Ji-young salvajemente hacía décadas, aunque lo cierto es que la otra no era partidaria de juzgar a nadie por su origen—Nacen pocos niños. A vosotros—dijo, dirigiéndose a los jóvenes nobles turnios que escuchaban fascinados las historias del otro mundo—os parecerá increíble, pero pasar todo el día trabajando es el ideal de mi país. Cada vez es más claro que es una suerte de «suicidio demográfico»—por lo que Susnia entendía, significaba que quedarían sólo viejos.
Entonces dejaba de hablar y suspiraba.
—Pero lo peor es que vivimos en el engaño. Durante la Segunda Guerra Mundial—aquí los turnios entendían que se referían a esa gran catástrofe que mató a millones de humanos en apenas tres crienas y media—Japón tuvo el honor de ser el más brutal y despiadado de los contendientes. Los «nazis»—los turnios se asombraban aún de estos hombres, pues sabían que habían intentado matar a numerosos seres humanos por causas que no acababan de entender del todo—se nos acercaron mucho, pero nosotros nos degradamos aún más. Pero mientras que los alemanes actuales estudian su historia, nosotros la ignoramos, bajo la pretensión de que en caso contrario «no amaríamos nuestro país». ¿Qué respeto puede inspirar un país que miente a sus jóvenes?
La más tristona era una tal... Anush, una «hayastaní» que había llegado a la conclusión de que el cautiverio en Turnia era una prueba enviada por los cielos para que sus compañeros y ella misma se transformaran en mártires que iluminaran a la humanidad, esto es, a la humanidad del mundo donde se hallaba Turnia.
—No es que tenga que ser uno seguidor del Ungido—decía, Susnia aprendió pronto después de tratarlos con frecuencia quién era el tal «Ungido»—Casi su mismo mensaje decían el Iluminado o Zoroastro—a Susnia también acabó por serle muy familiar el primero, porque las dos «procedentes del donde sale el Sol», Sachiko y Ji-young, lo citaban con cierta frecuencia; algo menos le resultó el segundo—Todos insistieron en la importancia de saber que el sufrimiento existe y que las mayores victorias no nos librarán de morir de un doloroso tumor, por ejemplo. Así que he decidido hacerle caso a la diosa que nos ha enviado aquí y enseñar con mi ejemplo que mi calidad humana no disminuirá porque ahora sea una miserable esclava.
Cierto, las calidades humanas de sus enviados. Era curioso cómo Susnia se empezaba a sentir mal cuando recordaba el resto. ¡Hay que ver qué ideas aquellas, que fueron la que sembraron la semilla de la cizaña entre ella, el ama, y los esclavos de gran talento! Y lo que fue más grave, sin que lo pretendiera nadie.

Fue su prometido, Mirrón, primogénito de una familia de rancio linaje, quien capturó al grupo de extraños seres después de que tuvieran enfrentamientos ocasionales. Los visitantes no querían ser llevados a Turnia para ser personas de segunda categoría.
Finalmente, los capturó después de una batalla mucho más larga de lo que se habría previsto entre un grupo de doce mujeres y varones contra cerca de doscientos hombres turnios, fueron capturados... e infamados.
La Marca de la Infamia era un castigo que el ejército turnio infringía contra bandoleros, piratas y en general rivales considerados indignos. No era algo reservado a ejércitos enemigos, aunque fueran los siempre arrogantes quieleses o los fieros hombres que vestían pieles de animales desconocidos, pues se les suponía honor y respeto por las leyes de la guerra.
Esta decisión no fue bien vista por algunos de sus subordinados, quien arguyeron que aquel grupo no eran pillos, pues eran demasiado bravos para ser cobardes que atacaban a poblaciones indefensas, pero Mirrón siguió adelante.
«A mí también me parece monstruoso. ¿Por qué, Mirrón? ¿Por qué?»
Después de esa afrenta, los llevó desnudos durante casi diez ímaras hasta Turnia, donde los entregó a la casa de subastas anunciándolos como una gran victoria. Al principio, nadie entendió qué había de peligroso en doce individuos estrafalarios, no tan distintos de los seres humanos excepto por su excepcional estatura y ciertas características menores.
Y entonces vieron sus herramientas. Los turnios se asombraron al ver el pájaro mecánico y, fascinados, vieron cómo en la entonces bautizada como «tableta embrujada» aparecían visiones de ciudades con más seres humanos de lo que jamás pudieron imaginar, aquellas en que los mismos visitantes, en el pasado, narraban en sus respectivas lenguas maternas cómo eran sus ciudades. Veían, por poner un solo ejemplo, a Ji-young, cuyas facciones eran muy reconocibles, al lado de las señoras, sirviéndoles una copa como una buena sierva, y en una lámina blanca sonriendo, caminando, besando a su madre y la oían hablar sin entenderla, mientras al lado suspiraba por su vida anterior, entendiéndola sin palabras.
—¡Caray! ¡Eres la más linda de tu tierra, hija mía!—le dijo la propia abuela de Susnia, y la acariciaba con cierto cariño.
Después, se aterraron con la visión del extraño fuego que había fulminado a seres humanos de modo que sólo una sombra aparecía en la pared, grabada por una potencia superior a la del mismo Dios Padre de los turnios. Los visitantes les explicaron que no eran sino restos carbonizados, lo cual no ayudó mucho a paliar la idea de terror y furia que ahora inspiraban. Desde ese momento, como ocurriría después en otras poblaciones donde los exhibieron, los nativos procuraron ser simpáticos con los visitantes y no recordarles que eran esclavos.
Los visitantes se lo tomaron con cierta decepción. Seguían insistiendo en que la hospitalidad no debía depender de clases. No, Susnia se equivocaba, y rectificó: no debía de haber clases y por lo tanto todos recibirían con mayor facilidad el mismo trato. Afirmaban que la libertad era un atributo esencial de cualquier ser humano.
Los señores se miraban con duda y sorpresa. La bella hija de los nobles Inios tomó la palabra.
—Decís que sois libres, ¡pero no podríais libraros de nosotros si quisierais!
Las palabras de la muchacha no eran en absoluto burlonas ni buscaban zaherir. La casa de los Inios, la más ilustre de Turnia en cuanto a linaje, se esmera en la educación de sus hijos y no tratan a nadie mal si no es estrictamente necesario. Esta chica era sólo crienia y media mayor que la propia Susnia.
—Es que no es lo mismo ser libre que ser omnipotente—respondió Sviatlana—No sé si un ser omnipotente es libre en grado máximo, pero al menos sabemos que somos libres.
—Muy bien—tomó la palabra el hermano más próximo en edad a aquella noble, nacido la crienia anterior—Concederás que ahora mismo no tienes poder. Luego, no puedes afirmar que eres libre.
—Sí tengo—repuso Sviatlana inmediatamente—Si no, no te molestarías en razonar conmigo ni los demás señores detrás de vosotros se mostrarían tan interesados.
El muchacho parpadeó una sola vez, y se mesó la barbilla. Su hermana se volvió, como queriendo ver a los nobles interesados en la discusión y, si bien era cierto que había muchos, su verdadera intención fue mirar a su abuelo. Este anciano era por entonces la voz con mayor autoridad de los Ancianos y movió los dedos, un discreto gesto de asentimiento.
Se volvió entonces y habló con resolución.
—Triste consuelo, ¿no te parece? Porque nuestro interés puede disminuir con el tiempo.
—Todas las cosas humanas desaparecerán—intervino entonces Anush—Nada humano es eterno, luego todas tendrán fin.
Un silencio un tanto incrédulo, pero también temeroso, cayó sobre los oyentes.
—Es decir—dijo el muchacho—, que estás dando a entender que Turnia caerá.
—Claro que caerá—dijo Anush sin que Sviatlana pudiera detenerla—De hecho, se parece mucho a un país que existió en nuestro mundo. Y cayó.
Los demás visitantes se mostraron temerosos. No era esa su intención, sino simplemente minar la confianza de los nobles turnios en que los tenían dominados. Susnia era todavía jovencita cuando esta discusión tuvo lugar. Al principio, pensó que era una advertencia para agradecer el hecho de que su abuela los trataba muy bien, pero entendió cuando creció lo suficiente que no era el caso.

Su abuela era Mumnia, hija de Tacrerbio, y con casi 35 crienias había sido hasta hacía poco la señora de la hacienda. Sólo tuvo un hijo, el padre de Susnia, quien murió junto a su marido y su nuera en un aparatoso accidente mientras viajaban en carruaje.
Muy sorprendentemente para los estándares turnios, la mujer decidió no adoptar a ninguno de sus sobrinos, aunque tenía muchos, y depositó su confianza en la criaturita que Susnia era por entonces.
—En esta familia—oyó una vez Susnia decir a un plebeyo que había bebido demasiado en una fiesta pública, mientras ella jugaba despreocupada—, los varones están malditos. Debe de ser la maldición de los misanos.
Siempre desde que fue pequeña, una esclava de su abuela, Zrulia, cuidó de ella, como ya hiciera con su padre. La mujer se quedó blanca cuando le preguntó al respecto.
—¡Menudas estupideces farfullan esos imbéciles después de tomar más copas de las que merecen!
Su abuela, asombrada, llegó desde otra habitación con el paso ágil que tenía entonces.
—¿Pero qué ocurre, Zrulia, para que grites así?
La mujer, reponiéndose y aún blanca de indignación, le explicó lo que acababa de ocurrir. Su abuela no dio señas de indignación, pero pasó un rato callada.
—Querida niña—le dijo, por fin, con cariño a su nieta—No escuches disparates plebeyos. Por favor, Zrulia, no hagas que parezca que tiene alguna importancia.
«En ese momento entendí otro concepto de los visitantes: tabú. Algo que no debe ser nombrado, aunque en muchos casos sea inherente a la propia vida», pensó Susnia.
Susnia acabaría por descubrir que ya conocía desde hace mucho a los misanos. Aunque no le prestaría atención a su maldición...

Su abuela escuchaba a los visitantes hablar sobre la libertad con una leve sonrisa. Susnia sabía que esa era una señal de que a la mujer no le placía la situación, pero que tampoco estaba realmente airada. Levantó la mano, y habló así a Sviatlana.
—¿Crees que mi querida Susnia y la buena de Vitrivenia son igual de libres?
—Sin duda—dijo Sviatlana rápido, lo que muchos percibieron como un titubeo.
—No pareces convencida—dijo su abuela, tranquila—Quizás porque sabes que no es tal como dices. Vitrivenia tiene los instintos de una buena sierva.
Vitrivenia era la esclava favorita de Susnia desde que ambas eran pequeñas. Ambas nacieron a la misma ímara, lo que no impidió que la propia abuela de Vitrivenia ayudara a la madre de Susnia después del parto. Según decían su abuela y la tita Zrulia, la propia niña solicitó ser esclava de hogar siendo apenas una criatura y estaban encantadas con su actitud y buenas cualidades.
La propia interesada estaba presente. Sus facciones no indicaron absolutamente nada, como si no estuvieran hablando de su libertad personal. No le importó a nadie excepto a la propia Susnia, todos querían rebatir a los visitantes. Aunque... tuvo la sensación de que la heredera de los Inios le echó dos o tres vistazos atentos a Vitrivenia, e incluso le preguntó por ella de tanto en tanto.

Con el tiempo, conforme se acercaba la fecha de su boda con Mirrón, deshacerse de los visitantes se transformó en una necesidad. A Susnia, personalmente, no le fastidiaba demasiado su hostilidad generalizada contra el mundo turnio, pero la convivencia iba a ser imposible.
«Menudo engaño. Me siento fatal. ¿Por qué? Sólo hago... En fin, sólo soy yo. Debe haber señores. Quiero decir, ¿quién coordinaría a los esclavos? Los visitantes dicen no sé qué del ‘poder del pueblo’, pero tengo claro que los esclavos por sí mismos no saben gobernarse. ¡No saben ni los plebeyos!».
Cuando ya estuvo dispuesto que iban a volver al mercado, dio su última disposición respecto a ellos.
—Di la verdad: son listos y trabajadores, pero descarados y obstinados—le indicó a un capataz que siempre le pareció de fiar.
El hombre inclinó la cabeza y fue a por ellos.
—Y también me llevo a esos niños que tienen consigo, ¿no?
—Sí, porque de todos modos me recordarían a ellos.
Susnia tomó aire. Lo correcto era despedirlos en ausencia de su marido. No era imprescindible, pero después de tantos años y del modo en que los echaba, habría dado lugar a rumores.
Se presentaron ante ella sólo un momento después de asomarse. Iban rectos, dignos, aunque no pudieron ocultar su pesar. Aunque no le gustaba su sentimiento, Susnia los admiró.
—Bien, no debo decir que sólo habéis sido un incordio para mí. Me habéis enseñado mucho. Y sin duda sois muy entretenidos... Pero no podéis seguir aquí. Entiendo que mi marido os haga sentir incómodos.
En este punto, ellos dieron un respingo. Algunos lo disimularon mejor, durante esas tres crienias y media habían aprendido que era inaudito que Susnia criticara, aunque fuera de modo tan disimulado, a su futuro marido delante de unos siervos considerados rebeldes.
Sviatlana la miró a los ojos una última vez. Había hostilidad teñida de tristeza. Los bajó enseguida.
—Que os vaya bien—y ya iba a despedirlos, cuando ellos hablaron.
—Esperamos que te vaya bien—le dijeron, sin mayores honores.
La miraron a los ojos. Ahora se dio cuenta de que la tristeza parecía esconder decepción. Se volvió al capataz y agitó la cabeza, se marcharon. Los niños la miraron con lágrimas en los ojos una última vez.
«Así que estáis decepcionados. Debo admitir que me duele. Quizás pensabais que iba a volver una... abolicionista, eso».
Pero lo cierto es que todo lo que durante esas crienias los visitantes dijeron hicieron que Susnia recordara haber vislumbrado reflejos, si acaso, de otra Vitrivenia distinta a la perfecta esclava a la que todo el mundo apreciaba. Y lo realmente extraño era que le interesaba más esta otra Vitrivenia que la que todas sus amigas, jóvenes señoras nobles, le comprarían por un precio realmente extraordinario.
De tanto en tanto, a lo lejos, la veía reírse enseñando los dientes, cosa que nunca hacía en su proximidad. También la veía asombrarse, aunque sólo fuera por un instante, por alguna historia que los visitantes del otro mundo le estuvieran contando. Incluso su miedo la atraía, cuando oía a los visitantes cometer alguna falta inexcusable, como no tratar a un señor como una divinidad.
«Pero hay más. Está ese recuerdo».
Susnia rememoraba de tanto en tanto el siguiente momento: jugaba con Vitrivenia, quien era la niña más feliz del mundo. Corría persiguiéndola, llamándola señora. Susnia se sentía emocionada por ser llamada como llamaban a su abuela todos sus conocidos de la hacienda.
En un momento dado, dejó de correr. Había visto a la tita haciendo la colada cerca del río. Se volvió, y llena de gracia y resoplando, le dijo a la recién llegada Vitrivenia:
—Ahora eres tú la señora—dijo la pequeña Susnia, alegre y generosa.
Y este era el momento en que su memoria fallaba en un pequeño detalle. El rostro de Vitrivenia desaparecía. Pero no ella, quien indudablemente seguía allí.
A quien sí recordaba era a la tita: se acercó a gritos.
—¡No, no! Susnia, ¡tú eres la señora! No se concede algo así, lo determinan los dioses. Niña, eres la hija de los señores de esta hacienda, por lo que eres la joven señora, superior a todos los demás que somos tus siervos.
Se quedó un poco extrañada. ¿También era ella señora?
—¿Y Vitrivenia?—preguntó, aún confusa.
La mujer abrió los brazos, como dando a entender que era obvio.
—Ella es hija de siervos, nieta de siervos, y bisnieta y tataranieta de siervos que pertenecieron a tu bisabuelo y a tu tatarabuelo, ¡niña! Es otra sierva.
Creía recordar que había observado el rostro de Vitrivenia después de tan contundente declaración, pero seguía sin ser capaz de ponerle cara. ¿Dónde estaba Vitrivenia? ¿Dónde estaba su amiga de la más tierna infancia? Había allí una niña con su tronco, sus brazos, sus piernas y hasta su pelo, su nariz y sus orejas, pero no había ni ojos ni boca.
La niña le tendió una mano y se fue con ella. No recordaba qué había dicho, tampoco. La tita no volvió a a hablar, de eso estaba segura.

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