miércoles, 22 de diciembre de 2021

La reflexión de la señora (y III).

Susnia durmió plácidamente después de esa tremenda fantasía. Se despertó mucho después, sin tener la boca demasiado pastosa. Se aseó, estaba bebiendo agua cuando oyó a la tita afuera. Sin hacer ruido, se acercó a oír.

—Bueno, pues no sé cuándo se irá... ¡Pensar que el señor Mirrón es...!
«Las malditas paredes oyen», pensó Susnia.
El hecho de que su esposo fuera «alegre», como lo llamaban los visitantes, fue revelado precisamente porque uno de ellos aseguraba que su modo de mirar era propio del hombre que no consideraba a las mujeres como sus compañeras naturales en el lecho. No lo comentaron, claro está, en presencia suya, sino que fue la misma sierva chivata que revelara qué opinión les merecía su abuela.
Fue esta gran señora quien, como entonces, no sólo no se indignó, sino que en su lugar mandó cartas. Cosa de veinte ímaras después, llegó una mujer de ropas humildes, pero aseada y muy correcta, que resultó ser una antigua sierva de su abuela cuando en cierta época vivió no muy lejos de Misania.
Esta mujer vivió después de ser liberada en la misma ciudad donde Mirrón pasara su infancia. La abuela la invitó a su habitación sola y hablaron sin tregua durante casi toda una tarde, muy largas en Turnia.
La mujer fue despedida con amistad. A continuación, su abuela la llamó y le confirmó que lo que dijera aquel visitante era cierto.
—Pero no pierdas la esperanza, hija, a veces los hombres así se vuelven cariñosos con sus mujeres. A ti te viene bien como marido, de todos modos.
«¿Qué menos que tener esperanza? Ya me acostumbraré a tener a ese marica alrededor. Si él quiere buscarse a un amigo, pues intentaré que no abuse de ningún pobrecillo y que sea otro marica como él. Con lo guapo que es, no tendrá problemas en ese caso».
—Está bien—le respondió a su abuela—Pero tengo una propuesta.
Lo que contó impresionó a su querida abuela, quien dio su beneplácito alegre.

Después de observar durante un buen rato a la tita conversando con las otras criadas, pasó la mirada por la habitación.
«Ninguna merece ver cómo me ignora un marido arrogante y tímido con su verdadera naturaleza».
Salió, la tita se puso enseguida en posición de atenderla.
—Ve a buscar a Vitrivenia. Quiero encargaros una importante tarea.
La mujer cumplió la orden. Cuando Vitrivenia estuvo en su presencia, le pareció que la muchacha estaba falta de sueño y reposo.
—Vais a ser las responsables de la hacienda, ya que me voy a vivir con mi marido—les espetó tan pronto la puerta se cerró.
—¡Pero...! ¡Señora!—intentó protestar Vitrivenia, con una cara de verdadero asombro.
¡Otra vez era la auténtica!
—Ya sé qué me vas a decir. Vas a ser liberta, tía Zrulia—dijo Susnia—Mi abuela lo sabe y está plenamente de acuerdo. Incluso se alegra—añadió Susnia con su más cálida sonrisa.
Percibió que la mujer contuvo las lágrimas a la perfección. Vitrivenia observaba a su antigua maestra por el rabillo del ojo. No daba muestras de estar alegre o triste.
—En cuanto a ti, Vitrivenia... Te quedas a ayudar a la tía.
Tampoco dio muestras entonces de sentimientos, pero fue la tita quien saltó.
—¡Pero, señora, ha sido criada para ser vuestra compañera!
Susnia procuró aunar en su ademán todo el cariño con la máxima autoridad.
—Sé bien de tus esfuerzos y han sido los mejores... Pero Vitrivenia es necesaria aquí. Todos la conocen, la quieren y la respetan. Allí, en el barrio aristócrata, será una monada más traída del campo.
Agradeció mentalmente que ninguna de las dos replicara, y añadió con una voz que a ella misma la asombró:
—Siempre es mejor tener a la gente contenta. Vitrivenia sabrá hacerlo tan bien como tú, tita.
Susnia gozó cuanto pudo de sus posesiones durante las cinco siguientes ímaras y llegó su marido durante un breve descanso de las actividades militares, por lo que la boda se celebró con celeridad. Ella se lo tomó como si hubiera sido tomado sorbos de copa medicinal. Le agradaron los padres de Mirrón, unos señores de gran aspecto.
—¡Qué felicidad, hija!—dijo la madre del mismo.
Su abuela, venida para la ocasión de la casa a la que se proponía retirarse, la miraba con orgullo, satisfecha de su nieta. Respecto al afortunado marido, su aspecto grave contrastaba con su cortesía hacia ella.
A fin, fue montada en un carro y llevada al barrio aristócrata, donde durmió poco en una cama tan buena como la suya. Su marido se excusó, había movimientos inusuales en la frontera entre la zona de influencia turnia y la de los arrogantes quilieses.
—No sé cuánto estaré fuera—dijo él, algo pesaroso.
—No te preocupes, haces tu deber—dijo Susnia.
En el fondo, ella sabía que Mirrón deseaba quedarse y probarle que era otro hombre. Como la casa estaba demasiado vacía, le sugirieron que volviera un tiempo a la hacienda. Allí, Vitrivenia vino a ella.
—Señora, debido a la guerra, no he podido dar cuenta de la presente situación de la casa.
—No me extraña, querida, yo misma estoy ahora sola por ese mismo motivo.
Su cuarto estaba como lo había dejado.

El lento ocaso turnio ya había pasado cuando llegó un mensajero. Este tomó una copa preparada por la misma Susnia, había corrido sin parar desde antes del ocaso. Al fin, habló.
—Señora, vengo a decirte que el pelotón que incluía a tu esposo como uno de sus grandes generales, el gran Mirrón, ha sido atacado por sorpresa por los descendientes de nuestros funestos enemigos, los hijos de Quilias. Poco sé, sin embargo, mas un soldado que estuvo allí se dirige hacia aquí para informarte con noticias. Te advierto que no son buenas, ¡oh, señora!
Las noticias dejaron blanca a Susnia. Fue generosa con el mensajero y lo despidió. La tita y las criadas la rodearon con caras desesperadas, pero ella habló con decisión.
—¡Aún no elevéis vuestra voz! No sabemos qué ha ocurrido exactamente, dejad que venga el segundo correo. ¡Y chitón!
Las mujeres se admiraron de tan altiva señora. Se dedicaron a sus labores, inquietas, pero Susnia cosía magníficos tejidos sin dificultad. De hecho, el trabajo la ayudaba a no pensar. Por fin llegó el mensaje. Un soldado, con sangre reseca en la cara, le dijo con voz exhausta.
—¡Desgraciado revés! Tu esposo, noble hembra, ha caído en las manos de los arrogantes quilieses. Ved las presentes mi rostro, manchado de la sangre de un amigo: estuve en primera línea, pero nos rechazaron demasiado rápido.
Las mujeres iban a desmayarse, algunas de natural, otras por no poder gritar de horror. Susnia se levantó, cogió de la mano al mensajero y con cordialidad lo llevó a otra habitación.
—Mil gracias, amigo, por haberte apresurado. Por favor, aséate en los baños que tengo para invitados plebeyos. No digas nada aún al siervo, te lo suplico.
Lo dejó y despidió con dulzura a las mujeres.
—Intentad dormir, haré lo mismo cuando ese hombre vuelva al cuartel.
Las esclavas, llenas de gratitud, se despidieron cortésmente. La tita la abrazó, la cara arrasada por silenciosas lágrimas.
—Has reaccionado mejor que tu abuela cuando perdió a tu padre, pues eres más joven y no tienes heredero—dijo, antes de besarla y salir.
Susnia despidió al hombre cuando se aseó. Se sentía algo triste, curiosamente.
«Lo desprecio por haber dañado a los pobres visitantes. Jamás quise yo infamarlos y fue un acto brutal. Pero puedo en parte entender que Mirrón fue desventurado. Le tocó enfrentarse a rivales que le llevaban casi quince cuentas ogdo de ventaja. ¿Cómo derrotar a semejantes rivales sin el concurso de una fuerza aplastante? Infamarlos le debió de parecer la mejor solución para ganar estima delante de todos».
Suspiró y contuvo las lágrimas.
«Y bueno, no tiene la culpa de ser un maricón. Al menos es amable con sus soldados, aunque sean de una clase inferior. A decir verdad, se sintió ya él como me siento ahora. ¿Quién nos ha declarado superiores? ¿Nuestros antepasados? Los visitantes divergían en sus descripciones de la antigua humanidad, pero todos coinciden que la diferencia tan severa entre amos y esclavos no pudo existir. Había seguramente jefes carismáticos, eso era todo. ¿Qué clase de hombres eran nuestros antepasados? Aunque algunos de los visitantes afirman que fue un proceso seguramente gradual, relacionado en parte con, ¿cómo la llamaron?, la veneración a los dioses».
Se secó una lágrima rebelde.
«Y al menos le admitiré que ha salido en nuestra defensa. Sí, al fin y al cabo, si nosotros esclavizamos a otros, las armas son lo único que nos librará de que otros nos hagan lo mismo. Me habrá decepcionado como marido y hasta como ser humano, pero como guerrero ha demostrado estar al servicio de todos nosotros. ¡Bravo, Mirrón!»
Aquí hizo un inciso.
«Aunque supongo que a nuestros esclavos quizás ya les dé igual. Los visitantes han mellado nuestro... «amor al saber», eso es. No darán discursitos, pero más de uno debe de pensar de tanto en tanto algo como que '¿Y si llevaran razón?'. Cuentas ogdo de incuestionable jerarquía social, rotas por once tipejos».
—Quizás sea eso—habló en voz alta—Basta con que alguien cuestione algo. Si tiene resistencia por sí sola, es real. Si no, es sólo una interpretación, aunque pueda estar basada en sólidos hechos.
«Y yo esperé de él algo que no podía darme: felicidad. ¿Qué culpa tiene él de que yo quiera ser amiga de mi esclava? Al fin y al cabo, los dos estamos atrapados en un mundillo que creíamos totalmente coherente porque todos lo admitían».
En este punto, se asomó a la ventana y se quedó observando a dos siervos que discutían. Desde donde estaba, no podía dilucidar el motivo.
«Bueno, eso es un decir. Seguro que muchos de ellos se preguntaban el porqué de haber caído en la servidumbre, pero algunos, quizás la propia Vitrivenia lo hacía, se preguntaban el porqué del... la «organización unida», eso es lo que decían los visitantes. Fingen admitir que es coherente, porque al fin y al cabo no quieren morir y tienen a sus seres queridos».
Se apartó de la ventana y miró hacia la pared, en esa dirección se situaban los barrios plebeyos.
«Que yo sepa, el único que se ha opuesto públicamente a la esclavitud por temas morales es ese muchacho, Blusio, el hijo de Coitón. Su amigo de la infancia, Chiastro, también se opone, pero por sus intereses: asegura que los esclavos les quitan el trabajo a los plebeyos, quienes acabarían siendo esclavos a su vez cuando no pudieran pagar sus deudas. De todos modos, las criadas han estado comentando que han acabado influyéndose mutuamente: a Blusio le interesa el posible fin de la clase plebeya y Chiastro ya admite sin tapujos que compadece a los esclavos. Sus hermanas han acabado por compartir sus opiniones, en el caso de Criolia no es que me asombre porque se parece a su hermano, aunque el de Petrila sí porque era una mujer que despreciaba a cualquier extranjero. Al final ha acabado admitiendo que algunos pueden ser muy simpáticos y que el aislamiento sólo lleva al atraso. Los visitantes del otro mundo y sus curiosos conocimientos no han podido sino fascinarla».
Susnia suspiró y su mirada se posó sobre el barrio noble.
«Bueno, tenemos la vieja casa de los Inios. Nunca se han destacado por ser crueles con sus esclavos y, aunque les gusta llevar ropas llamativas, los alimentan muy bien. Puede que a su manera sepan que no son realmente superiores ni a los plebeyos ni a los esclavos y por ello tienen tan buena imagen: es que creen en lo que hacen. Además, tienen en su haber muchas manumisiones, y no sólo porque hayan tenido muchos esclavos. Incluso a los de la gleba les ha tocado suerte en esa casa…»
Susnia sabía que había otras casas donde los esclavos vivían razonablemente bien.
«Pero la abuela me crió no sólo como a una noble, sino como a un milagro. Viviendo sola, me he acostumbrado en exceso a ser la primera, una reinecilla a la que todos miman. Ahora me he dado cuenta de que en la vida hay que ceder. Los actos oficiales y las visitas no cuentan, por supuesto, ahí sabía que me observaban. Pero he aquí que casarse significa pensar en tu marido y ser ama pensar en tus esclavos, aunque sólo sea porque necesitan comer y dormir. ¡Ay! Sé que suena hipócrita, pero jamás pedí ser la señora».
Mientras observaba a un siervo mayor separar a los siervos que discutieran antes, se decidió.

La tía Zrulia y Vitrivenia entraron en silencio. Era raro que la señora las llamara a esas horas. Ella no quiso inquietarlas más.
—Amigas—ambas sufrieron un respingo—, pues lleváis tantos años a mis lados que injusto sería llamaros por otro nombre: mi marido, el bravo Mirrón, podría estar preso. Sólo somos mujeres en esta hacienda, pero si algo me han enseñado ciertas personas—y aquí levantó una mano para reclamar silencio por parte de la tía—es que eso tampoco me hace una desvalida. Voy a salir, pues, para negociar personalmente su liberación o la devolución de su cuerpo.
La tía se cayó al suelo. Sin hablar, Susnia se levantó, fue hasta ella y la alzó.
—Tita, por favor, no me lo hagas más difícil—le dijo con tal firme amabilidad que la vieja se recuperó de inmediato.
La soltó, le acarició el pelo y le indicó a Vitrivenia que se acercara. La acarició también, con verdadero afecto. La muchacha no estaba menos asombrada que la vieja.
—Por lo tanto, he aquí que iré de incógnito. Es momento de decidir quién podría ser un acompañante discreto y fiel. ¿Sugerencias?
Ninguna de las dos, sierva y liberta, habló. Finalmente, con mucha timidez, Vitrivenia habló.
—Señ... Señora—tomó aire y habló con decisión—Esas personas de las que hablasteis antes siempre confiaron mucho en Salverio y Crotonio.
La tía abrió tanto la boca que Susnia habría podido meterle el puño sin problemas. Asintió a Vitrivenia.
—Dicen que los trataron con mucha cortesía después de lo que pasó. Si esto es así, a ti te tratarán todavía mejor—continuó Vitrivenia sin preocuparse.
—Salverio lo hará. A Crotonio le gustaba una de esas personas y no creo que quiera verme ahora—decidió Susnia—Enviad con suma discreción a un mensajero, a ver si podemos verlo a una hora poco habitual. ¿Está en la ciudad o me equivoco?
—Está—confirmó la tía, quien salió a cumplir la orden presta.
Susnia y Vitrivenia se observaron sin hablar. Susnia se sentó e invitó a Vitrivenia a hacer lo mismo en una silla frente a ella.
—Hay que ver, Vitrivenia, cómo es la vida—dijo la señora con una sonrisa triste—¿Cómo decía Anus...sh? «Quien a espada mata a espada muere».
—Exacto, señora.
—Puede que nos hubiéramos odiado a pesar de todo—dijo Susnia, con la misma sonrisa—, pero deberíamos haber procurado que no sufrieran ese daño. O quizás, nadie. Bien mirado, cuando alguien—a Vitrivenia no se le escapó el modo neutral de hablar, arqueó una ceja un poco sorprendida—se enfrenta a ejércitos, no es un cobarde. Distinto es el caso de quien, armado, ataca a seres indefensos. A esos los marcaría yo misma.
Vitrivenia la miró con gran atención. Entendió lo que quería decir. La tía volvió.
—Bien, queridas mías—ellas la miraron intensamente y suspiró—Esperemos lo mejor.
No se hablaron durante un rato. Al fin, Susnia daba golpecitos en la silla.
—Esto es la realidad—dijo, sin añadir nada más.
La tía la miraba con respeto, Vitrivenia parecía verla desde una nueva luz. Entonces, volvió el mensajero y confirmó la cita.

Salverio llegó por fin a la hora convenida y se le hizo pasar. Se movía con gravedad.
—Cuando tu abuelo vivía, venía bastante, respetable joven.
—Menos cortesías, celebrado comandante, y vayamos al asunto.
Le expuso en pocas palabras sus intenciones. Salverio, curiosamente, la escuchaba sin replicar. Sólo la tía Zrulia estaba presente, habían decidido que Vitrivenia merecía descansar.
—Así, amigo, necesito tu ayuda. Llévame directamente hacia donde estén los arrogantes quilieses. A arrogancia pocos ganan a esta muchacha que tienes delante y de mi abuela he aprendido un poco del arte del negocio. Por supuesto, no sólo acudiré en pos de Mirrón. Salvaré a cuantos pueda. Y no creas que exigiré luego el dinero de vuelta.
Salverio se levantó.
—También te pareces a tu abuelo, un poco. Cuando tuvo lugar cierta batalla en la que también hubo prisioneros, él acudió en socorro de sus compatriotas. ¿Sabías que tu abuela se quedó prendada de él por ese detallito?
Susnia parpadeó. Sabía que su abuela solía hablar de su generosidad.
—Pues nunca. Me lo podrás contar mientras vayamos allí. Tía, trae bebidas para despedir en buena hora a mi guía.
La tía salió. Salverio no se contuvo.
—Sin embargo, y como he oído que a ella no le agradaban, te lo digo ahora que estamos solos: parece que ciertas mujeres han creado precedentes.
Susnia sonrió.
—Bueno, ahí tenemos las historias de aquellas buenas reinas de Turnia que salían al mundo con espada y todo. ¿O no las crees verdaderas, Salverio?
Él sonrió con cierta ironía.
—Que hubo y hay mujeres que salen al mundo con arrojo, y no precisamente de otros mundos, claro que lo creo. Pero que fueran reinas... Piensa en la historia de la reina Cladris, de una pedrada mató a una bestia. ¿Y no te parece rara semejante arma? ¿No habría usado una reina un arco, uno incluso bueno para aquella época? Una piedra es un arma ocasional, es un arma de pastora.
—Bueno, mi primer tutor me contó que, en la antigüedad, los reyes eran tan pobres que se dedicaban a trabajos perfectamente humildes...
—O simplemente no eran reyes tales pastores... o pastoras—dijo Salverio.
Susnia calló una exclamación. La tía Zrulia sirvió la bebida y ambos bebieron y hablaron de la expedición. Susnia acompañó a Salverio mientras Zrulia iba a por un muchacho que los guiara hasta fuera.
—Así que compartes la opinión de Esfiachana y del resto: los relatos de reyes se inventaron sobre hazañas de diversas gentes.
—Sí. Siendo honesto, creía en ellos hasta que me familiaricé con el ejército. Las fuerzas de un hombre no son cosa que pueda variar tanto como pretenden esas historias. Y, aunque no desprecio la moraleja de algunas, el día que vi a una pastorcilla romperle un diente a un depredador, temible, de una certera pedrada, entendí que la dicha Cladris era otra pastora que llegó quizás a ser reina, pero al principio tenía tan pocas esperanzas de ser reina como aquella.
Susnia sonrió irónica. Cuando volvió la tía con el lucero, lo dejó marchar.

Cuando al fin llegó el día, Susnia les dio instrucciones precisas.
—Decid que estoy indispuesta, por ejemplo que quizás esté embarazada o preocupada por la guerra. Vitrivenia, te haces cargo de todo, la tita quiere hablar con mi abuela.
La agarró por los brazos.
—Confío en ti más que en mí misma—la besó en ambas mejillas.
Luego hizo lo propio con la tía, quien claramente se abstuvo de dar mayores muestras de cariño para no hacerla parecer una niña. De camino hacia la ciudad, con las estrellas aún titilando, Susnia habló con una curiosa alegría.
—¡Quién iba a decirlo! Salverio, habrías protagonizado la revolución «bolchevique»—lo dijo a la perfección—de Turnia si hubieras tenido ocasión, ¿eh?
Salverio se encogió de hombros.
—Si hubiera creído que los plebeyos corríamos peligro, sí—admitió—Desde luego, ¡quién sabe que habría ocurrido si yo, sin ningún otro mando superior a mí, hubiera conocido a Esfiachana! Desde luego que esa mujer me ha ayudado a articular ideas que ya había pensado de modo desordenado.
—Pero claro, hay esclavos—dijo Susnia con ironía—El típico plebeyo piensa «Al menos no soy un esclavo y puedo comprar uno si gano dinerito».
—¡Para qué engañarnos! Sí, joven altiva. Aún así, te diré esto: tu marido ha sido quien más cerca ha estado de provocar un estallido social.
Susnia asintió callada durante un buen rato.
—Sí, claro, por su estúpido proceder con los visitantes. ¿A santo de qué? ¡No eran bandidos ni piratas!
—En efecto. Hasta para el más bruto de los soldados turnios, alguien que jamás ha atacado un pueblo y se defiende contra un ejército no es un vulgar bandido. Es un soldado, aunque sea de un país que jamás haya visitado.
—Aún así y todo, hubo quien se habría beneficiado a las mujeres, ¿no?
—Ya, bueno, pero no creas que no tenían respeto por sus habilidades físicas. Se lo planteaban más como tenerlas de amantes que lo que suele ocurrir.
Susnia sonrió con amargura.
—A lo mejor tengo algo del bisabuelo que era dueño de sus siervas, pues tampoco me horrorizan estos temas. ¿Habías oído esa historia, Salverio?
—La verdad sea dicha, entre los esclavos de varias haciendas lo han transformado en una historia de terror popular, pero los detalles son tan exagerados que es hasta inverosímil para la mayoría. A mí me lo explicó cierto capitán a propósito de tu padre.
—¿Y qué decía el capitán? ¿Que padre era un imbécil y cobarde, justo al revés que su bravo abuelo?
—¡Oh, no! La verdad es que tu padre tampoco era tan cobarde. Más bien...
—¿Tonto?
—Sí, ¡para qué engañarnos! Pero al menos el capitán le reconocía bastante camaradería por parte de un noble. De tu abuelo, sin embargo, tenía una opinión nefasta.
«—Fíjate, Salverio—me dijo un día—, que el padre de este muchacho también nos mostraba camaradería pero además muy buen militar. Sin embargo, su abuelo materno era arrogante. Nos miraba como si fuéramos basura y encima era un prepotente que huía tan pronto como veía dificultades. Su muerte, y sé que eres lo suficientemente juicioso para no ir contándolo por ahí, es la más ridícula que haya presenciado personalmente: resulta que nuestro Poderoso Señor se había malacostumbrado en su hacienda a hacer de las criadas sus mancebas, cosa esta que es la primera que un noble jamás debe intentar. Tener una, dos, incluso cinco mancebas se puede entender, pero siempre teniendo cuidado de que tienes al heredero oficial bien vivo y de que si te sale algún hijo, a los chicos los haces plebeyos y a las chicas que sean criadas de tus hijas. Pero aquí nuestro Fecundo Dios prácticamente hizo de la mitad de las muchachas, y ya por entonces tenían casi una pequeña nación, sus compañeras de cama. ¡Para qué andarnos con tonterías! Salverio, las cazaba, y de modos que incluso a mí me resultan infames. Pues nuestro amigo, bien lo entenderás, tenía problemas para la disciplina y raro era que no intentara violar a alguna chica en cualquier aldea. Pues he aquí que un día lo intentó con una sacricia que era cazadora y una de esas mujeres de gran coraje, hijo mío, y la sacricia le metió tal tajo, ¡que le cortó los putos cojones por la mitad! Se desangró. Nuestro general prefirió, por temor al padre, que figurara como accidente. Pero no faltaron lenguas que lo contaran, porque al fin y al cabo nadie lo respetaba. Lo más gracioso es que el padre, al saberlo, sólo comentó 'Culpa mía, jamás supe enseñar a este chico' y casi quiso disculparse con nuestro general, pues era otro militar que sabía de nuestros sacrificios».
Susnia asintió.
—Pues la abuela no me contó la historia, pero tengo clarísimo que tenía mala opinión de él y, de hecho, me instruyó para que jamás le faltara el respeto a nadie que fuera libre, sin importar que fuera pobre como una rata... Ahora lo entiendo todo... ¡Compadezco a la pobre!
Y siguieron hablando en el carruaje que tomaron. Los soldados miraron a Susnia con cierta curiosidad, pero no dijeron nada. Susnia no lo había pensado del todo, pero intuía que estaba haciendo algo extraordinario.
Y así, Susnia por primera vez en su vida antepuso a otra persona a sí misma, a pesar de que no le caía muy bien.

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