Susnia durmió plácidamente después de esa tremenda fantasía. Se despertó mucho después, sin tener la boca demasiado pastosa. Se aseó, estaba bebiendo agua cuando oyó a la tita afuera. Sin hacer ruido, se acercó a oír.
—Bueno, pues no sé cuándo se
irá... ¡Pensar que el señor Mirrón es...!
«Las malditas paredes oyen»,
pensó Susnia.
El hecho de que su esposo fuera
«alegre», como lo llamaban los visitantes, fue revelado
precisamente porque uno de ellos aseguraba que su modo de mirar era
propio del hombre que no consideraba a las mujeres como sus
compañeras naturales en el lecho. No lo comentaron,
claro está, en presencia suya, sino que fue la misma sierva chivata
que revelara qué opinión les merecía su abuela.
Fue esta gran
señora quien, como
entonces, no sólo no se indignó, sino que en
su lugar mandó cartas.
Cosa de veinte ímaras después, llegó una mujer de ropas humildes,
pero aseada y muy correcta, que resultó ser una antigua sierva de su
abuela cuando en cierta época vivió no muy lejos de Misania.
Esta mujer vivió después de
ser liberada en la misma ciudad donde Mirrón pasara su infancia. La
abuela la invitó a su habitación sola y hablaron sin tregua durante
casi toda una tarde, muy largas en Turnia.
La mujer fue despedida con
amistad. A continuación, su abuela la llamó y le confirmó que lo
que dijera aquel visitante era cierto.
—Pero no pierdas la esperanza,
hija, a veces los hombres así se vuelven cariñosos con sus mujeres.
A ti te viene bien como
marido, de todos modos.
«¿Qué menos
que tener esperanza? Ya
me acostumbraré a tener a ese marica alrededor.
Si él quiere buscarse a un amigo,
pues intentaré que no abuse de ningún pobrecillo y que sea otro
marica como él. Con lo guapo que es, no tendrá problemas en ese
caso».
—Está bien—le respondió a
su abuela—Pero tengo una propuesta.
Lo que contó impresionó a su
querida abuela, quien dio su beneplácito alegre.
Después de observar
durante un buen rato a la
tita conversando con las
otras criadas, pasó la
mirada por la habitación.
«Ninguna merece ver cómo me
ignora un marido arrogante y tímido con su verdadera naturaleza».
Salió, la tita se puso
enseguida en posición de atenderla.
—Ve a buscar a Vitrivenia.
Quiero encargaros
una importante tarea.
La mujer cumplió la orden.
Cuando Vitrivenia estuvo
en su presencia, le
pareció que la muchacha estaba falta de sueño y reposo.
—Vais a ser las responsables de la hacienda, ya que me voy a vivir
con mi marido—les espetó tan pronto la puerta se cerró.
—¡Pero...! ¡Señora!—intentó protestar Vitrivenia, con una
cara de verdadero asombro.
¡Otra vez era la auténtica!
—Ya sé qué me vas a decir. Vas a ser liberta, tía Zrulia—dijo
Susnia—Mi abuela lo sabe y está plenamente de acuerdo. Incluso se
alegra—añadió Susnia con su más cálida sonrisa.
Percibió que la mujer contuvo las lágrimas a la perfección.
Vitrivenia observaba a su antigua maestra por el rabillo del ojo. No
daba muestras de estar alegre o triste.
—En cuanto a ti, Vitrivenia... Te quedas a ayudar a la tía.
Tampoco dio muestras entonces de sentimientos, pero fue la tita quien
saltó.
—¡Pero, señora, ha sido criada para ser vuestra compañera!
Susnia procuró aunar en su ademán todo el cariño con la máxima
autoridad.
—Sé bien de tus esfuerzos y han sido los mejores... Pero
Vitrivenia es necesaria aquí. Todos la conocen, la quieren y la
respetan. Allí, en el barrio aristócrata, será una monada más
traída del campo.
Agradeció mentalmente que ninguna de las dos replicara, y añadió
con una voz que a ella misma la asombró:
—Siempre es mejor tener a la
gente contenta. Vitrivenia sabrá hacerlo tan bien como tú, tita.
Susnia gozó cuanto pudo de sus
posesiones durante las cinco siguientes ímaras y llegó su marido
durante un breve descanso de
las actividades militares,
por lo que la boda se celebró con celeridad. Ella se lo tomó como
si hubiera sido tomado
sorbos de copa medicinal.
Le agradaron los padres de Mirrón, unos señores de gran aspecto.
—¡Qué felicidad, hija!—dijo
la madre del mismo.
Su abuela, venida para la
ocasión de la casa a la que se proponía retirarse, la miraba con
orgullo, satisfecha de su nieta. Respecto al afortunado marido, su
aspecto grave contrastaba con su cortesía hacia ella.
A fin, fue montada en un carro y
llevada al barrio aristócrata, donde durmió poco en una cama tan
buena como la suya. Su marido se excusó, había movimientos
inusuales en la frontera entre la zona de influencia turnia y la de
los arrogantes quilieses.
—No sé cuánto estaré
fuera—dijo él, algo pesaroso.
—No te preocupes, haces tu
deber—dijo Susnia.
En el fondo, ella sabía que
Mirrón deseaba quedarse y probarle que era otro hombre. Como la casa
estaba demasiado vacía, le sugirieron que volviera un tiempo a la
hacienda. Allí, Vitrivenia vino a ella.
—Señora, debido a la guerra, no he podido dar
cuenta de la presente situación de la casa.
—No me extraña, querida, yo
misma estoy ahora sola por ese mismo motivo.
Su cuarto estaba como lo había
dejado.
El lento ocaso turnio ya había
pasado cuando llegó un mensajero. Este tomó una copa preparada por
la misma Susnia, había corrido sin parar desde antes del ocaso. Al
fin, habló.
—Señora, vengo a decirte que el pelotón que incluía a tu esposo
como uno de sus grandes generales, el gran Mirrón, ha sido atacado
por sorpresa por los descendientes
de nuestros funestos enemigos, los hijos de Quilias. Poco sé, sin
embargo, mas un soldado que estuvo allí se dirige hacia aquí para
informarte con noticias. Te advierto que no son buenas, ¡oh, señora!
Las noticias dejaron blanca a
Susnia. Fue generosa con el mensajero y lo despidió. La tita y las
criadas la rodearon con caras desesperadas, pero ella habló con
decisión.
—¡Aún no elevéis vuestra
voz! No sabemos qué ha ocurrido exactamente, dejad que venga el
segundo correo. ¡Y chitón!
Las mujeres se admiraron de tan
altiva señora. Se dedicaron a sus labores, inquietas, pero Susnia
cosía magníficos tejidos sin dificultad. De hecho, el trabajo la
ayudaba a no pensar. Por fin llegó el mensaje. Un soldado, con
sangre reseca en la cara, le dijo con voz exhausta.
—¡Desgraciado revés! Tu
esposo, noble hembra,
ha caído en las manos de los arrogantes quilieses. Ved las presentes
mi rostro, manchado de la sangre de un amigo: estuve en primera
línea, pero nos rechazaron demasiado rápido.
Las mujeres iban a desmayarse,
algunas de natural, otras por no poder gritar de horror. Susnia se
levantó, cogió de la mano al mensajero y con cordialidad lo llevó
a otra habitación.
—Mil gracias, amigo, por
haberte apresurado. Por favor, aséate en los baños que tengo para
invitados plebeyos. No digas nada aún al siervo, te lo suplico.
Lo dejó y despidió con dulzura
a las mujeres.
—Intentad dormir, haré lo
mismo cuando ese hombre vuelva al cuartel.
Las esclavas, llenas de
gratitud, se despidieron cortésmente. La tita la abrazó, la
cara arrasada por
silenciosas lágrimas.
—Has reaccionado mejor que tu
abuela
cuando perdió a tu padre, pues eres más joven y no tienes
heredero—dijo, antes de besarla y salir.
Susnia despidió al hombre
cuando se aseó. Se sentía algo triste, curiosamente.
«Lo desprecio por haber dañado
a los pobres visitantes. Jamás quise yo infamarlos y fue un acto
brutal. Pero puedo en parte entender que Mirrón fue desventurado. Le
tocó enfrentarse a rivales que le llevaban casi quince cuentas ogdo
de ventaja. ¿Cómo derrotar a semejantes rivales sin el
concurso de una fuerza
aplastante?
Infamarlos le debió de parecer la mejor solución para ganar estima
delante de todos».
Suspiró y contuvo las lágrimas.
«Y
bueno, no tiene la culpa de ser un maricón. Al menos es amable con
sus soldados, aunque sean de una clase inferior. A decir verdad, se
sintió ya él como me siento ahora. ¿Quién nos ha declarado
superiores? ¿Nuestros antepasados? Los visitantes divergían en sus
descripciones de la antigua humanidad, pero todos coinciden que la
diferencia tan severa entre amos y esclavos no pudo existir. Había
seguramente jefes carismáticos, eso era todo. ¿Qué clase de
hombres eran nuestros antepasados? Aunque algunos de los visitantes
afirman que fue un proceso seguramente gradual, relacionado en parte
con, ¿cómo la llamaron?, la veneración a los dioses».
Se secó una lágrima rebelde.
«Y
al menos le admitiré que ha salido en nuestra defensa. Sí, al fin y
al cabo, si nosotros esclavizamos a otros, las armas son lo único
que nos librará de que
otros nos hagan lo mismo. Me habrá decepcionado como marido y hasta
como ser humano, pero como guerrero ha demostrado estar al servicio
de todos nosotros. ¡Bravo, Mirrón!»
Aquí hizo un inciso.
«Aunque
supongo que a nuestros esclavos quizás ya les dé igual. Los
visitantes han mellado nuestro...
«amor al saber»,
eso es. No darán discursitos, pero más de uno debe de pensar de
tanto en tanto algo como que '¿Y si llevaran razón?'. Cuentas ogdo
de incuestionable jerarquía social, rotas por once tipejos».
—Quizás sea eso—habló en
voz alta—Basta con que alguien cuestione algo. Si tiene resistencia
por sí sola, es real. Si no, es sólo una interpretación, aunque
pueda estar basada en sólidos hechos.
«Y yo esperé de él algo que
no podía darme: felicidad. ¿Qué culpa tiene él de que yo quiera
ser amiga de mi esclava? Al fin y al cabo, los dos estamos atrapados
en un mundillo que creíamos totalmente coherente porque todos lo
admitían».
En este punto, se asomó a la
ventana y se quedó observando a dos siervos que discutían. Desde
donde estaba, no podía dilucidar el motivo.
«Bueno, eso es un decir. Seguro
que muchos de ellos se preguntaban el porqué de haber caído en la
servidumbre, pero algunos, quizás la propia Vitrivenia lo hacía, se
preguntaban
el porqué del... la
«organización unida»,
eso es lo que decían los visitantes. Fingen admitir que es
coherente, porque al fin y al cabo no
quieren morir y tienen a sus seres queridos».
Se apartó de la ventana y miró
hacia la pared, en esa dirección se situaban los barrios plebeyos.
«Que
yo sepa, el único que se ha opuesto públicamente
a la esclavitud por temas
morales es ese muchacho, Blusio, el hijo de Coitón. Su amigo de la
infancia, Chiastro, también se opone, pero por sus intereses:
asegura que los esclavos les quitan el trabajo a los plebeyos,
quienes acabarían siendo esclavos a su vez cuando no pudieran pagar
sus deudas. De todos modos, las
criadas han estado comentando
que han acabado influyéndose mutuamente: a Blusio le interesa el
posible fin de la clase plebeya y Chiastro ya admite sin tapujos que
compadece a los esclavos. Sus hermanas han acabado por compartir sus
opiniones, en el caso de Criolia no es que me asombre porque se
parece a su hermano, aunque el de Petrila sí porque era una mujer
que despreciaba a
cualquier extranjero. Al
final ha acabado admitiendo que algunos pueden ser muy simpáticos y
que el aislamiento sólo lleva al atraso. Los visitantes del otro
mundo y sus curiosos conocimientos no han podido sino fascinarla».
Susnia suspiró y su mirada se
posó sobre el barrio noble.
«Bueno, tenemos la vieja casa
de los Inios. Nunca se han destacado por ser crueles con sus esclavos
y, aunque les gusta llevar ropas llamativas, los alimentan muy bien.
Puede que a su manera sepan que no son realmente superiores ni a los
plebeyos ni a los esclavos y por ello tienen tan buena imagen: es que
creen en lo que hacen. Además, tienen en su haber muchas
manumisiones, y no sólo porque hayan tenido muchos esclavos. Incluso
a los de la gleba les ha tocado suerte en esa casa…»
Susnia sabía que había otras
casas donde los esclavos vivían razonablemente bien.
«Pero la abuela me crió no
sólo como a una noble, sino como a un milagro. Viviendo
sola, me he acostumbrado en exceso a ser la primera, una reinecilla a
la que todos miman. Ahora me he dado cuenta de que en la vida hay que
ceder. Los actos oficiales y las visitas no cuentan, por supuesto,
ahí sabía que me observaban. Pero he aquí que casarse significa
pensar en tu marido y ser ama pensar en tus esclavos, aunque sólo
sea porque necesitan comer y dormir. ¡Ay! Sé que suena hipócrita,
pero jamás pedí ser la señora».
Mientras observaba a un siervo
mayor separar a los siervos que discutieran antes, se decidió.
La tía Zrulia y Vitrivenia
entraron en silencio. Era raro que la señora las llamara a esas
horas. Ella no quiso inquietarlas más.
—Amigas—ambas sufrieron un
respingo—, pues lleváis tantos años a mis lados que injusto sería
llamaros por otro nombre: mi marido, el bravo Mirrón, podría estar
preso. Sólo somos mujeres en esta hacienda, pero si algo me han
enseñado ciertas personas—y aquí levantó una mano para reclamar
silencio por parte de la tía—es que eso tampoco me hace una
desvalida. Voy a salir, pues, para negociar personalmente su
liberación o la devolución de su cuerpo.
La tía se cayó al suelo. Sin
hablar, Susnia se levantó, fue hasta ella y la alzó.
—Tita, por favor, no me lo
hagas más difícil—le dijo con tal firme amabilidad que la vieja
se recuperó de inmediato.
La soltó, le acarició el pelo
y le indicó a Vitrivenia que se acercara. La acarició también, con
verdadero afecto. La muchacha no estaba menos asombrada que la vieja.
—Por lo tanto, he aquí que
iré de incógnito. Es momento de decidir quién podría ser un
acompañante discreto y fiel. ¿Sugerencias?
Ninguna de las dos, sierva y
liberta, habló. Finalmente, con mucha timidez, Vitrivenia habló.
—Señ... Señora—tomó aire
y habló con decisión—Esas personas de las que hablasteis antes
siempre confiaron mucho en Salverio y Crotonio.
La tía abrió tanto la boca que
Susnia habría podido meterle
el puño sin problemas. Asintió
a Vitrivenia.
—Dicen que los trataron con
mucha cortesía después de lo que pasó. Si esto es así, a ti te
tratarán todavía mejor—continuó Vitrivenia sin preocuparse.
—Salverio lo hará. A Crotonio
le gustaba una de esas personas y no creo que quiera verme
ahora—decidió
Susnia—Enviad con suma discreción a un mensajero, a ver si podemos
verlo a una hora poco habitual. ¿Está en la ciudad o me equivoco?
—Está—confirmó la tía,
quien salió a cumplir la orden presta.
Susnia y Vitrivenia se
observaron sin hablar. Susnia se sentó e invitó a Vitrivenia a
hacer lo mismo en una silla frente a ella.
—Hay que ver, Vitrivenia, cómo
es la vida—dijo la señora con una sonrisa triste—¿Cómo decía
Anus...sh? «Quien a espada mata a espada muere».
—Exacto, señora.
—Puede que nos hubiéramos
odiado a pesar de todo—dijo Susnia, con la misma sonrisa—, pero
deberíamos haber procurado que no sufrieran ese daño. O quizás,
nadie. Bien mirado, cuando alguien—a Vitrivenia no se le escapó el
modo neutral de hablar, arqueó una ceja un poco sorprendida—se
enfrenta a ejércitos, no es un cobarde. Distinto es el caso de
quien, armado, ataca a seres indefensos. A esos los marcaría yo
misma.
Vitrivenia la miró con gran
atención. Entendió lo que quería decir. La tía volvió.
—Bien, queridas mías—ellas
la miraron intensamente y suspiró—Esperemos lo mejor.
No se hablaron durante un rato.
Al fin, Susnia daba
golpecitos en la silla.
—Esto es la realidad—dijo,
sin añadir nada más.
La tía la miraba con respeto,
Vitrivenia parecía verla desde una nueva luz. Entonces, volvió el
mensajero y confirmó la cita.
Salverio llegó por fin a la
hora convenida y se le hizo pasar. Se movía con gravedad.
—Cuando tu abuelo vivía,
venía bastante, respetable joven.
—Menos cortesías, celebrado
comandante, y vayamos al asunto.
Le expuso en pocas palabras sus
intenciones. Salverio, curiosamente, la escuchaba sin replicar. Sólo
la tía Zrulia estaba presente, habían decidido que Vitrivenia
merecía descansar.
—Así, amigo, necesito tu
ayuda. Llévame directamente hacia donde estén los arrogantes
quilieses. A arrogancia pocos ganan a esta muchacha que tienes
delante y de mi abuela he aprendido un poco del arte del negocio. Por
supuesto, no sólo acudiré en pos de Mirrón. Salvaré a cuantos
pueda. Y no creas que exigiré luego el dinero de vuelta.
Salverio se levantó.
—También te pareces a tu
abuelo, un poco. Cuando tuvo lugar cierta batalla en la que también
hubo prisioneros, él acudió en socorro de sus compatriotas. ¿Sabías
que tu abuela se quedó prendada de él por ese detallito?
Susnia parpadeó. Sabía
que su abuela solía hablar de su generosidad.
—Pues
nunca. Me lo podrás
contar mientras vayamos allí.
Tía, trae bebidas para despedir en buena hora a mi guía.
La tía salió. Salverio no se
contuvo.
—Sin embargo, y como he oído
que a ella no le agradaban,
te lo digo ahora
que estamos solos: parece que ciertas mujeres han creado precedentes.
Susnia sonrió.
—Bueno, ahí tenemos las
historias de aquellas buenas reinas de Turnia que salían al mundo
con espada y todo. ¿O no las crees verdaderas, Salverio?
Él sonrió con cierta ironía.
—Que hubo y hay mujeres que
salen al mundo con arrojo, y no precisamente de otros mundos, claro
que lo creo. Pero que fueran reinas... Piensa en la historia de la
reina Cladris, de una pedrada mató a una bestia.
¿Y no te parece rara semejante arma? ¿No habría usado una reina un
arco, uno incluso bueno para aquella época? Una piedra es un arma
ocasional, es un arma de pastora.
—Bueno, mi primer tutor me
contó que, en la antigüedad, los reyes eran tan pobres que se
dedicaban a trabajos perfectamente humildes...
—O simplemente no eran reyes
tales
pastores... o pastoras—dijo Salverio.
Susnia calló una exclamación.
La tía Zrulia sirvió la bebida y ambos bebieron y hablaron de la
expedición. Susnia acompañó a Salverio mientras Zrulia iba a por
un muchacho que los guiara hasta fuera.
—Así que compartes la opinión
de Esfiachana y del resto: los relatos de reyes se inventaron sobre
hazañas de diversas gentes.
—Sí. Siendo honesto, creía
en ellos hasta que me familiaricé con
el ejército. Las fuerzas de un hombre no son cosa
que pueda variar tanto como pretenden esas historias. Y, aunque no
desprecio la moraleja de algunas, el día que vi a una pastorcilla
romperle un diente a un depredador,
temible, de una certera pedrada, entendí que la dicha Cladris era
otra pastora que llegó quizás a ser reina, pero al principio tenía
tan pocas esperanzas de ser reina como aquella.
Susnia sonrió irónica. Cuando
volvió la tía con el lucero, lo dejó marchar.
Cuando al fin llegó el día,
Susnia les dio instrucciones precisas.
—Decid que estoy indispuesta,
por ejemplo que quizás esté embarazada o preocupada por la guerra.
Vitrivenia, te haces cargo de todo, la tita quiere hablar con mi
abuela.
La agarró por los brazos.
—Confío en ti más que en mí
misma—la besó en ambas mejillas.
Luego hizo lo propio con la tía,
quien claramente se abstuvo de dar mayores muestras de cariño para
no hacerla parecer una niña. De camino hacia la ciudad, con las
estrellas aún titilando, Susnia habló con una curiosa alegría.
—¡Quién iba a decirlo!
Salverio, habrías protagonizado la revolución «bolchevique»—lo
dijo a la perfección—de Turnia si hubieras tenido ocasión, ¿eh?
Salverio se encogió de hombros.
—Si hubiera creído que los
plebeyos corríamos peligro, sí—admitió—Desde luego, ¡quién
sabe que habría ocurrido si yo, sin ningún otro mando superior a
mí, hubiera conocido a Esfiachana! Desde luego que esa mujer me ha
ayudado a articular ideas que ya había pensado de modo desordenado.
—Pero claro, hay esclavos—dijo
Susnia con ironía—El típico plebeyo piensa «Al menos no soy un
esclavo y puedo comprar uno si gano dinerito».
—¡Para qué engañarnos! Sí,
joven altiva. Aún así, te diré esto: tu marido ha sido quien más
cerca ha estado de provocar un estallido social.
Susnia asintió callada durante
un buen rato.
—Sí, claro, por su estúpido
proceder con los visitantes. ¿A santo de qué? ¡No eran bandidos ni
piratas!
—En efecto. Hasta para el más
bruto de los soldados turnios, alguien que jamás ha atacado un
pueblo y se defiende contra un ejército no es un vulgar bandido. Es
un soldado, aunque sea de un país que jamás haya visitado.
—Aún así y todo, hubo quien
se habría beneficiado a las mujeres, ¿no?
—Ya, bueno, pero no creas que
no tenían respeto por sus habilidades físicas. Se lo planteaban más
como tenerlas de amantes que lo
que suele ocurrir.
Susnia sonrió con amargura.
—A lo mejor tengo algo del
bisabuelo que era dueño
de sus
siervas, pues tampoco me
horrorizan estos temas.
¿Habías oído esa historia, Salverio?
—La verdad sea dicha, entre
los esclavos de varias haciendas lo han transformado en una historia
de terror popular, pero los detalles son tan exagerados que es hasta
inverosímil para la mayoría. A mí me lo explicó cierto capitán a
propósito de tu padre.
—¿Y qué decía el capitán?
¿Que padre era un imbécil y cobarde, justo al revés que su bravo
abuelo?
—¡Oh, no! La verdad es que tu
padre tampoco era tan cobarde. Más bien...
—¿Tonto?
—Sí, ¡para qué engañarnos!
Pero al menos el capitán le reconocía bastante camaradería por
parte de un noble. De tu abuelo, sin embargo, tenía una opinión
nefasta.
«—Fíjate,
Salverio—me dijo un día—, que el padre de este muchacho también
nos mostraba camaradería
pero además
muy buen militar. Sin embargo, su abuelo materno era arrogante. Nos
miraba como si fuéramos basura y encima era un prepotente que huía
tan pronto como veía dificultades. Su muerte, y sé que eres lo
suficientemente juicioso para no ir contándolo por ahí, es la más
ridícula que haya presenciado personalmente: resulta
que nuestro Poderoso Señor se había malacostumbrado en su hacienda
a hacer de las criadas sus mancebas, cosa esta que es la primera que
un noble jamás debe intentar. Tener una, dos, incluso cinco mancebas
se puede entender, pero siempre teniendo cuidado de que tienes al
heredero oficial bien vivo y de que si te sale algún hijo, a los
chicos los haces plebeyos y a las chicas que sean criadas de tus
hijas. Pero aquí nuestro Fecundo Dios prácticamente hizo de la
mitad de las muchachas, y ya por entonces tenían casi
una pequeña nación, sus
compañeras de cama. ¡Para qué andarnos con tonterías! Salverio,
las cazaba, y de modos que incluso a mí me resultan infames.
Pues nuestro amigo, bien lo entenderás, tenía problemas para la
disciplina y raro era que
no intentara violar a alguna chica en cualquier aldea. Pues he aquí
que un día lo intentó con una sacricia que era cazadora y una de
esas mujeres de gran coraje, hijo mío, y la sacricia le metió tal
tajo, ¡que
le cortó los putos cojones por la mitad! Se desangró. Nuestro
general prefirió, por temor al padre, que figurara como accidente.
Pero no faltaron lenguas que lo contaran, porque al fin y al cabo
nadie lo respetaba. Lo más gracioso es que el padre, al saberlo,
sólo comentó 'Culpa mía, jamás supe enseñar
a este chico' y casi quiso disculparse con nuestro general, pues
era otro militar que sabía de nuestros sacrificios».
Susnia asintió.
—Pues
la abuela no me contó la
historia, pero tengo
clarísimo que tenía mala opinión de él y, de hecho, me instruyó
para que jamás le
faltara el respeto a nadie que fuera libre, sin importar que fuera
pobre como una rata... Ahora lo entiendo todo... ¡Compadezco a la
pobre!
Y siguieron hablando en el
carruaje que tomaron. Los soldados miraron a Susnia con cierta
curiosidad, pero no dijeron nada. Susnia no lo había pensado del
todo, pero intuía que estaba haciendo algo extraordinario.
Y así, Susnia por primera vez
en su vida antepuso a otra persona a sí misma, a pesar de que no le
caía muy bien.
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