Y así comenzó la leyenda de la buena Vitrivenia, la mejor esclava
de Turnia. La señora Mumnia ya había percibido que aquella niña
parecía tener buen juicio, pero cuando la oyó hacer esa pregunta,
no reprimió su reconocimiento.
—¡He aquí a la niña!—dijo, pues necesitaba a una sierva que
fuera la compañera ideal de su pequeña Susnia.
Ya habían demostrado ambas niñas tenerse simpatía, pero a partir
de ahora vivirían prácticamente juntas. No obstante, prefirió
esperar a que pasara una crienia y media, sólo para ver si
Vitrivenia se mantenía firme en su resolución. La niña siguió
actuando bien, para contento de su señora, hasta que un día su
criada de confianza, Zrulia, le habló así:
—Mi vieja y querida señora, ¿no ves acaso que la niña tiene
todas las dotes y está ya esperando a que empieces a enseñarla en
serio a ser una buena criada de caserío? ¡Métela en casa ya!
—¿Lo crees? Simplemente no quería que la familia se ilusionara en
vano. Está respondiendo muy bien, pero tampoco he visto que me
solicitara de nuevo.
—Porque la niña, señora, es tan prudente que sin duda teme que
insistir sea visto con malos ojos. ¡Hete aquí a una magnífica
criatura! Señora, no lo dudes: es mejor que, siendo tan inteligente,
sea prudente a que sea ambiciosa. En este segundo caso, se
interesaría menos por la joven señora Susnia que por sí misma, su
familia o algún más que posible enamorado, porque esta niña será
también hermosísima.
Susnia estaba delante y ya era lo suficientemente madura para atender
a sus mayores aunque no se dirigieran a ella, y se lo contó después
a Vitrivenia. A la abuela no le hicieron falta más pruebas y habló
con los padres, que a punto estuvieron de sufrir un desmayo de dicha.
Así, Vitrivenia empezó a pasar largas temporadas con Susnia, sin
dejar de perder el contacto con sus familiares.
—Al fin y al cabo—dijo la abuela en otra habitación, sin saber
que la interesada estaba escuchando por casualidad—, es necesario
alguien de la gleba para que les hable en su propio idioma. El peor
fallo que cometen otras matronas con sus criadas es hacerlas de
cristal: bonitas, educadas con esmero, pero que no entienden a sus
propias madres, que lavan la ropa en el arroyo. Una criada ha de
estar para que sea el contacto entre la señora y los demás siervos,
nunca para agradar a los visitantes, que a lo mejor luego te la
compran y la meten en un picadero, causando al cabo problemas con los
hijos ilegítimos que les dan.
En algo se equivocaba la abuela, ya que la espabiladísima Vitrivenia
tenía una gran ambición: sobrevivir y procurar que al menos en esa
hacienda fuera llevadero ser esclavo. Conforme fue madurando, empezó
a entender que tenía ciertas ventajas que no debía desperdiciar:
allí sólo había señoras. No le cupo duda de que en otras
haciendas, los señores hacían de sus esclavas sus juguetes
eróticos. A veces, con el consentimiento, interesado o no, de la
propia belleza, en otras tantas, a la fuerza.
Pero más sorprendida se quedó cuando supo que los señores también
abusaban de los esclavos, es decir, de los varones. ¿Qué sentido
había en ello? No podía preguntarlo, aunque de algunos comentarios
al azar descubrió que a algunos varones les gustaban más sus
compañeros de sexo que las mujeres.
Los visitantes ya la agitaron totalmente cuando le revelaron que en
sus mundos era algo que en algunos países ya se había asumido. ¡Y
que además a algunas mujeres les gustaban más las mujeres que los
hombres!
—A mí me gustan ambos sexos—le dijo Yekaterina con una sonrisa
pícara.
Pero de cualquier manera, al menos Vitrivenia logró que su pequeño
mundo fuera seguro y cómodo. Era fácil vivir con la señora Mumnia.
Sólo quería dinero, para lo demás era bastante complaciente. Por
su parte, Susnia parecía que iba a ser menos avariciosa que su
abuela y mucho más cercana.
«Así podré ser la protectora de todos», pensaba.
Mientras, cuando las visitas empezaron a fijarse en una niña tan
solícita, hermosa y educada, no pudieron dejar de hablar de ella. La
fama de Vitrivenia parecía ya segura.
—En nuestro mundo, habría aparecido al menos por la «visión a
distancia» de una región importante—dijo Julio, así de pasada.
Y con comentarios como estos, para los visitantes absolutamente
inocentes, Vitrivenia empezó a dudar. Porque la joven ya había
creado su cosmovisión. Ella podría ser una sierva modélica, capaz
de interceder ya por otros. Pero entonces llegaron los curiosos
habitantes del otro mundo. Vinieron diciendo que en sus mundos ya no
había reyes en muchos países, que incluso la mayoría de los que
quedaban eran relativamente poco poderosos, que la esclavitud era
ilegal en la mayoría de países y que no era malo demandar iguales
derechos que los nobles.
«Me asombra que no acabaran muertos», pensaba Vitrivenia de tanto
en tanto.
Había sido una posibilidad, no por su falta de conocimientos
relativos a ciertas prácticas elementales que en su mundo se habían
perdido, sino por la cosmovisión que traían.
«¿Igualdad entre los seres humanos? ¿¿Libertad para todos?? ¿¿¿No
seguir el dictamen de los arúspices??? ¡Mira qué locuras! Desde
luego, los trajo aquí una diosa absolutamente chiflada, o
simplemente que se complugo en sus padecimientos».
Aunque por otro lado, llegaron a tener voz. Los dictámenes de la
médica para prevenir enfermedades eran acertados. Sus conocimientos
de cálculo eran inauditos, en especial los de Julio. Sviatlana era
una militar competente, como demostró defendiéndose de su captura
definitiva, que fue en realidad por exceso de contendientes y no por
falta de estrategia. Cuestionaron las bases de la religión turnia,
especialmente entre Akakios y Anush. Obligaron a admitir que una
mujer podía ser realmente dura a muchos que se habrían tragado un
sapo antes que admitir un caso rarísimo, aunque sólo fuera viendo a
Sachiko trepando árboles con facilidad. Yekaterina los fascinó con
su gracia, semejante a una ninfa del bosque. También supieron
incomodarlos, explicando cómo en su mundo ha acabado siendo el
dinero contante y sonante el verdadero baremo para ser distinguido,
en especial Peter, Ji-young y Luisiña.
Pero lo peor para Vitrivenia es que le recordaron que ella misma se
sintió triste cuando entendió que no podría ser libre si no se
daban circunstancias extraordinarias. No quería admitirlo, pero esa
gente tuvo la mala idea de hacer pensar a Vitrivenia que su situación
era injusta. Cuando ella vio que todo el mundo asumía la esclavitud
como la lluvia, asumió que debía ser así por la voluntad divina.
Pero vinieron esos «nacidos en lo ajeno» a contar que no, que ni
mucho menos. Que todo eso era una enorme injusticia, que la humanidad
había de hecho pervivido durante mucho más tiempo sin esclavitud.
Vitrivenia, aunque por fuera siguiera siendo la esclava modélica,
empezó a ver cómo esa gente derrumbaba su convicción en que la
«organización unida» (palabra que le enseñaron los visitantes
para hablar del orden socioeconómico y religioso) fuera correcto.
Empezó a considerar que era injusto que fuera esclava, que lo fueran
sus padres y sus hermanos, que lo fuera su abuela superviviente y lo
hubieran sido sus demás abuelos, que lo hubieran sido sus bisabuelos
y también sus tatarabuelos. Total, ¿por qué?
Por exigir la ciudadanía. Por no querer pagar un impuesto. Eso lo
supo Vitrivenia mientras crecía y aprendía con la señora Mumnia. A
ese acontecimiento se le llamó la Revolución de los Misanos.
Vitrivenia se hizo una idea tan coherente como pudo de todo el asunto
mediante diversas fuentes.
Misania fue una ciudad al sur de Turnia, emplazada cerca de un cabo.
Este cabo, ahora apenas considerable, era importantísimo para la
defensa de Turnia hacía cosa de una cuenta ogdo—de hecho, la
presente crienia la completaba—, porque su posición comprometía
las expediciones marinas de los turnios. Debido a ello, los turnios
se apresuraron a lograr que los misanos, como otros pueblos, fueran
sus aliados mediante compromisos muy elaborados.
Pero nada humano puede mantenerse indefinidamente. Turnia se volvió
con el tiempo más poderosa que sus aliados y ya no veía a sus
aliados como tales, sino que empezó a tratarlos como siervos de
primera. Los turnios se reservaron para ellos ciertos privilegios que
luego se expresarían como la «ciudadanía turnia». Para los
misanos, el mayor dolor era que estaban discriminados en ciertos
negocios de ultramar, lo que les dolía como hijos de la costa que
eran.
Así pues, algunas de las ciudades aliadas se rebelaron y exigieron
que se les concediera esa misma ciudadanía. Los turnios, al
principio, quisieron solventar el asunto mediante promesas vagas o
amenazas, pero los aliados estaban decididos. Una de las propuestas,
dirigida a los misanos, fue pagar un dinero en caso de querer tener
preferencia, a lo que estos respondieron que las olas del mar bañaban
a todos los que se acercaban a la orilla.
Ya se hablaba de guerra en la región, cuando un mal día, dos
destacamentos de turnios, uno por agua y otro por tierra, arrasaron
Misania, ejecutaron a sus líderes y esclavizaron a los demás. Los
demás aliados, aterrados, rindieron armas. Los turnios aseguraron
que los líderes de los misanos habían negociado con los arrogantes
quieleses, enemigos jurados de los turnios.
Los quieleses, a propósito, juraron mil veces jamás haber oído de
semejante propuesta. No es que les doliera el destino de Misania,
sino que querían dejar claro que ellos no estuvieron relacionados
con los conflictos entre los turnios y sus aliados.
Pero centrándonos en nuestros pobres cautivos, oyó que se los
repartieron los ejecutores del golpe militar y que el abuelo de la
abuela, tatarabuelo de su joven señora Susnia, fue quien propuso
repartirlos en los trabajos más serviles: haciendas, minas, canteras
y salares.
—Y llevémoslos a nuestros pueblos, para que estén aislados entre
los nuestros. Así recordarán siempre que están rodeados por
enemigos. Y nuestros hijos, viéndolos, recordarán que nunca deben
descuidar que los aliados se vuelvan tornadizos.
A todos pareció bien la propuesta y como su maniobra había sido
impecable, se quedó con un buen botín, cerca de dos centenares de
siervos. Aunque el hombre ya partía con un patrimonio envidiable,
buena parte de la razón de la fabulosa fortuna de la señora Mumnia,
su nieta, nació de los réditos que sacó a aquellos siervos, a los
que exprimiría con contratos increíblemente caros.
Por supuesto, la familia siguió adquiriendo siervos, pero en aquella
hacienda el núcleo estaba formado por los descendientes de misanos.
Cierto detalle personal lo supo Vitrivenia por una vieja un poco
extraña, a quien no todos entre la gleba tenían en buena estima. Si
bien el tatarabuelo de la muchacha por línea masculina había estado
entre los capturados, su bisabuela, mujer del hijo de este hombre,
era hija de uno de sus líderes. Sólo había sobrevivido la línea
femenina, considerada incapaz de venganza y más útil por varios
motivos.
—Tienes sangre de reyes en tus venas, Vitrivenia querida—le decía
la vieja, halagándola—Así se comprende tu porte regio...
«¡Para lo que me sirve...!», pensaba Vitrivenia, melancólica.
Si se había librado de vejaciones, había sido por su ingenio
natural.
—Vieja, aquí todos están emparentados—decían los visitantes al
oír a la vieja—Aquí todos son hijos de reyes y nietos del cielo,
viendo el chaparrón que les lleva cayendo desde que han nacido.
Los visitantes y la vieja se mostraban muy hostiles los unos contra
la otra. Y de aquellos, fue Sviatlana, quien pasó algún tiempo con
un primo de la señora aficionado a sus historias militares del otro
mundo, quien le dio el último dato interesante de la historia de los
misanos.
—El otro día, el tipo se sentía indispuesto y no tuvo mejor idea
que tomar esos mejunjes que son revoltijos de «generadores de
alucinaciones», y me contó la verdad sobre la captura de tus
antepasados. ¿Quieres que te lo cuente?
Vitrivenia miró alrededor, y dijo con voz queda:
—Mi señora sabe que soy una sierva honesta—pero con los ojos le
dijo que sí, con discreción y sin que se enterara Zrulia, la jefa
de las siervas.
Después de todo, los quieleses dijeron la verdad. Nunca existió tal
oferta, los turnios aprovecharon el viaje de un misano a la costa de
aquellos (posiblemente para hacer algún acto de piratería) para
luego fabricar que era un intento de alianza con los arrogantes
hombres de tez oscura.
—Parece que el secreto ha pasado a formar parte de los ritos de
iniciación de los nobles turnios. A mí me lo ha dicho porque le
caigo simpática, tengo la sensación de que me ve como el hijo que
nunca tuvo—le dijo la alta mujer de ojos del mismo color que el
cielo.
—Pero si eres...—dijo Vitrivenia, realmente asombrada, y se
detuvo porque sabía que era obvio.
Sviatlana se encogió de hombros. Conocer la procedencia de los
esclavos hizo que los visitantes se volvieran más obstinados en sus
discursos sobre la dignidad humana y similares. Y hacían que la
propia Vitrivenia se sintiera mal. ¿Qué querían los del otro
mundo? ¿Montar una revolución como la del tal Espartaco o, todavía
más monstruoso, una nueva revolución de los bol… bolche... ‘los
de la mayoría’, como le gustaba recordar a Sviatlana? ¿Con qué
iban a luchar los esclavos? Vitrivenia ya se había dado cuenta de
que si los capataces y los soldados eran profesiones diferentes era
para que, en caso de rebelión, los esclavos tuvieran las armas menos
poderosas posibles. Imposible aún más en esa hacienda, tan bien
situada para que quienes vivían dentro, atrapados, estuvieran en
posición de inferioridad si decidían resistir. Sería un suicidio
en masa, otro concepto de los «otromundos».
«Además, hay otro factor: la mayoría no lo entendería. Lo que
quiere un esclavo es dejar de serlo. Un concepto como ‘el honor de
la humanidad’ ni se les pasa por la cabeza. ¿Evitar los tratos
degradantes como concepto teórico? ¡A la mayoría le importaba más
evitarlos para ellos!»
Los visitantes no se sorprendieron. Entre ellos, entendían que había
buenas razones para esa actitud, aunque diferían en sus causas. Como
ya ocurrió con la discusión en torno a la Estatua de la Buena
Sierva, sus opiniones estaban divididas. Algunos consideraban que la
esclavitud era la consecuencia de un orden cultural perverso, los
otros que era una de las peores muestras del egoísmo humano. En
realidad, ninguno de los visitantes rechazaba que ambas fueran
ciertas, pero disentían en cuál era la principal. Empleaban algunos
ratos libres en discutir al respecto. Entonces Vitrivenia aprendió
algo que los visitantes le habían dicho, pero que sólo comprobó
allí: que sólo la duda ayuda a pensar.
Las ventas no llevaron mucho tiempo. Las mujeres le hablaron antes de
que se marchara.
—Luego, ¿ya no veremos a la alegre mujer del pelo dorado?—preguntó
Criolia con manifiesta preocupación—Nos alegra verte, hermosa
Vitrivenia, pero le hemos cogido cariño a Ikatarina—declaró,
usando la pronunciación local del nombre de Yekaterina.
—Temo que no, estimada turnia—dijo Vitrivenia, educada—Mi
buena, justa y piadosa señora Susnia no tiene más paciencia con sus
desplantes. Sé que aquí hizo un trabajo extraordinario, y por
razones similares cualquiera de los demás tendrá sus defensores,
pero de verdad que es difícil habérselas con un esclavo que añora
de tal manera su—hizo una pausa, fingiendo toser—libertad.
La vieja Mioria suspiró con fuerza.
—Creo que aún sigue, con todos los demás, en el mercado, pero me
entristecería verla allí. Mi hijo, como hizo buenas migas con dos
de los hombres, ha ido a ver qué tal les va.
Vitrivenia asintió de manera grave, pero humilde.
—Es una verdadera lástima...—dijo Petrila, de pronto.
A Vitrivenia le pudo la curiosidad y adoptando sus mejores maneras,
la abordó con tal cortesía que la mujer se sintió incluso
cohibida.
—Apreciable mujer libre, a la que esta desdichada no llega ni a la
suela de las sandalias, había oído que no te gustaban los
extranjeros.
Petrila, al entender qué le decían, se relajó y pasó un tiempo
antes de que pensara la mejor respuesta que se le ocurrió.
—Y no me gustaban... pero últimamente me importa menos que alguien
sea extranjero. Y les tenía mucha simpatía a esos mucha... a esa
gente.
«¡Increíble! Si os hubierais preocupado por agradar a la señora
Susnia la mitad de lo que os debéis de haber trabajado a esta
plebeya, no os habrían echado ni aunque hubierais quemado la
mansión. De verdad que no os entiendo, aunque sí comprendo vuestras
razones. Es que somos de mundos distintos, literalmente».
Se inclinó correctamente y se despidió adoptando la fórmula
protocolaria.
—Si vosotras, mujeres hacendosas, no me necesitáis, me retiraré.
Mioria se golpeó la cadera.
—¡Caramba! ¡Ya había olvidado cuál era la despedida! Ikatarina
se iba saludando con el brazo.
Criolia asintió. Petrila refunfuñó un poco y declaró:
—Si encima vamos a echar de menos hasta cómo andaba la jod...
«¡La madre que la parió!», pensó Vitrivenia y se sorprendió por
pensar una expresión tan populachera, «¡Y mira que le dije que
fuera cortés! No, si han sido más libres que yo, después de todo».
Se volvió a inclinar, se dio la vuelta y se marchó. Miró hacia
donde el sol se levanta. Tres calles más allá, el mercado de
esclavos tenía a los visitantes como oferta del día, quizás.
«La señora Susnia ha insistido mucho en que les pusieran carteles
advirtiendo de que son listos, pero tercos y respondones. ¡Pobrecitos
de los niños!», a punto de llorar, siguió su camino.
Pero vio a Blusio, quien la reconoció. La llamó amablemente.
—¿Qué tal? Parece que ahora haces el trabajo de Yekaterina, ¿eh?
«¡Caray! Lo ha dicho sin dudar. Se ve que se ha tomado la molestia
de aprender el nombrecito de marras».
—Sólo temporalmente, bravo turno—dijo, inclinando la cabeza
lentamente—Mi señora ya está buscando a una nueva vendedora, pero
nos va a costar encontrar a otra con tanto talento.
—Siempre podríais contratar a una plebeya—dijo Blusio,
tranquilo.
No era una acusación, sino algo para él obvio, pero Vitrivenia
sabía que, como sierva, debía fingir que su señora era la más
sabia de la historia de Turnia dentro de su clase social. Siendo
Susnia de las familias más ricas, no le suponía queda en el
ridículo exagerar.
—Mi señora sabe bien qué es lo mejor. Ella adora, como su abuela,
lo que le legaron sus antepasados y procura aumentarlo. Prefiere usar
a su propia gente que a extraños que, al fin y al cabo, tienen otros
intereses.
Blusio la escuchó con gravedad. A Vitrivenia le pareció que era
seguramente el hombre más bondadoso de toda Turnia. Le habría
encantado conocerlo mejor, pero sabía que era imposible: sería
visto como una estrategia para ganar su libertad y además tenía a
Petrila de prometida, cuyo mal carácter tenía cierta fama. Siempre
podía pensar en él mientras «soñaba despierta», una expresión
que le enseñaron los «otromundos» para referirse a imaginarse otra
vida, cosa frecuente entre esclavos.
—Claro, siempre pensando en los negocios propios—declaró, serio.
«¡Qué agudo! No ha dicho nada malo, pero su mirada revela que
censura la actitud de los nobles. De verdad, Blusio, que de ti sí me
esperaría una revolución justa».
—He visto en el mercado de esclavos a los visitantes, pero de
lejos. Estaban hablando con la subastadora. No parecían
desesperados… Antes bien, la subastadora los miraba con fastidio.
Vitrivenia se contuvo como pudo y habló con enorme calma.
—Amable vecino, ¿qué tal están los niños?
Blusio calló un momento, buscando las palabras más suaves.
—Se los ve emocionados—dijo, al fin.
Vitrivenia le agradeció de corazón su eufemismo. Debía marcharse y
ya iba a empezar la fórmula, cuando él la interrumpió.
—Espera, Vitrivenia. Díselo a tu señora si lo consideras
importante, ten claro que no diré que te voy a contar esto. Mi amigo
Chiastro y yo vamos a empezar una facción en pro de la abolición de
la esclavitud. Quiero decir, totalmente, liberándoos a todos.
«Se detuvo mi pobre corazón», pensó Vitrivenia, pero no era así,
«¡Estoy soñando! Diosas de la claridad, no dejéis que vuestra
pobre Vitrivenia sufra alucinaciones, menos aún las halagüeñas,
pues al despertar me sentiré desolada».
—¡Sin habla estoy! ¡Ay, encantador joven!—esto no era una
simple fórmula de cortesía—Mucho me temo que vuestra compasión
no dé frutos. ¿Acaso Turnia ha sido alguna vez sin esclavos?
Piénsalo, es mejor que tu amigo y tú hagáis como hasta ahora,
solicitar que se limite el número para así podáis los plebeyos
trabajar.
Blusio sonrió. Era una sonrisa que sólo podía exhibir alguien
feliz por el prójimo.
—Esa era la estrategia de Chiastro, debo admitir que hasta ahora ha
dado frutos. A Chiastro siempre le preocupó el trabajo, como bien
dices. Pero ya no es sólo eso. Ahora no le importa admitir que nunca
ha considerado justo que haya esclavos en primer lugar.
«Y viendo cómo ha cambiado su hermana Petrila, sé bien gracias a
quiénes».
Por fin hizo la fórmula de saludo y se despidieron. Vitrivenia fue
rápido dentro de los límites considerados honestos en una criada de
palacio. Nadie le dirigía la palabra porque todos sabían que a su
señora Susnia le era muy cara.
Una vez en casa, se dirigió a la tita Zrulia. Esa mujer, según dijo
la abuela paterna de Vitrivenia hasta su muerte, era muy parecida a
la abuela de la señora Mumnia.
—Es decir, a la madre del padre de nuestra buena señora. Su viva
imagen...
—Madre—decía el padre de Vitrivenia, disimulando su turbación—,
no digas esas estupideces delante de los críos, que las repiten sin
juicio alguno.
Tiempo después, se enteró de que el padre de la señora Mumnia era
uno de esos señores que hacían de las siervas su divertimento y que
había abusado posiblemente de la mitad de las mujeres de dos
generaciones, a veces a la madre y a las hijas el mismo día. Por
supuesto, Vitrivenia nunca quiso enterarse de si la madre de la tía
Zrulia había sido una de las víctimas, pero jamás pudo olvidar el
comentario de su abuela al ver que la señora Mumnia insistía en que
la llamaran «tita».
Era imposible que esa mujer fuera ignorante al rumor. Vitrivenia
entendió por instinto que había llegado a esa posición no sólo
por su posible hermandad, sino porque era lo suficientemente lista
como para saber estar en un segundo plano. Y, como supo después por
Susnia, Zrulia reconoció pronto en Vitrivenia las señales de una
muchacha inteligente que había nacido, como ella misma, con la
desdicha de ser sierva.
—No tuve la suerte de formar a la que habría sido la criada de
confianza de la nuera de mi querida señora, pero podré formar a la
de su nieta. Así podré pagarle todo.
Eso lo dijo sólo una vez. Normalmente era más cuidadosa, pero esta
vez estaba demasiado contenta después de la Fiesta de la Oscuridad,
gracias al hidromiel que le regalaran los padres de Vitrivenia por
enseñar a la chica.
A la interesada, sólo le importó que, embriagada y todo, esa mujer
nunca bajaba la guardia y hablaba de la señora, nunca de la abuela.
Jamás habría encontrado mejor maestra para sus propósitos. Se
dirigió a ella y le habló con confianza, costumbre que la vieja
había estado fomentando durante crienias.
—Tía, aquí está el resultado de las ventas. Han accedido bien,
aunque les entristece que no haya ido Ikatarina, a la que estaban
acostumbradas—pronunció la adaptación turnia del nombre.
La tía Zrulia la miró en silencio. Se acercó a ella y la cogió
por los hombros, sacudiéndola ligeramente con una tímida sonrisa.
Vitrivenia se asustó, pensando que la iba a castigar por algún
motivo que no podía entender.
—¡Ah! Si es que eres perfecta, hija mía. Buen material eras y he
hecho de ti la compañera perfecta para la joven señora Susnia. No
sé por qué echar de menos a ese pájaro amarillo cuando pueden ver
tu lindo rostro.
Vitrivenia se tranquilizó y le habló eligiendo bien los términos.
—Bueno, la han visto durante dos crienias y media, tía. Y era una
oradora excelente, nos va a costar encontrar a otra que valga lo
mismo.
La tía Zrulia no perdió la sonrisa, pero estaba claro que no le
gustaba admitir la veracidad de las palabras de Vitrivenia. Nunca
llegó a congeniar con los visitantes, en especial con las dos que
vivieron en palacio, Sviatlana y Ji-young, porque ninguna de las dos
estaba dispuesta a actuar como su inferiore.
—Sí, pero muy cara nos salió, como sus amigos—dijo, con gran
resentimiento—Hábil vendedora, pero descaradísima. ¿Pues no me
dijo un día que con gente como yo nunca habríamos salido de las
cuevas? ¿Qué cuevas?
Vitrivenia supo por los visitantes que los primeros seres humanos de
su mundo habitaron en cuevas, aunque había discusión entre ellos
sobre durante cuánto tiempo. No le parecía improbable que lo mismo
hubiera ocurrido en el suyo, pues de alguna manera se debían de
proteger de la lluvia.
—¡Ay, tía! Nunca tuvieron espíritu. Se aferraban a sus
anteriores vidas, lo cual los desgarraba por dentro. Perdona a esta
niña estúpida por compadecerlos.
La tía Zrulia bajó la mirada.
—Bueno, nada de malo hay en compadecer al prójimo, incluso si nos
insultan—admitió, con cierta prudencia—Quizás tenían demasiado
coraje para ser siervos de una casa particular. Siempre le sugerí a
mi buena señora Mumnia que los vendiera a todos al circo, que allí
seguro que habrían sido famosos y admirados.
Calló un momento. Le habló.
—Pero, aunque ella no consintió, lo que más me sorprendió es que
esos no querían verse en la tesitura de tener que matar a otros
esclavos. ¡Y mira que no será por miedo, pues sé bien que se
portaron como fieras cuando se enfrentaron a quien dentro de nada
será nuestro alto señor! Algo bueno tenían, no eran matones.
Sacudió la cabeza y la soltó, encarándola.
—Pero mira, ya no están aquí. Espero que sus nuevos amos los
encuentren divertidos, porque a mí me exasperaban. ¿Abolir la
esclavitud? ¡Pero si después admitieron que aún había esclavos en
su mundo! ¡Qué cara, hija mía! ¡¡Dad ejemplo en vuestro mundo y
luego venid a dar lecciones a Turnia!!
Y con cierta actitud que parecía contener un profundo dolor, declaró
solemne:
—Siempre, amadísima Vitrivenia, habrá altos y bajos. El destino
ha querido que tú y yo seamos bajos, pero así y todo cerca de los
altos. A mí ya no me importa, pero quizás tú conozcas la dicha de
la libertad, aunque seas una anciana.
Vitrivenia fingió que su emoción era de alegría, cuando en
realidad quería chillar de puro horror.
«Esta es la maestra que escogí: perfectamente servil».
Se inclinó varias veces y por fin dijo lo que quería.
—Pero olvida tu tonta sobrina sus deberes, ¿está disponible la
señora? Tengo que decir que las ventas no han sufrido percances.
—Bueno, ve a contárselo a la señora—dijo la tita, sonriente.
De pronto, oyeron su voz, era muy cálida.
—¡Os he oído! Si acaso, que me dé el dinero y me dé cuenta de
cuánto ha vendido.
Cuando entró, la vio de pie y le entregó el dinero con gran
respeto. Se retiró, aunque pudo ver por el rabillo del ojo que
Susnia parecía impresionada.
—¡Muy bien! ¡Muy bien!—decía, seguramente sin pensarlo.
Vitrivenia se fue a su habitación, a la vera de la de Susnia.
«No he podido decirle a la tía que los abolicionistas ya existen en
Turnia. Por supuesto, pienso seguir callada al respecto. De veras que
espero que tengan éxito, pero tampoco puedo decir que lo espere. Si
en algo llevaban razón los visitantes, es en el hecho de que sólo
cuando los propios esclavos odien la esclavitud en sí, esta cesará».
Observó a dos niños jugando. No le cupo duda de que jugaban al
viejo «Ahora soy el señor y tú el esclavo».
«Lo malo es que estos niños de mayores quizás lo intenten de
verdad. Todos gustamos de recibir sin tener que dar. La esclavitud me
la puedo explicar como una consecuencia del egoísmo: soy más fuerte
que tú y te obligo a trabajar para mí. Si soy bueno, a lo mejor no
morirás de hambre, no te pegaré, no abusaré de ti y quizás te
libere cuando aún puedas disfrutar de la vida. Si soy malo, más te
vale morir que ser mi esclavo. O mejor, ser esclavo de alguien menos
malo. Una de las cosas que más me ha hecho reflexionar por los
visitantes es el miedo a lo inesperado. Siempre he pensado que ese es
el factor determinante. Una vez le pregunté a Surpiria si ella
esperaba llegar a ser libre, y me miró atónita».
—¿Y qué sé hacer yo? ¡Sólo sería una campesina! Por mí sola,
puede que acabara muriendo. Tendría que pagar impuestos por mis
tierras, y mis hijos no siempre podrían ayudarnos a mi marido y a mí
porque, como plebeyos, tendrían que prestar servicio de armas por el
país. Y mis hijas se casarían y serían parte de la familia del
marido, ya sabes cómo son las cosas...
«En resumen, Surpiria cree que será un poco feliz como esclava,
porque como libre no se ve capaz. He ahí las cadenas. No me extraña
que los pobres visitantes se sintieran turbados. Todos los seres
humanos viven confinados en aquellas normas que su sociedad les
impone, pero no siempre son inflexibles. Además, está claro que
ellos conocieron diversas sociedades en su mundo natal».
Ahora los niños intercambiaron sus papeles.
«Y el toque de perfección está en que también funciona al revés.
Somos nosotros quienes confirmamos al señor en su propia
superioridad. ¿Cómo no va a creerse Susnia superior si todos aquí
se inclinan temerosos en su presencia? Si hay algo que he aprendido
bien de los visitantes es la idea del rol. Nos autoconvencemos de que
debemos actuar de cierto modo y, después de crienias así, es lo que
somos. Quizás podamos decir que ‘casi’, pero sólo si uno tiene
otros ejemplos. ¿Y qué otros ejemplos hay aquí? ¡Otras haciendas!
¡Y quienes han estado en una mina o en un burdel!»
Y lo peor es que los «otromundos» parecían escépticos respecto a
la posibilidad de una sociedad cuyos miembros fueran como mínimo
equitativos. A Vitrivenia le amargaba esa revelación.
«Debo admitir que por un momento soñé con un paraíso en que todos
fuéramos casi, casi iguales».
Seguía sentada en su habitación, desanimada, cuando oyó a Susnia
gritar algo.
«¡Ay! Otra vez protestando. Más me vale adoptar mi mejor cara».
Se levantó, empezó a mover los labios y mostró la sonrisa más
estática imaginable. Salió y entró sin más, pues al fin y al cabo
era su privilegio como esclava favorita. Susnia se volvió a ella y
pareció sorprenderse mucho.
«Pues no me estaba llamando. De todos modos, debo excusarme», pensó
a toda velocidad.
—¿Ha llamado mi cara señora?—preguntó, con su tono más
cortés.
Susnia se relajó. También Vitrivenia, no habría tormenta.
—No, no. Simplemente... Estaba reflexionando y he hablado sin que
hubiera nadie más.
«Ya decía yo, aunque me ha parecido que ha gritado ‘esclava’.
Bueno, a ver si me libro de ella durante un rato».
No obstante, Susnia la miraba con interés. Vitrivenia no se puso
nerviosa, pero le pareció inesperado. Por fin, la dueña de su vida
y la de su familia y amigos habló.
—¿Sabes, Vitrivenia? Los cautivos del otro mundo... Han sido
vendidos antes de la segunda tarde.
Vitrivenia acusó el golpe. Si eso era un castigo, era demasiado
cruel. No pudo evitar dejar de respirar durante un momento, pero
sabía que debía hablar.
—¡Oh!—dijo y pensó lo siguiente:
«Tengo que saber si los han vendido a todos y quiénes los han
comprado, para contarlo después a todos y no chillar ahora mismo de
pánico».
Y preguntó:
—¿A todos, señora?
—Sí, y además a la vez. Los han comprado los habitantes de un
pueblo de la costa, porque uno de ellos fue teniente por honores
cuando los capturaron, precisamente. Técnicamente, son propiedad del
pueblo. También se han ido allí los niños.
«¡Qué afortunados son dentro de su desgracia! ¡Tapón, Brocha,
Salverio, Isalvenia, Isharvenia! ¡Cuánto me alegro por vosotros!»,
y volvió a respirar.
No se hubo dado cuenta de que Susnia la había estado observando y
ahora le preguntaba como si cualquier cosa:
—Supongo que estarás alegre. Os llevabais bien, ¿verdad?
Vitrivenia se habría reído en otras circunstancias, pero era
demasiado buena en ese juego, intemporal en Turnia. Ninguna estúpida
llega a ser la nueva Estatua de la Buena Sierva sin saber contestar a
su ama lo que quiere oír tan sólo por cómo le huele el aliento.
—Me alegro por los niños, señora, pues aún necesitan cuidados. Y
sí, por ellos... Pero espero de corazón que sean menos obstinados.
Me hago cargo, señora, de que llevan mal haber vivido en una especie
de países de príncipes, a juzgar por cómo hablaban, y ahora ser
sólo siervos de condición infame. Pero esto es Turnia.
No pudo dejar de pensar que Susnia supo disimular muy bien sus
sentimientos. De todos modos, sabiéndola enfadosa de natural, pensó
que satisfizo de momento a aquella que quizás algún día la
mandaría crucificar. Con una modesta sonrisa para lo que era ella,
la despidió. Pero la llamó en el último momento.
—En fin, ya sabes que como mi marido fue quien los capturó y los
marcó....—empezó Susnia, muelle y casi por querer romper el
silencio.
«¡Ay! Espero que no empiece ahora a gritar».
Y se volvió sonriente. Durante un buen rato, esperó lo que iba a
decir Susnia, pero entonces percibió que no la estaba mirando.
«¿Pero...? Jamás he visto a Susnia tanto tiempo callada sin que
hubiera alguien de igual importancia alrededor», y durante un tiempo
pensó que por culpa de los ‘otromundos’ se atrevía a pensar en
su ama por su nombre propio.
Al final, no pudo reprimir su curiosidad y la miró de muy cerca.
«¿Estará enferma? De verdad, que parece ida... ¿Pero qué
piensas, oh mi dueña? ¿Y si llamo a la tita? Con ella hay
confianza, y desde luego no se atreverá a echarme la bronca, tanto
porque aprecia a la vieja como porque la vieja me aprecia a mí».
Pero se dio cuenta de algo que hizo que la siguiera mirando.
«Hace crienias que no miro a esta muchacha, que tiene exactamente mi
misma edad, pues nacimos a la misma ímara, como si fuera otro ser
humano. En parte porque su abuela no dejó lugar a dudas respecto a
su posición en esta casa, en parte porque yo misma me presté para
ser la mejor sierva posible con el fin de sobrevivir, el caso es que
entre ella y yo se han interpuesto barreras. Ella lleva una máscara
que reza ‘Soy la señora, ramera esclava’ y yo otra que reza
‘¡Oh, señora! Soy tu perra, déjame lamerte los zapatos’. Ahora
su máscara se ha caído por razones que ignoro, y he aquí que veo a
una muchacha que no es ya aquella niña que un día, jugando, quiso
hacerme señora con gran liberalidad. ¡Pero tampoco es la señora!»
Y seguía mirándola cuando por fin Susnia volvió a la realidad y la
miró. Pero Vitrivenia estaba tan bien entrenada que volvió a ser la
Estatua de la Buena Sierva tan pronto como vio a Susnia recuperarse.
«Aún no es la señora... ¿Así que esta eres tú ahora, Susnia? En
serio, ¡es tan inesperado!»
—Perdona, Vitrivenia, pero tráeme una copa medicinal, no llena del
todo. Creo que no me siento muy bien, mézclala con hidromiel.
Seguía sin ser la señora, pero por fin restaurada la cadena de
mando, que diría Sviatlana, Vitrivenia fue corriendo a por el
pedido. No obstante, decidió reducir la carga alcohólica y la del
analgésico con un poquito de agua.
«Bastante malo es ya que tome esta porquería. Yo misma la tomaba de
tanto en tanto, pero Kafika acabó por convencerme de que no es una
medicina que cure, sino un analgésico demasiado peligroso».
Volvió rápido con una copa y dos vasijas. Susnia, desde la cama, le
ordenó:
—Mezcla el contenido de la copa medicinal con el hidromiel hasta
donde puedas, ya sabes que odio su sabor. Y lo que quede de hidromiel
es para ti, que sé que te gusta. Tómalo a mi salud.
Vitrivenia seguía siendo aficionada a la bebida y la tomó con
placer, sin decir nada. Se inclinó respetuosamente y cerró la
puerta. Empezó a alejarse lentamente, oyó cómo Susnia aseguraba la
puerta.
«Ojalá Kafika me hubiera descrito los síntomas de la adicción a
la copa medicinal. Quizás Susnia esté sufriendo ‘viajes’, como
llaman ellos a los episodios de alucinación. Desde luego, mucho me
temo que, si quiero advertir sobre estos hechos, deberé contactar
con la abuela. La tía Zrulia mima demasiado a Susnia para
considerarla capaz de errar. Pero la vieja Mumnia, con toda su
avaricia, era alguien con quien se podía hablar a la cara y no tiene
otros vicios. Pero, de momento, me concentraré en mi trabajo».
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