martes, 21 de diciembre de 2021

La reflexión de la señora (II).

Pasaron algunas crienias, que equivalían a más ciclos completos de estaciones del mundo de los visitantes, aunque fuera el mismo período de tiempo, antes de que Susnia le planteara la cuestión a su abuela un día que estaba haciendo recuento de la historia de su familia y de su riqueza.
—Abuela, hace ya algunas crienias, la tita me reveló que Vitrivenia y su familia han sido siervos nuestros desde su tatarabuelo. ¿Cómo ocurrió aquello?
Mumnia la miró con cierta satisfacción.
—Bien, ya empiezas a interesarte por tu herencia. Pues habrás oído de la Revolución de los Misanos, ¿no?
—Sí, claro. Los habitantes de esa ciudad costera quisieron rebelarse por considerar un impuesto abusivo, después de haber osado exigir la ciudadanía. Cuando fueron derrotados, acabaron como esclavos.
—Pues el tatarabuelo de Vitrivenia era uno de ellos.
—¿Era uno de los cabecillas?
—¡Ay, no, hija! Por aquel entonces aún se usaba ejecutar a todos los líderes rebeldes y a sus familiares varones sin excepción. Pero su bisabuela, nuera del tatarabuelo, sí era hija de uno de los cabecillas, ya sabes que se suele perdonarnos a las mujeres por traer hijos al mundo. En cualquier caso, fue parte del botín de guerra de mi abuelo.
—¿Jamás se han interesado en ganar la libertad para sus hijos?
—Buena pregunta. Verás, tanto el tatarabuelo como el bisabuelo sabían que podían matarlos si descubrían su origen, así que soportaron su condición como mejor supieron. Su vergüenza y su temor parecen haber pasado de padres a hijos... Y aquí debo contarte una cosa—se acercó y le habló—Mi abuelo fue un hombre sabio y prudente, que supo aumentar su patrimonio y no dejar de lado ni a nobles ni a plebeyos... Pero mi padre...—la voz de su abuela se tornó increíblemente amarga.
Durante un rato que a Susnia le pareció infinito, no habló.
—...Creyó que no debía de preocuparse por su riqueza, que no podía faltarle nada en la vida. Y... y digamos, hija, que su actitud fue demasiado altiva. Nunca olvides respetar a quien sea libre, como esa mujer que el otro día vino con ese muchacho enfermizo y sucio. Murió cuando sus hijas éramos aún muy pequeñas, antes que mi propio abuelo, por una absurda disputa.
Tomó aire y continuó.
—Y sólo tuve a un hijo, un heredero, tu padre. Era demasiado afable, aunque preferiré mil veces a alguien como a él que a mi propio padre. No te ocultaré, hija, que tu madre casi que me propuso el matrimonio a mí, pero no me disgustó porque era honesta y sensata. Pero no quisieron los dioses que ni ellos ni mi marido vivieran mucho entre nosotros. Esa es la famosa maldición por la que preguntaste hace tanto: son rumores, hija, fabricados por envidiosos de mi laboriosa actitud.
—Guardaré tus palabras en mi corazón, abuela.

Mientras rememoraba estas escenas, pasó revista de todas las cuentas. Todo estaba bien. Aún le quedaba ordenar el reparto de bienes elementales entre los esclavos. Dio dos palmadas. La tita apareció.
—Todo estaba en orden, tita. Encárgate del reparto.
La vieja se inclinó respetuosamente y llamó a otras criadas jóvenes, ya que Vitrivenia había salido. Susnia la llamó cuando se disponía ya de salir la última.
Susnia miró a la vieja, que se acercaba con infinito amor, y la llamó con afecto cuando llegó.
—Tita—dijo—Quisiera preguntarte algo.
—Dime, señora—dijo ella, siempre formal.
Le contó la escena tal cual la recordaba.
—¿Ocurrió esto de verdad o quizás tu tontita sobrina delira?
La vieja se asombró. Tardó un momento en responder, pero lo hizo alegre.
—¡Ay, señora! No eres tontita, ¡pero es que ahora nadie se atreverá a pensarlo! Me sorprende que recuerdes ese momento, que en efecto ocurrió cuando ibas por tu tercera crienia.
—Y Vitrivenia también.
—¡Claro! Buenas compañeras erais, y así se explica que sea tan buena sierva para tan buena señora. ¡Qué buen juicio ha tenido siempre esa muchacha! Ya sabía cómo comportarse. ¡Bien podrían haber aprendido esos tipos del pájaro mecánico y esa tabla embrujada!
—Sí... Bueno, retírate.
La vieja no discutió y se inclinó, respetuosa y con una sonrisa. Susnia fue a la ventana. Así que Vitrivenia ya sabía que ella era la esclava cuando ella aún no sabía que era la señora... ¿Pero quién podría decirle más?
Y he aquí que Surpiria se presentó con aparejos del campo al hombro, andando tranquila. Quizás una de las mejores trabajadoras, pero basta como una fiera del bosque. Por ello, la joven señora Susnia creció sin verla demasiado, aunque ahora como señora a secas no tuviera otro remedio. Pero sabía que, cuando Vitrivenia pasaba el tiempo con los suyos en la hacienda, era su mejor amiga.
«Los visitantes decían que a dos personas con caracteres opuestos, pero que se relacionan, se les llama en su planeta ‘La extraña pareja’. Desde luego, es un bonito contraste».
La llamó. La esclava se sorprendió muchísimo, y se acercó con una mezcla de temor y curiosidad.
—Señora, aquí estoy—dijo, a la expectativa.
—Surpiria, levanta la cabeza.
Ella lo hizo con cierto resquemor. Para su enorme sorpresa, Susnia se la cogió y la obligó a mirarla a los ojos.
—Escucha—dijo, cordial pero firme—Te voy a preguntar algo, pero no se lo cuentes a nadie. En especial a Vitrivenia.
Inaudito le pareció a la sierva que a ella, quizás la más sucia de todas las muchachas de la hacienda, la tocara la señora que se crió entre sábanas limpísimas. Sólo asintió, Susnia fue clemente con su repentina timidez.
—Eres amiga de Vitrivenia. ¿Acaso sabes cuándo supo Vitrivenia que era esclava?—y estuvo dispuesta a preguntárselo con otros términos, por si no entendía la pregunta, pero la impaciente chica, aliviada por lo que debió de considerar un verdadero chiste de pregunta, respondió breve y concisa.
—¡Ah! Pues desde siempre, ni más ni menos.
Susnia parpadeó.
—Pero... ¿Cómo es posible? Piensa, Surpiria, que nos enseñan muchísimas cosas de pequeños—dijo, olvidando por un momento que se suponía que ella era de una sangre mágica, cosa que lamentó.
Pero Surpiria no reparó en esos matices y se explicó con mayor detalle.
—Bueno, señora, no soy... falosolfa, o como fuera lo que dicen esos... Bueno, ya sabes, señora—disimuló, pues recordó que Susnia acababa de echar a los «otromundos», como los llamaba ella y el resto de su familia con cariño—No pienso en si aprendí lo poco que sé cuando ya sabía andar o antes, y si esto les pasa a los demás siervos. Pero en el caso de Vitrivenia, juraría que ella debió de saberlo al poco de respirar. ¡Porque ella me explicó a mí que éramos esclava cuando apenas era un retaco!
Susnia se mostró interesada, pero tomó aire antes de pedirle que continuara la historia.
—Pues fue allá cuando las fiestas de la segunda primavera, cuando aún vivía aquel viejo, Cluises, pues recuerdo que dio la charla con muchísima gracia.
—Lo recuerdo—dijo Susnia, con una sonrisa—Murió por una extraña caída precisamente entre los otoños—para Susnia, lo importante del relato era que apenas había empezado la tercera crienia de sus tres vidas: Susnia, Vitrivenia y Surpiria.
—Quizás por eso lo recuerdo tan bien. Bueno, el caso es que este tipo, Clauto el sobrino de Sorrón, me dio un empujón. Iba a darle yo una golpiza, cuando Vitrivenia se me agarró con una cara realmente asustada.
«—¡Suéltame, Vitrivenia! ¡Le pegaré a ese tonto!
—¡Desdichada!—gritó, dejándome impresionada. ¿Sabes, señora, que entonces aprendí también esa palabra?—¿No sabes que no debemos tocar a los libres?»
—Y le pregunté qué era eso. Y me lo explicó así: me cogió de la mano y me llevó a la plaza de la crucifixión. Me impresionó, nunca me acerqué porque mi hermano me había advertido que jamás lo hiciera. Cuando le pregunté por qué esos hombres sufrían tanto, me contó que eran esclavos que se habían portado mal. Dijo que en el mundo había libres y esclavos, y que nuestra desdicha—otra vez esa palabra—nos había hecho esclavas y que debíamos ser amables con los libres en todo momento.
Surpiria suspiró. Susnia vio que el misterio parecía claro. La Vitrivenia pequeña era muy audaz... «Era».
—Cuando volví a casa, pregunté si éramos esclavos. Padre me preguntó, un tanto dolido, quién me lo había dicho. Les expliqué a todos qué había ocurrido. Nadie se enfadó conmigo por haber ido a la plaza de la crucifixión, ni siquiera mi hermano que estaba allí.
«—Desde luego, ¡qué buen juicio tiene esa niña!—dijo madre—Su madre la adora y espero con ella que entre en la casa de la señora, así al menos escapará de ser una sierva de la gleba como nosotros».
—Padre simplemente se limitó a asentir. Y así, señora, te digo que Vitrivenia ya sabía que era esclava cuando aún yo no.
«Y aún así lo supiste antes de que yo supiera que era la señora», pensó Susnia.
Entró un momento en la habitación después de indicarle a Surpiria que se quedara. Se volvió y le dio una moneda de veinte solicis a Surpiria en la mano. Una vez más la tocaba Susnia y Surpiria parecía al borde de un ataque de nervios.
—Si te preguntan por qué te han retrasado, diles que simplemente te estaba felicitando y dale la moneda al capataz por sus esfuerzos con vosotros, mis queridos siervos.
Surpiria se inclinó, brusca y veloz, y se fue aún más. No evitó cierta mirada estudiosa antes de irse. A Susnia le pareció que sin duda se moría de ganas por preguntar algo, pero la despidió. Se marchó.
«Creo que esta es la pregunta: ¿Vas a concederle la manumisión a Vitrivenia?»

Susnia aún reflexionaba en el relato de Surpiria cuando vino una criadita aún pequeña.
—El capataz que has enviado al mercado quiere verte.
Salió con la niña, quien se retiró tan cortésmente como supo, y el hombre la saludó con respeto. Ella le preguntó qué ocurría.
—Pues ya han sido vendidos—le dijo el hombre.
Susnia no llegó a sentarse de pura sorpresa.
—¿Es posible?
—Sí, y del modo más afortunado para ellos. No sé si sabrás que con tu honorable marido, señora, iba un tal Trosquio, que llegó a teniente por honores durante su servicio por Turnia.
Susnia frunció el ceño un poco cuando oyó nombrar a su estúpido marido, pero el nombre le hizo pensar varias cosas.
—Pues creo que me suena. ¿Puede ser uno de los que se opusieron con vehemencia a que los infamaran?
—En efecto, eso lo ha reconocido.
—Y además le gustaba Esfiachana. ¡Creo que Anus... sh se lo comentaba a ella!
—Por el modo en que la miraba, diría que sí—dijo el hombre, sin poder evitar una sonrisita.
«Sólo porque se opuso al maricón de Mirrón ya me cae bien el tal Trosquio», pensó regocijada, «Por lo segundo, lo tengo por hombre de gustos curiosos».
Susnia se levantó y llevó al hombre a una mesa, donde descargó el dinero. No le llevó mucho contarlo, al fin y al cabo pagaron en danaríes.
—Exacto. ¿Es rico ese hombre?—preguntó Susnia.
—Iba con gente de su pueblo, que han oído mucho hablar de los seres del otro mundo y de algunas de sus proezas intelectuales. Se los llevan porque en ese pueblo tienen necesidad de enseñanza pero los maestros son muy caros.
—Comprendo. Bueno, aquí tienes tu parte.
Se la dio y lo despidió acompañado por la niña.
Se dispuso a seguir reflexionando en el relato de Surpiria, cuando entonces oyó la voz de Vitrivenia. Había vuelto y le narraba la tita que las ventas habían ido bien.
—Bueno, ve a contárselo a la señora—dijo la tita.
Pero Susnia alzó la voz.
—¡Os he oído! Si acaso, que me dé el dinero y me dé cuenta de cuánto ha vendido.
Vitrivenia entró sonriente, como siempre. Hizo lo que se le pidió y se retiró a esperar que le encargaran algo nuevo cerca de la habitación de Susnia, quien se encargó con las nuevas cuentas.
—Están correctas—Susnia temía que la ausencia de Yekaterina hubiera sido un problema, pero no: consiguió un precio comparable a los de la... «ucraínska», eso era.
Susnia, un poco cansada de tantas cuentas, se retiró a su habitación. Aún seguía dándole vueltas a su preocupación. Creía recordar que existió una Vitrivenia alegre, en absoluto consciente de su servidumbre... Sabía que ella misma había vivido sin ser consciente de que era señora.
«Pero tampoco significa nada. Tampoco sabemos al nacer quiénes son nuestros padres, pero sin duda debemos tenerlos. Las ideas de los visitantes tienen sus contradicciones. ¿Por qué, si la esclavitud es antinatural, se mantiene tan bien Turnia? Ellos mismos admiten que la tal Roma con la que comparan Turnia era un país corrupto. Bien, pues basta con que los señores sean íntegros para que los esclavos obedezcan. Y cuando vean que algunos se libran de la servidumbre, pues entenderán que lo mismo puede ocurrir con sus hijos o sus nietos»
—¡Como si ahora todos debiéramos ser iguales! ¿No los hay fuertes y débiles? ¿No los hay bellos y feos? ¡Pues hay amos y esclavos!—dijo, irritada, más alto de lo que creyó.
Casi se asustó cuando oyó de pronto la puerta abrirse. Se volvió lentamente.
Y allí estaba Vitrivenia. La miraba con su sonrisa de estatua. Susnia sintió miedo, en una de las visiones de la «tableta embrujada», como la llamara su tita, una fatídica estatua mataba a desdichados. Por un momento, sospechó que Vitrivenia fuera un monstruo, pero la voz dulce de la muchacha la devolvió a la realidad.
—¿Ha llamado mi cara señora?
Susnia se repuso.
—No, no. Simplemente... Estaba reflexionando y he hablado sin darme cuenta.
Vitrivenia esperaba a que se le dijera que se retirara. Susnia quiso observarla un momento.
—¿Sabes, Vitrivenia? Los cautivos del otro mundo... Han sido vendidos antes de la segunda tarde.
La muchacha no pareció alterarse, pero Susnia, totalmente atenta, percibió que había dejado de respirar.
—¡Oh!—dijo Vitrivenia, y debió de reflexionar durante tres segundos—¿A todos, señora?
—Sí, y además a la vez. Los han comprado los habitantes de un pueblo de la costa, porque uno de ellos fue teniente por honores cuando los capturaron, precisamente. Técnicamente, son propiedad del pueblo. También se han ido allí los niños.
Vitrivenia calló un momento. Volvió a respirar con normalidad. Susnia la dejó recrearse unos segundos antes de seguir explorando.
—Supongo que estarás alegre. Os llevabais bien, ¿verdad?
Pero no resultó. Vitrivenia volvió a su imperturbabilidad de estatua.
—Me alegro por los niños, señora, pues aún necesitan cuidados. Y sí, por ellos... Pero espero de corazón que sean menos obstinados. Me hago cargo, señora, de que llevan mal haber vivido en una especie de países de príncipes, a juzgar por cómo hablaban, y ahora ser sólo siervos de condición infame. Pero esto es Turnia.
«Admirable. No me extraña que la tita te tenga en tan alto concepto. ¿A quién quiero engañar? Me has fascinado siempre, encanto».
Adoptando una sonrisa neutral, Susnia la despidió. Pero la llamó un último momento.
—Vitrivenia—dijo.
La fámula se volvió, con su sonrisa.
—Vitrivenia, ¿me odias?
Su sonrisa se fue transformando poco a poco en un gesto de disgusto. Suspiró, apesadumbrada. Aún así, todavía parecía una estatua.
—¿Qué puedo decir? Mi familia ha sido esclava de la tuya desde hace ya casi una cuenta ogdo completa. Todo, porque ellos consideraron injusto un impuesto y hubo rumores de que se harían aliados de los quilieses. Podrían tus antepasados haberlos castigado un tiempo, pero consideraron mejor considerarlos de su propiedad a perpetuidad—dijo, curiosamente, prescindiendo del término de cortesía, pero todavía respetuosa.
Vitrivenia hizo una pausa y se mesó el pelo. No dejó de tenerlo agarrado mientras hablaba.
—Y si todavía hubiera sido sólo que nos hubierais explotado mientras apenas recibíamos migajas, pues podríamos reconciliarnos con pagos periódicos de vuestra parte. Pero es que a mi tatarabuelo lo marcaron como un animal, como tu cruel marido ha hecho con los pobres desdichados del otro mundo por querer ser independientes.
Vitrivenia hizo otra pausa y entonces su faz reflejó cierto matiz de desesperación.
—Y todavía tu tatarabuelo, que era un buen hombre hasta cierto punto, los trató bien. Su hijo, el padre de tu abuela, era un monstruo, que día y noche violaba a las siervas. A una de mis abuelas la violó y a veces me pregunto si no seremos primas lejanas. Lo sabes porque a veces lo comentaba la tita cuando estabas escondida detrás de la puerta sin que ella lo supiera. ¡Tan astuta para tantas cosas y tan descuidada con los niños que escuchan a escondidas! Tu bisabuelo tuvo sus buenos hijos varones, a los que en un acceso de inusual humanidad los liberaba con sus madres y sin pedir siquiera ruegos, como mínimo hay tres familias que podrían formar parte del clan. De su esposa legítima sólo tuvo niñas, quizás como castigo por su... «odio a las mujeres», decían las visitantes del otro mundo. Aunque para mí fue mejor su muerte a manos de una sacricia a la que intentó violar, pero iba perfectamente armada y le cortó los testículos, dejando que se desangrara por el regazo. Lo sabes porque el que va a ser tu imprudente marido lo comentó una vez con tu tío abuelo.
Entonces adoptó un tono de fastidio.
—La mayor de sus hijas, tu abuela, fue la heredera, quien no pudo violar a nadie como su padre, pero a diferencia de él, era mejor atrapando a la gente. Siempre supo cómo aplastar a todos bajo contratos increíblemente caros, pues como alimentaba bien a sus siervos, se sentían en deuda con ella. Como declararon los visitantes del otro mundo, cuya opinión supiste gracias a una sierva chivata, sólo a una tirana se le podría haber ocurrido un contrato por los pobres Tapón y Brocha, comprados a unos padres sin recursos, que se incrementaba por cada día de sustento, sin siquiera ponerles nombres decentes. ¡Comprarlos a cambio de no dejarlos morir de hambre! Y encima ni se molestó en dárselos a una de sus siervas, sino que fueron rotando y los pobres estaban medio asilvestrados cuando los adoptaron los visitantes.
Aquí suspiró de nuevo y rió con ironía.
—Tu abuela supo qué tipo de hombre era su padre, así que se buscó a un hombre particularmente honrado. Quizás demasiado para lo que es su «ética de trabajo», que dirían los visitantes... Pero tengo más interés en su descendencia, o tu ascendencia directa.
Se dio la vuelta, algo decepcionada.
—Tus padres murieron pronto. Tu padre, el heredero, era enfermizo y un tanto bobalicón, así que no fue ni malo ni bueno, sólo existía. Pasó el ejército con ciertas protecciones, siendo honesta, nadie esperaba nada de él. Tu madre no se engañó con él, ya lo sabes: tu abuela habló con ella y le dijo claro que confiaba en ella para que la hacienda no se viniera abajo con semejante hijo. Cómo era, no lo tengo claro: murió casi tan pronto como te tuvo. Algunos dicen que era como tu abuela, lo que tiene cierto sentido. Otros, sin embargo, dicen que era como tu abuelo. Los últimos, que era una muchacha extravagante, aficionada a ciertas religiones extranjeras. ¿Quién sabe? Está muerta y eso es todo lo que debe importarnos. Murió en el mismo accidente que tu padre y tu abuelo, lo que superó tu abuela como pudo porque te tenía a ti, último vástago de la familia.
Vitrivenia volvió a encararla, un tanto perpleja.
—Algunos le aconsejaron casarse, que aún podría darle un hijo a la hacienda y así asegurar el destino del clan con mayor seguridad. Pero, curiosamente, no accedió. ¡Quién sabe por qué! A lo mejor creyó que sobrevivirías por la voluntad de los dioses. Quizás consideró la macabra idea de sustituirte, si morías, por alguna esclava que posiblemente fuera su pariente lejana por las maneras de tu bisabuelo. A lo mejor le importaba todo bien poco en ese preciso momento. No me extrañaría que en su fuero interno se considere un monstruo que no sabe cómo parar la maquinaria que la creó.
Vitrivenia señaló a Susnia, acusadora.
—Y por último, tú, ¡oh, Susnia!, has sido mala a tu propia manera. Eres desdeñosa cuando los demás no acceden a tus caprichos. Como los visitantes no te trataban como querías, los has vendido como a ganado de modo legal, pero inaceptable para la dignidad humana. Lo curioso, ¡oh, Susnia!, es que sí te trataron como lo que eres: la reina de los esclavos, que parece más alta porque a los otros los han hundido en la miseria desde su mismo nacimiento.
Susnia no cambió su expresión.
—Vitrivenia, ¿somos amigas?
Vitrivenia por fin rompió su expresión estatuaria, su asombro le hizo abrir la boca, dentro de los límites de la buena crianza, al máximo.
—¡Pero, Susnia, qué tonterías son esas!—dijo, pero aún era educada en su tono—Tú eres el ama y yo la esclava. ¿Cómo demonios vamos a ser amigas? ¿Nunca lo has oído, «tienes tantos enemigos como esclavos»? ¿Acaso no ha insistido la tita en describir nuestra relación desde la más temprana infancia de «compañeras»? ¡Qué bien sabe esa astuta mujer que no puede haber amistad entre desiguales en posición social!
Vitrivenia se agitó, casi que estaba a punto de reírse. Pero se contuvo, tomó aire y prosiguió.
—¿Es que acaso las palabras de esos individuos de otro mundo, de ese mundo como el nuestro en su capacidad de sustentar hombres, por lo que no le dan ningún nombre en especial, te han confundido? ¿Ahora crees en la igualdad entre todos los seres humanos, ignorando cosas tan importantes como sexo, clase, nación y fuerzas naturales? ¡Ay, Susnia! No podrás sobrevivir. Podrías ser esclava y tonta si por tu fortuna a tu señora le hiciera gracia la pobrecita que serías, pero no puedes ser señora y tonta, pues los esclavos nos rebelaremos y te mataremos por nuestra libertad, diremos, pero la mayoría lo hará por no tener que obedecer más a nadie. Y seguro, Susnia, que surgiría un nuevo Mirrón o una nueva Susnia que, para protegernos nos diría, nos esclavizaría otra vez para su interés.
Vitrivenia se calmó, la miró con compasión y acabó así.
—Quizás fuimos amigas, cuando ninguna supo nada. Pero todo ha conspirado contra nuestra amistad, mi preciosa Susnia...
Mientras imaginaba estas posibilidades, Susnia se quedó mirando al vacío. Cuando volvió en sí, Vitrivenia la observaba con una atención asombrosa. Seria, parecía considerar la idea de si estaba enferma. Cuando vio que Susnia volvía a mirarla, se ocultó por puro acto reflejo bajo la cara de estatua.
«Sabía que existía... existe... mi Vitrivenia», pensó ella, emocionada.
—Perdona, Vitrivenia, pero tráeme una copa medicinal, no llena del todo. Creo que no me siento muy bien, mézclala con hidromiel.
Vitrivenia, al fin con algo que hacer, cumplió rauda el pedido.
—Mezcla el contenido de la copa medicinal con el hidromiel hasta donde puedas, ya sabes que odio su sabor. Y lo que quede de hidromiel es para ti, que sé que te gusta. Tómalo a mi salud.
Vitrivenia se inclinó y apuró la copa con el resto. Cuando Susnia tomó la suya, se retiró la muchacha, cerrando la puerta. Susnia además la aseguró, y también cerró la ventana. La copa medicinal era una mezcla de sustancias entumecedoras del dolor, la médica del otro mundo no la recomendaba.
—No cura, sólo alivia el dolor y además crea dependencia—decía a quien quisiera oírla.
«Bastantes le hicieron caso, siendo justa, cuando se vio que curaba a muchos. Pero no la quiero como medicina», pensó Susnia.
La quería porque las fantasías que le causaba eran simplemente maravillosas. ¡Qué delicia! Allí, todos eran amigos y poco importaba quién era señor, quién esclavo, quién plebeyo.
Y los visitantes del otro mundo carecían de sus marcas de infamia. Eso era lo mejor. No contaba la ausencia de Mirrón, pues hasta ese punto lo consideraba indigno. Pero lo mejor era que Vitrivenia, sonriente como la había sorprendido desde lejos, se acercaba a ella.
—Miradla—dijo Susnia—¿No es hermosa? ¿Cómo sostener que los seres humanos son iguales cuando ella es una verdadera diosa? ¿Cómo era eso que decías, Sviatlana?
—Un principio de los reyes de cierta época de nuestro mundo, «el primero entre iguales»—dijo Sviatlana.
Susnia se inclinó respetuosamente cuando estaban a punto de encontrarse.
—Vitrivenia, ahora eres tú la señora. Dinos qué hacer, todos te obedeceremos. ¿No es así?—preguntó, volviéndose a todos los que amaba, que estaban allí: los visitantes y algunos de sus siervos, conocidos entre los plebeyos y sus amigos nobles, quienes se inclinaron todos sonrientes y felices.
—Muy bien, acepto ser la señora—dijo Vitrivenia, hablando con verdadera majestad—Pero no marcaré a nadie. ¿Qué necesidad tendría de hacerlo cuando todos me reconocen? Destruir la belleza es sólo propio de... digamos que es inútil—resumió.
Y jugó con el pelo de Susnia. La invitó a levantarse, se acercó a ella, la abrazó amistosamente y declaró:
—Mi primera orden es que nos llamemos todos amigos, aunque yo sea la señora. Donde hay amor, hay amistad, y todos nos amamos.
Y besó a Susnia.
—¡Qué más da lo que pasara entre tu tatarabuelo y el mío! No sé por qué tú, magnífico fruto entre los de la tierra, de las tierras quizás también infinitas, debes sufrir por lo que entonces pasara—dijo Susnia—¿A quién le importa ya aquel tributo?
—Tampoco tú debes sufrir. Pero más importante aún: no debes hacer sufrir—la advirtió Vitrivenia.
—Pues intentaré ser buena y amable. Por favor, no dejes de corregirme si me desvío del buen camino. ¿A quién hay que seguir? ¿A los dioses de Turnia? ¿A los militares triunfantes? ¿A las mujeres castas? ¿Al tal... Ungido del que habla... Anush? ¿O a ese... Iluminado que mencionan otros? ¿O quizás al tal «Niche» del que hablan de tanto en tanto?
—A quien mejor prefieras, lo que te incluye a ti misma—dijo Vitrivenia, solemne.

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