Pasaron algunas crienias, que
equivalían a más ciclos
completos de estaciones
del mundo de los visitantes,
aunque fuera el mismo período de tiempo, antes de que Susnia le
planteara la cuestión a su abuela
un día que estaba haciendo recuento de la historia de su familia y
de su riqueza.
—Abuela,
hace ya algunas crienias, la tita me reveló que Vitrivenia y su
familia han sido siervos nuestros desde su tatarabuelo. ¿Cómo
ocurrió aquello?
Mumnia la miró con cierta
satisfacción.
—Bien, ya empiezas a
interesarte por
tu herencia. Pues habrás oído de la Revolución
de los Misanos,
¿no?
—Sí, claro. Los habitantes de
esa ciudad costera quisieron rebelarse por considerar un impuesto
abusivo, después de haber osado exigir la ciudadanía. Cuando fueron
derrotados, acabaron como esclavos.
—Pues el tatarabuelo de
Vitrivenia era uno de ellos.
—¿Era uno de los cabecillas?
—¡Ay, no, hija! Por aquel
entonces aún se usaba ejecutar a todos los líderes rebeldes y a sus
familiares varones sin excepción. Pero su bisabuela, nuera del
tatarabuelo, sí era hija de uno de los cabecillas, ya sabes que se
suele perdonarnos a las mujeres por traer hijos al mundo. En
cualquier caso, fue parte del botín de guerra de mi abuelo.
—¿Jamás se han interesado en
ganar la libertad para sus hijos?
—Buena pregunta. Verás, tanto
el tatarabuelo como el bisabuelo sabían que podían matarlos si
descubrían su origen, así que soportaron su condición como mejor
supieron. Su vergüenza y su temor parecen haber pasado de padres a
hijos... Y aquí debo contarte una cosa—se acercó y le habló—Mi
abuelo fue un hombre sabio y prudente, que supo aumentar su
patrimonio y no dejar de lado ni a nobles ni a plebeyos... Pero mi
padre...—la voz de su abuela se tornó increíblemente amarga.
Durante un rato que a Susnia le
pareció infinito, no habló.
—...Creyó que no debía de
preocuparse por su riqueza, que no podía faltarle nada en la vida.
Y... y digamos, hija, que su actitud fue demasiado altiva. Nunca
olvides respetar a quien sea libre, como esa mujer que el otro día
vino con ese muchacho enfermizo y sucio. Murió cuando sus hijas
éramos aún muy pequeñas, antes que mi propio abuelo, por una
absurda disputa.
Tomó aire y continuó.
—Y sólo tuve a un hijo, un
heredero, tu padre. Era demasiado afable, aunque preferiré mil veces
a alguien como a él que a mi propio padre. No te ocultaré, hija,
que tu madre casi que me propuso el matrimonio a mí, pero no me
disgustó porque era honesta y sensata. Pero no quisieron los dioses
que ni ellos ni mi marido vivieran mucho entre nosotros. Esa es la
famosa maldición por la que preguntaste hace tanto: son rumores,
hija, fabricados por envidiosos de mi laboriosa actitud.
—Guardaré
tus palabras
en mi corazón, abuela.
Mientras rememoraba estas
escenas, pasó revista de todas las cuentas. Todo estaba bien. Aún
le quedaba ordenar el reparto de bienes elementales entre los
esclavos. Dio dos palmadas. La tita apareció.
—Todo estaba en orden, tita.
Encárgate del reparto.
La vieja se inclinó
respetuosamente y llamó a otras criadas jóvenes, ya que Vitrivenia
había salido. Susnia la llamó cuando se disponía ya de salir
la última.
Susnia miró a la vieja, que se
acercaba con infinito
amor, y la llamó con afecto cuando llegó.
—Tita—dijo—Quisiera
preguntarte algo.
—Dime, señora—dijo ella,
siempre formal.
Le contó la escena tal cual la
recordaba.
—¿Ocurrió esto de verdad o
quizás tu tontita sobrina delira?
La vieja se asombró. Tardó un
momento en responder, pero lo hizo alegre.
—¡Ay, señora! No eres
tontita, ¡pero es que ahora nadie se atreverá a pensarlo! Me
sorprende que recuerdes ese momento, que en efecto ocurrió cuando
ibas por tu tercera crienia.
—Y Vitrivenia también.
—¡Claro! Buenas compañeras
erais, y así se explica que sea tan buena sierva para tan buena
señora. ¡Qué buen juicio ha tenido siempre esa muchacha! Ya sabía
cómo comportarse. ¡Bien podrían haber aprendido esos tipos del
pájaro mecánico y esa tabla embrujada!
—Sí... Bueno, retírate.
La vieja no discutió y se
inclinó, respetuosa y con una sonrisa. Susnia fue a la ventana. Así
que Vitrivenia ya sabía que ella era la esclava cuando ella aún no
sabía que era la señora... ¿Pero quién podría decirle más?
Y he aquí que Surpiria se
presentó con aparejos del campo al hombro, andando tranquila. Quizás
una de las mejores trabajadoras, pero basta como una fiera del
bosque. Por ello, la joven señora Susnia creció sin verla
demasiado, aunque ahora como señora a secas no tuviera otro remedio.
Pero sabía que, cuando Vitrivenia pasaba el tiempo con los suyos en
la hacienda, era su mejor amiga.
«Los visitantes
decían
que a dos personas con caracteres opuestos, pero que se relacionan,
se les llama
en su planeta ‘La extraña pareja’. Desde luego, es un bonito
contraste».
La llamó. La esclava se
sorprendió muchísimo, y se acercó con una mezcla de temor y
curiosidad.
—Señora, aquí estoy—dijo,
a la expectativa.
—Surpiria, levanta la cabeza.
Ella lo hizo con cierto
resquemor. Para su enorme sorpresa, Susnia se la cogió y la obligó
a mirarla a los ojos.
—Escucha—dijo, cordial pero
firme—Te voy a preguntar algo, pero no se lo cuentes a nadie. En
especial a Vitrivenia.
Inaudito le pareció a la sierva
que a ella, quizás la más sucia de todas las muchachas de la
hacienda, la tocara la señora que se crió entre sábanas
limpísimas. Sólo asintió, Susnia fue clemente con su repentina
timidez.
—Eres amiga de Vitrivenia.
¿Acaso sabes cuándo supo Vitrivenia que era esclava?—y estuvo
dispuesta a preguntárselo con otros términos, por si no entendía
la pregunta, pero la impaciente chica, aliviada por lo que debió de
considerar un verdadero chiste de pregunta, respondió breve y
concisa.
—¡Ah! Pues desde siempre, ni
más ni menos.
Susnia parpadeó.
—Pero... ¿Cómo es posible?
Piensa, Surpiria, que nos enseñan muchísimas cosas de
pequeños—dijo, olvidando por un momento que se suponía que ella
era de una sangre mágica, cosa que lamentó.
Pero Surpiria no reparó en esos
matices y se explicó con mayor detalle.
—Bueno, señora, no soy...
falosolfa, o como fuera lo que dicen
esos... Bueno, ya sabes, señora—disimuló, pues recordó que
Susnia acababa de echar
a los «otromundos», como los llamaba ella y el resto de su familia
con cariño—No pienso en si aprendí lo poco que sé cuando ya
sabía andar o antes, y si esto les pasa a los demás siervos. Pero
en el caso de Vitrivenia, juraría que ella debió de saberlo al poco
de respirar. ¡Porque ella me explicó a mí que éramos esclava
cuando apenas era un retaco!
Susnia se mostró interesada,
pero tomó aire antes de pedirle que continuara la historia.
—Pues fue allá cuando las
fiestas de la segunda primavera, cuando aún vivía aquel viejo,
Cluises, pues recuerdo que dio la charla con muchísima gracia.
—Lo recuerdo—dijo Susnia,
con una sonrisa—Murió por una extraña caída precisamente entre
los otoños—para Susnia, lo importante del relato era que apenas
había empezado la tercera crienia de sus tres vidas: Susnia,
Vitrivenia y Surpiria.
—Quizás por eso lo recuerdo
tan bien. Bueno, el caso es que este tipo, Clauto el sobrino de
Sorrón, me dio un empujón. Iba a darle yo una golpiza, cuando
Vitrivenia se me agarró con una cara realmente asustada.
«—¡Suéltame, Vitrivenia!
¡Le pegaré a ese tonto!
—¡Desdichada!—gritó,
dejándome impresionada. ¿Sabes, señora, que entonces aprendí
también esa palabra?—¿No sabes que no debemos tocar a los
libres?»
—Y le pregunté qué era eso.
Y me lo explicó así: me cogió de la mano y me llevó a la plaza de
la crucifixión. Me impresionó, nunca me acerqué porque mi hermano
me había advertido que jamás lo hiciera. Cuando le pregunté por
qué esos hombres sufrían tanto, me contó que eran esclavos que se
habían portado mal. Dijo que en el mundo había libres y esclavos, y
que nuestra desdicha—otra vez esa palabra—nos había hecho
esclavas y que debíamos ser amables con los libres en todo momento.
Surpiria suspiró. Susnia vio
que el misterio parecía claro. La Vitrivenia pequeña era muy
audaz... «Era».
—Cuando volví a casa,
pregunté si éramos esclavos. Padre me preguntó, un tanto dolido,
quién me lo había dicho. Les expliqué a todos qué había
ocurrido. Nadie se enfadó conmigo por haber ido a la plaza de la
crucifixión, ni siquiera mi hermano que estaba allí.
«—Desde luego, ¡qué buen
juicio tiene esa niña!—dijo madre—Su madre la adora y espero con
ella que entre en la casa de la señora, así al menos escapará de
ser una sierva de la gleba como nosotros».
—Padre simplemente se limitó
a asentir. Y así, señora, te digo que Vitrivenia ya sabía que era
esclava cuando aún yo no.
«Y
aún así lo supiste antes de que yo supiera que era
la señora»,
pensó Susnia.
Entró un momento en la
habitación después de indicarle a Surpiria que se quedara. Se
volvió y le dio una moneda de veinte solicis a Surpiria en la mano.
Una vez más la tocaba Susnia y Surpiria parecía al borde de un
ataque de nervios.
—Si te preguntan por qué te
han retrasado, diles que simplemente te estaba felicitando y dale la
moneda al capataz por sus esfuerzos con vosotros, mis queridos
siervos.
Surpiria se inclinó, brusca y
veloz, y se fue aún más. No evitó cierta mirada estudiosa antes de
irse. A Susnia le pareció que sin duda se moría de ganas por
preguntar algo, pero la despidió. Se marchó.
«Creo
que esta es la pregunta: ¿Vas a concederle la manumisión a
Vitrivenia?»
Susnia aún reflexionaba en el
relato de Surpiria cuando vino una criadita aún pequeña.
—El capataz que has enviado al
mercado quiere verte.
Salió con
la niña, quien se retiró tan cortésmente como supo,
y el hombre la saludó con respeto. Ella le preguntó qué ocurría.
—Pues ya han sido vendidos—le
dijo el hombre.
Susnia no llegó a sentarse de
pura sorpresa.
—¿Es posible?
—Sí, y del modo más
afortunado para ellos. No sé si sabrás que con tu honorable marido,
señora, iba un tal Trosquio, que llegó a teniente por honores
durante su servicio por Turnia.
Susnia frunció el ceño un poco
cuando oyó nombrar a su estúpido marido, pero el nombre le hizo
pensar varias cosas.
—Pues creo que me suena.
¿Puede ser uno de los que se opusieron con vehemencia a que los
infamaran?
—En efecto, eso lo ha
reconocido.
—Y además le gustaba
Esfiachana. ¡Creo que Anus... sh se lo comentaba a ella!
—Por el modo en que la miraba,
diría que sí—dijo el hombre, sin poder evitar una sonrisita.
«Sólo
porque se opuso al maricón de Mirrón ya me cae bien el tal
Trosquio»,
pensó regocijada, «Por
lo segundo, lo tengo por hombre de gustos curiosos».
Susnia se levantó y llevó al
hombre a una mesa, donde descargó el dinero. No le llevó mucho
contarlo, al fin y al cabo pagaron en danaríes.
—Exacto. ¿Es rico ese
hombre?—preguntó Susnia.
—Iba con gente de su pueblo,
que han oído mucho hablar de los seres del otro mundo y de algunas
de sus proezas intelectuales. Se los llevan porque en ese pueblo
tienen necesidad de enseñanza pero los maestros
son muy caros.
—Comprendo. Bueno, aquí
tienes tu parte.
Se
la dio y lo despidió
acompañado
por la niña.
Se dispuso a seguir
reflexionando en el relato de Surpiria, cuando entonces oyó la voz
de Vitrivenia. Había vuelto y le narraba la tita que las ventas
habían ido bien.
—Bueno, ve a contárselo a la
señora—dijo la tita.
Pero Susnia alzó la voz.
—¡Os he oído! Si acaso, que
me dé el dinero y me dé cuenta de cuánto ha vendido.
Vitrivenia entró sonriente,
como siempre. Hizo lo que se le pidió y se retiró a esperar que le
encargaran algo nuevo cerca de la habitación de Susnia,
quien
se encargó
con las nuevas cuentas.
—Están correctas—Susnia
temía que la ausencia de Yekaterina hubiera sido un problema, pero
no: consiguió un precio comparable a los de la... «ucraínska»,
eso era.
Susnia, un poco cansada de
tantas cuentas, se retiró a su habitación. Aún seguía dándole
vueltas a su preocupación. Creía recordar que existió una
Vitrivenia alegre, en absoluto consciente de su servidumbre... Sabía
que ella misma había vivido sin ser consciente de que era señora.
«Pero tampoco significa nada.
Tampoco sabemos al nacer quiénes son nuestros padres, pero sin duda
debemos tenerlos. Las ideas de los visitantes tienen sus
contradicciones. ¿Por qué, si la esclavitud es antinatural, se
mantiene tan bien Turnia? Ellos mismos admiten que la tal Roma con la
que comparan Turnia era un país corrupto. Bien, pues basta con que
los señores sean íntegros para que los esclavos obedezcan. Y cuando
vean que algunos se libran de la servidumbre, pues entenderán que lo
mismo puede ocurrir con sus hijos o sus nietos»
—¡Como si ahora todos
debiéramos ser iguales! ¿No los hay fuertes y débiles? ¿No los
hay bellos y feos? ¡Pues hay amos y esclavos!—dijo, irritada, más
alto de lo que creyó.
Casi se asustó cuando oyó de
pronto la puerta abrirse. Se volvió lentamente.
Y allí estaba Vitrivenia. La
miraba con su sonrisa de estatua. Susnia sintió miedo, en una de las
visiones de la «tableta embrujada», como la llamara su tita, una
fatídica
estatua mataba a desdichados. Por un momento, sospechó que
Vitrivenia fuera un monstruo, pero la voz dulce de la muchacha la
devolvió a la realidad.
—¿Ha llamado mi cara señora?
Susnia se repuso.
—No, no. Simplemente... Estaba
reflexionando y he hablado sin darme
cuenta.
Vitrivenia esperaba a que se le
dijera que se retirara. Susnia quiso observarla un momento.
—¿Sabes, Vitrivenia? Los
cautivos del otro mundo... Han sido vendidos antes de la segunda
tarde.
La muchacha no pareció
alterarse, pero Susnia, totalmente atenta, percibió que había
dejado de respirar.
—¡Oh!—dijo Vitrivenia, y
debió de reflexionar durante tres segundos—¿A todos, señora?
—Sí, y además a la vez. Los
han comprado los habitantes de un pueblo de la costa, porque uno de
ellos fue teniente por honores cuando los capturaron, precisamente.
Técnicamente, son propiedad del pueblo. También se han ido allí
los niños.
Vitrivenia calló un momento.
Volvió a respirar con normalidad. Susnia la dejó recrearse unos
segundos antes de seguir explorando.
—Supongo que estarás alegre.
Os llevabais bien, ¿verdad?
Pero no resultó. Vitrivenia
volvió a su imperturbabilidad de estatua.
—Me alegro por los niños,
señora, pues aún necesitan cuidados. Y sí, por ellos... Pero
espero de corazón que sean menos obstinados. Me hago cargo, señora,
de que llevan mal haber vivido en una especie de países de
príncipes, a juzgar por cómo hablaban, y ahora ser sólo siervos de
condición infame. Pero esto es Turnia.
«Admirable.
No me extraña que la tita te tenga en tan alto concepto. ¿A quién
quiero engañar? Me has fascinado siempre, encanto».
Adoptando una sonrisa neutral,
Susnia la despidió. Pero la llamó un último momento.
—Vitrivenia—dijo.
La fámula se volvió, con su
sonrisa.
—Vitrivenia, ¿me odias?
Su sonrisa se fue transformando
poco a poco en un gesto de disgusto. Suspiró, apesadumbrada. Aún
así, todavía parecía una estatua.
—¿Qué puedo decir? Mi
familia ha sido esclava de la tuya desde hace ya casi
una cuenta ogdo completa.
Todo, porque ellos consideraron injusto un impuesto y hubo rumores de
que se harían aliados de los quilieses. Podrían tus antepasados
haberlos castigado un tiempo, pero consideraron mejor considerarlos
de su propiedad a perpetuidad—dijo, curiosamente, prescindiendo del
término de cortesía, pero todavía respetuosa.
Vitrivenia hizo una pausa y se
mesó el pelo. No dejó de tenerlo agarrado mientras hablaba.
—Y si todavía hubiera sido
sólo que nos hubierais
explotado mientras
apenas recibíamos
migajas, pues podríamos reconciliarnos con pagos periódicos de
vuestra parte. Pero es que a mi tatarabuelo lo marcaron como un
animal, como tu cruel marido ha hecho con los pobres desdichados del
otro mundo por querer ser independientes.
Vitrivenia hizo otra pausa y
entonces su faz reflejó cierto matiz de desesperación.
—Y todavía tu tatarabuelo,
que era un buen hombre hasta cierto punto, los trató bien. Su hijo,
el padre de tu abuela, era un monstruo, que día y noche violaba a
las siervas. A una de mis abuelas la violó y a veces me pregunto si
no seremos primas lejanas. Lo sabes porque a veces lo comentaba la
tita cuando
estabas
escondida
detrás de la puerta sin que ella lo supiera. ¡Tan astuta para
tantas cosas y tan descuidada con los niños que
escuchan a escondidas! Tu
bisabuelo tuvo sus buenos
hijos varones, a los que en un acceso de inusual
humanidad los liberaba con sus madres y sin pedir siquiera
ruegos, como mínimo hay
tres familias que podrían formar parte del clan. De su esposa
legítima sólo tuvo niñas, quizás como castigo por su... «odio
a las mujeres», decían
las visitantes del otro mundo. Aunque para mí fue mejor su muerte a
manos de una sacricia a la que intentó violar, pero iba
perfectamente armada y le cortó los testículos, dejando que se
desangrara por el regazo.
Lo sabes porque el que va
a ser tu imprudente
marido lo comentó una
vez
con tu tío abuelo.
Entonces adoptó un tono de
fastidio.
—La mayor de sus hijas, tu
abuela, fue la heredera, quien no pudo violar a nadie como su padre,
pero a diferencia de él,
era mejor atrapando a la gente. Siempre supo cómo aplastar a todos
bajo contratos increíblemente caros, pues
como alimentaba bien
a sus siervos, se
sentían
en deuda con ella. Como declararon los visitantes del otro mundo,
cuya opinión supiste gracias a una sierva chivata, sólo a una
tirana se le podría haber ocurrido un
contrato por los pobres Tapón y Brocha, comprados
a unos padres sin recursos, que se incrementaba por cada día de
sustento,
sin siquiera
ponerles
nombres decentes. ¡Comprarlos a cambio de no dejarlos morir de
hambre! Y encima ni se molestó en dárselos a una de sus siervas,
sino que fueron rotando y los pobres estaban medio asilvestrados
cuando los adoptaron los visitantes.
Aquí suspiró de nuevo y rió
con ironía.
—Tu abuela supo qué tipo de
hombre era su padre, así que se buscó a un hombre particularmente
honrado. Quizás demasiado para lo que es su «ética de trabajo»,
que dirían los visitantes...
Pero tengo más interés en su descendencia, o tu ascendencia
directa.
Se dio la vuelta, algo
decepcionada.
—Tus padres murieron pronto.
Tu padre, el heredero, era enfermizo y un tanto bobalicón, así que
no fue ni malo ni bueno, sólo existía. Pasó el ejército con
ciertas protecciones,
siendo honesta,
nadie esperaba nada de él. Tu madre no se engañó con él, ya lo
sabes: tu abuela habló con ella y le dijo claro que confiaba en
ella para que la hacienda no se viniera abajo con semejante hijo.
Cómo era, no lo tengo claro: murió casi tan pronto como te tuvo.
Algunos dicen que era como tu abuela, lo que tiene cierto sentido.
Otros, sin embargo, dicen que era como tu abuelo. Los últimos, que
era una muchacha extravagante, aficionada a ciertas religiones
extranjeras. ¿Quién sabe? Está muerta y eso es todo lo que debe
importarnos. Murió en el mismo accidente que
tu padre y tu abuelo, lo
que superó tu abuela como pudo porque te tenía a ti, último
vástago de la familia.
Vitrivenia volvió a encararla,
un tanto perpleja.
—Algunos le aconsejaron
casarse, que aún podría darle un hijo a la hacienda y así asegurar
el destino del clan con mayor seguridad. Pero, curiosamente, no
accedió. ¡Quién sabe por qué! A lo mejor creyó que sobrevivirías
por la voluntad de los dioses. Quizás
consideró la macabra idea de sustituirte, si morías, por alguna
esclava que posiblemente fuera su pariente
lejana por las maneras de tu bisabuelo.
A lo mejor le importaba todo bien poco en ese preciso momento. No me
extrañaría que en su fuero interno se considere un monstruo que no
sabe cómo parar la maquinaria que la creó.
Vitrivenia señaló a Susnia,
acusadora.
—Y por último, tú, ¡oh,
Susnia!, has sido mala a tu propia manera. Eres desdeñosa
cuando los demás no acceden a tus caprichos. Como
los visitantes no te trataban
como querías, los has
vendido como a ganado de
modo legal, pero inaceptable
para la dignidad humana.
Lo curioso, ¡oh, Susnia!, es que sí te trataron como lo que eres:
la reina de los esclavos, que parece más alta porque
a
los otros los han
hundido
en la miseria desde su mismo nacimiento.
Susnia no cambió su expresión.
—Vitrivenia, ¿somos amigas?
Vitrivenia por fin rompió su
expresión estatuaria, su asombro le hizo abrir la boca, dentro de
los límites de la buena crianza, al máximo.
—¡Pero, Susnia, qué
tonterías son esas!—dijo, pero aún era educada en su tono—Tú
eres el ama y yo la esclava. ¿Cómo demonios vamos a ser amigas?
¿Nunca lo has oído, «tienes tantos enemigos como esclavos»?
¿Acaso no ha insistido
la tita en describir nuestra relación desde
la más temprana infancia de «compañeras»? ¡Qué bien sabe esa
astuta mujer que no puede haber amistad entre desiguales en posición
social!
Vitrivenia se agitó, casi que
estaba a punto de reírse. Pero se contuvo, tomó aire y prosiguió.
—¿Es que acaso las palabras
de esos individuos de otro mundo, de ese mundo como el
nuestro
en su capacidad de sustentar hombres,
por lo que
no le dan ningún nombre en especial, te han confundido? ¿Ahora
crees en la igualdad entre todos los seres humanos, ignorando cosas
tan importantes como sexo, clase, nación y fuerzas naturales? ¡Ay,
Susnia! No podrás sobrevivir. Podrías
ser esclava y tonta si por tu
fortuna a tu
señora le hiciera
gracia la pobrecita que
serías, pero no puedes
ser señora y tonta, pues los esclavos nos rebelaremos y te mataremos
por nuestra libertad, diremos, pero la mayoría lo hará por no tener
que obedecer más a nadie. Y seguro, Susnia, que surgiría un nuevo
Mirrón o una nueva Susnia que, para protegernos nos diría, nos
esclavizaría otra vez para su interés.
Vitrivenia se calmó, la miró
con compasión y acabó así.
—Quizás fuimos amigas, cuando
ninguna supo nada. Pero todo ha conspirado contra nuestra amistad, mi
preciosa Susnia...
Mientras imaginaba estas
posibilidades, Susnia se quedó mirando al vacío. Cuando volvió en
sí, Vitrivenia la observaba con una atención asombrosa. Seria,
parecía considerar la idea de si estaba enferma. Cuando vio que
Susnia volvía a mirarla, se ocultó por puro acto reflejo bajo la
cara de estatua.
«Sabía
que existía... existe... mi Vitrivenia»,
pensó ella, emocionada.
—Perdona, Vitrivenia, pero
tráeme una copa medicinal, no llena del todo. Creo que no me siento
muy bien, mézclala con hidromiel.
Vitrivenia, al fin con algo que
hacer, cumplió rauda el pedido.
—Mezcla el contenido de la
copa medicinal con el hidromiel hasta donde puedas, ya sabes que odio
su sabor. Y lo que quede de hidromiel es para ti, que sé que te
gusta. Tómalo a mi salud.
Vitrivenia se inclinó y apuró
la copa con el resto.
Cuando Susnia tomó la suya, se retiró la muchacha, cerrando la
puerta. Susnia además la aseguró, y también cerró la ventana. La
copa medicinal era una mezcla de sustancias entumecedoras
del dolor, la médica
del otro mundo no la recomendaba.
—No cura, sólo alivia el
dolor y además crea dependencia—decía a quien quisiera oírla.
«Bastantes
le hicieron caso, siendo
justa, cuando se vio que curaba a muchos. Pero no la quiero como
medicina»,
pensó Susnia.
La quería porque las fantasías
que le causaba eran simplemente maravillosas. ¡Qué delicia! Allí,
todos eran amigos y poco importaba quién era señor, quién esclavo,
quién plebeyo.
Y los visitantes
del otro mundo carecían de sus marcas de infamia. Eso era lo mejor.
No contaba la ausencia de Mirrón, pues hasta ese punto lo
consideraba indigno. Pero
lo mejor era que Vitrivenia, sonriente como la había sorprendido
desde lejos, se acercaba a ella.
—Miradla—dijo Susnia—¿No
es hermosa? ¿Cómo sostener que los seres humanos son iguales cuando
ella es una verdadera diosa?
¿Cómo era eso que decías, Sviatlana?
—Un
principio de los reyes de cierta época de nuestro mundo, «el
primero entre iguales»—dijo Sviatlana.
Susnia se inclinó
respetuosamente cuando estaban a punto de encontrarse.
—Vitrivenia, ahora eres tú la
señora. Dinos qué hacer, todos te obedeceremos. ¿No es
así?—preguntó, volviéndose a todos los que amaba, que estaban
allí: los
visitantes y algunos de sus siervos, conocidos entre los plebeyos
y sus amigos nobles,
quienes se inclinaron
todos sonrientes y felices.
—Muy bien, acepto ser la
señora—dijo Vitrivenia, hablando con verdadera majestad—Pero no
marcaré a nadie. ¿Qué necesidad tendría de hacerlo cuando todos
me reconocen? Destruir la belleza es sólo propio de... digamos que
es inútil—resumió.
Y jugó con el pelo de Susnia.
La invitó a levantarse, se acercó a ella, la abrazó amistosamente
y declaró:
—Mi primera orden es que nos
llamemos todos amigos, aunque yo sea la señora. Donde hay amor, hay
amistad, y todos nos amamos.
Y besó a Susnia.
—¡Qué más da lo que pasara
entre tu tatarabuelo y el
mío! No sé por qué tú,
magnífico fruto entre los de la tierra, de las tierras quizás
también infinitas, debes sufrir por lo que entonces pasara—dijo
Susnia—¿A quién le importa ya aquel tributo?
—Tampoco tú debes sufrir.
Pero más importante aún: no debes hacer sufrir—la advirtió
Vitrivenia.
—Pues intentaré ser buena y
amable. Por favor, no dejes de corregirme si me desvío del buen
camino. ¿A quién hay que seguir? ¿A los dioses de Turnia? ¿A los
militares triunfantes? ¿A las mujeres castas? ¿Al tal... Ungido
del que habla... Anush? ¿O a ese... Iluminado
que mencionan otros?
¿O quizás al tal «Niche»
del que hablan de tanto en tanto?
—A quien mejor prefieras, lo
que te incluye a ti misma—dijo Vitrivenia, solemne.
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