lunes, 20 de diciembre de 2021

La reflexión de la sierva (I).

Vitrivenia se apresuraba entre las callejuelas de la vieja, la poderosa, la hermosa Turnia. Como siempre, la chica tenía un objetivo claro en la mente. En ese momento era sustituir a Yekaterina, la anterior esclava que vendía las verduras entre los plebeyos.
«Ni tan vieja, ni tan poderosa ni tan hermosa es esta ciudad para mí desde hace mucho», pensó sin poder evitarlo. La expresión quizás parezca extraña, pero la humilde Vitrivenia aprendió desde bien pronto a evitar ciertos pensamientos. No obstante, su resistencia se había minado desde hacía tiempo.
«Por culpa de los 'otromundos'», recordó, llena de pesar. Los «otromundos» eran los seres humanos más extraños que turnio alguno hubiera visto nunca, con excepción de las historias sobre los dioses (y Vitrivenia sabía que semejante pensamiento era nuevo en ella, gracias a los mismos individuos). Aseguraban proceder de otro mundo, declaración esta que asombró a muchos por el propio carácter de alteridad.
—¿Qué otro mundo?—preguntó su amiga Surpiria cuando se enteró—¡Pero si sólo existe el mundo! ¡¡Ahora dirán que hay varios cielos o soles!!
A la propia Vitrivenia le costó algo entenderlo, pues de hecho al principio pensó que venían de algún otro continente, más allá de un mar extenso hasta lo difícil de imaginar. Cuando comprendió que venían quizás de más allá del cielo, o incluso de un sitio que no podía señalarse, se quedó muda, aunque recordó que ciertos filósofos afirmaban que el mundo era un globo y que en otros globos, similares a los percibidos como astros, había otros seres. Los filósofos ya no se ponían de acuerdo en si eran similares a los seres humanos o no, pero al menos esos sí lo eran.
—No es que seamos humanos como vosotros—explicaba la médica, llamada Kafika—Es complejo de explicar. Nosotros procedemos de otros seres que no eran exactamente como nosotros y lo mismo ocurre con los vuestros respecto a vosotros, pero nuestros antepasados de muy antaño diferían en mucho a nuestro lado, tal es el caso con los vuestros. Las circunstancias de la vida han hecho que sus descendientes, vosotros y nosotros, seamos muy similares, pero aún quedan restos que nos diferencian, de hecho es imposible que nos podamos reproducir.
Entonces los turnios preguntaban si la humanidad a la que pertenecían los visitantes descendía de algún tipo de dioses distintos a los de los turnios, y en ese caso cuáles eran los superiores. A los visitantes los desesperaban esas preguntas. No por nada: ellos mantenían que una diosa les había hablado de un monstruo que habría acabado con el mundo donde se encontraba Turnia. Aceptaron ir para salvar este mundo, indefenso frente a semejante bestia. Esta fue fácil de eliminar, pero cuando llegó al hora de volver, la diosa los traicionó. Según ella, aún persistía el monstruo: la esclavitud y la ambición del señor Mirrón, noble turnio, de sojuzgar a los países vecinos y así tener aún más esclavos.
Los visitantes del otro mundo, como los llamaban los señores de la ciudad, debían, pues, acabar con la esclavitud. ¡Desdichados! A todos les parecía una empresa tan difícil como hacer que el cielo dejara de ser azul. No obstante, Vitrivenia sabía que acabarían teniendo éxito.
«No tanto porque nos hayan descubierto nuevas ideas, sino porque nos las han recordado», era la conclusión de Vitrivenia. Ella era la esclava favorita en su casa: la anterior señora, Mumnia, «la abuela» la llamaban todos, se fijó en lo bien que sabía comportarse siendo apenas una criatura y la llevó a vivir a la casa principal, donde la educó con su nieta, Susnia, la actual señora.
En la actualidad, Vitrivenia era llamada la nueva Estatua de la Buena Sierva debido a su intachable conducta hacia sus señoras. La Estatua de la Buena Sierva era en realidad un pilar del palacio de Turnia, decorada con la figura de Globia, un personaje histórico (mítico, opinaban algunos de los visitantes). Esclava de la justa reina Setímiris, habría sacrificado su honor en favor de su señora, quitándose a continuación la vida para reparar su honor.
La historia aseguraba que un joven noble de costumbres perversas, tan odioso que los turnios se negaron tanto a repetir su nombre, como llamar así a sus hijos, cayendo en el olvido, se empeñó en poseer a la reina Setímiris. La fiel Globia le propuso a su señora ir a sus citas, aprovechando la oscuridad del encuentro, para así salvaguardar el honor de su señora a costa del propio suyo, pues «como sierva, mi honor está íntimamente ligado al vuestro». Descubiertas las maldades del pillastre, Globia se quitó la vida para no ser el recuerdo del intento de mancillar a su señora. Dolida por la marcha de su buena compañera, la reina Setímiris decidió conservar su recuerdo como estatua.
—No hace falta ser muy listo—se quejaba Sviatlana, la líder de los visitantes, llamada por la mayoría de turnios «Esfiachana»—para darse cuenta de que la historia es una chorrada para tener al pueblo cogido por los h...—era muy enfática, por su educación como criada cortés, Vitrivenia no se atrevía a pensar en ciertos términos, aunque fueran muy populares—¿Quién se cree semejante sacrificio? ¡Seguro que la señora la envió bajo amenazas!
—Personalmente, creo que la historia es semimítica—opinaba Julio, otro de los visitantes—No cabe duda de que hubo tal reina, mi hipótesis es que alguien la exigió como esposa. Pero como la coyuntura política no lo aconsejaba, enviaron a una sustituta, vete a saber si voluntaria o no, para tomarle el pelo. El resto son inventos de poetillas y relamidos.
Los demás visitantes consideraban que ambas posibilidades eran verosímiles, pero no se decantaban por ninguna. Algunos pensaban que la muchacha era una esclava que hizo las presentaciones, otros que ella misma había sido engañada y fue la víctima inocente de las manipulaciones de los poderosos.
—Estoy convencida de que debió de haber una víctima inocente—decía Yekaterina, proveniente de un país llamado «Ucraina»—A la gente de aquí, como a la de nuestro mundo, les encanta la tragedia de una pobre niña muerta.
—Claro, pero de ahí a que este haya sido otro caso...—debatía Peter, un habitante de una isla llamada «Eire»—Aquí estoy más de acuerdo con Sviatlana, la historia es probablemente una inteligente fabricación que contiene, eso sí, todos los elementos de una buena historia.
—Me abstengo de opinar—dijo Sachiko, una mujer sorprendentemente fornida procedente del país del Sol Naciente, una especie de espía y guerrera llamada «kunoichi»—A mí me parece que las dos explicaciones se apoyan. Pero tampoco descarto que la niña se presentara voluntaria, hay historias muy locas sobre siervas exageradamente fieles.
«Bueno, ella decía que era kunoichi», pensó Vitrivenia, «Los demás afirmaban que era una huérfana obsesa con tales espías. En cualquier caso, dicen quienes entienden que sabía luchar».
—Ahí te doy la razón—dijo Ji-young, procedente del «Gobierno de los Han Mayores», curioso nombre para un país, aunque no menos que el suyo, que parecía a propósito para que los turnios lo encontraran difícil de pronunciar—Como vosotros sois «procedentes de donde el sol se pone»—parece que en aquel mundo había una curiosa división entre los países cercanos a la salida del sol y los cercanos a su puesta, pero a Vitrivenia nunca le quedó claro cuáles caían en cada punto cardinal—, os cuesta más imaginar ciertas relaciones de amos y criados, pero por historias que me ha contado mi abuela, os aseguro que una criada de toda la vida es más que una amiga íntima.
—Mira, que aquí algunos hemos vivido en Turquía y hemos estudiado su historia. Sí, es verosímil, pero que la criada fuera tan perfecta ya me parece difícil, aunque sólo sea porque todos los seres humanos tienen dudas. Una cosa es criar a una niña muy fiel y otra que sea una marioneta hecha de carne y sangre—contrapuso Akakios, un tipo enorme que se denominaba «heleno del mar».
—Una cosa es devoción, otra es ser una santa—admitió Anush, una «hayastaní»—La considero como alguien similar a mí misma, sólo que encima con la educación de entonces. Y como sería de natural bobilla, pues aprovecharon para crear una imagen de perfección alrededor de ella.
—Me abstengo de opinar—dijo un hombre de la misma estatura de Sviatlana, de pocas palabras, llamado John y muy callado—Sólo diré que la estatua me parece hermosa en su sencillez de formas y terrible en su propósito.
—Y yo—dijo Kafika—, bastante tengo con prevenir enfermedades como para interesarme por la «comparación del discurso humano».
—Mirad, soy de un país que practicó la esclavitud desde muy antiguo, pero al menos no nos inventábamos semejantes mentiras—dijo Farid, un tipo que dejaba a Vitrivenia perplejo, pues decía que venía de un país llamado simplemente «Las Islas», pero en realidad era mayormente un desierto que ya había absorbido las islas originales que dieron nombre al país, bastante pequeñas por otro lado.
Vitrivenia tuvo sus momentos buenos y malos con ellos. Aunque ella los ayudó, hazaña que no negaban, les exasperaba la docilidad de la muchacha.
«De todos modos, ¿qué sabían ellos?», se preguntaba Vitrivenia, con cierto orgullo.
Y empezó a rememorar. Seguía caminando hacia su destino.

De pequeña, Vitrivenia salía a curiosear por la ciudad. Descubrió una pequeña brecha en la valla situada detrás de la huerta de la abuela Crostia. Podía salir y entrar sin ver vista. Al principio, los niños más pequeños se acercaban a ella como a cualquier otro niño, puede que más porque ya era muy mona.
—Y esta niña, ¿de quién es?—preguntaba algún adulto de tanto en tanto, pues ya notaban que atraía la atención. Pero entonces veían sus ropas y exclamaban cosas como las siguientes.
—¡Anda! ¿Será hija de la vendedora?
—¡Pero si hoy no ha venido! No sé cómo habrá llegado aquí, creo que ya estaba hace dos días.
Poco después de estas conversaciones, los niños se acercaban con ciertas reservas. Ella notó que estaba relacionado con sus ropas, pero no entendía por qué. Sí notó que eran distintas, pero pensó que simplemente era una norma que variaba en cada hacienda.
—Oye, quizás sea huérfana y nadie se haya dado cuenta de que se ha escapado—decían a veces.
—¡No digas tonterías! Si fuera eso, la verías rondando a todas horas. Y viene limpia, esta niña vuelve todos los días con alguien que se ocupa de ella. ¡Como para no hacerlo, con la ricura que es!
Al final, dejó de ir y probó suerte en otros lugares. El palacio la atrajo poderosamente, pero la mirada de los soldados ya le dijo «No entres» desde lejos. Pero, adoptando su pose más prudente, miró el exterior con atención. Cuando hubo llegado a la zona de la Estatua de la Buena Sierva, un enorme soldado que reparó en ella le preguntó, jovial:
—¿Qué? ¿Aprendiendo de buenos modelos de conducta?
Rió alegre. Vitrivenia se acercó unos pasos, mirándolo. El soldado la observaba, afable la expresión. Finalmente, después de varios acercamientos, se acercó a él y le preguntó:
—¿Qué es un modelo de conducta?
—Pues alguien a quien se puede considerar como digno de imitar, pues hace bien lo que debes hacer. Para mí, sería el amigo, que ya lleva muchas guardas—dijo y rió, señalando hacia la Estatua del Valiente Soldado.
—¿Y para mí sería esa?
—¡Claro! La Estatua de la Buena Sierva. ¿Nunca la habías visto?
El soldado hizo un gesto que quizás duró menos que lo que dura un parpadeo, pero a Vitrivenia no se le escapó. Aún afable, pero sin duda reservado, sólo le dijo lo siguiente:
—Bueno, ya entenderás por qué.
Vitrivenia era lo bastante aguda como para entender que debía irse, pues la conversación había acabado. No obstante, un suceso la llevó de nuevo a la puerta. Una niña con el doble de su edad que ella, de pelo muy claro para un turnio (pero poco al lado de Yekaterina) y rodeada por varias mujeres ya mayores, entraba. Curiosamente, los soldados la dejaban pasar con la mayor deferencia.
Iba a entrar ya la niña, cuando se fijó en Vitrivenia. Una de las mujeres siguió su mirada.
—¡Qué raro!—dijo la niña—¿Qué hará esta niña de la hacienda de la noble señora Mumnia aquí?
—Habrá salido con uno de sus padres y estará rondando, tampoco le prestes mayor atención—respondió la mujer, que sintió una repentina simpatía por Vitrivenia.
La niña miró a Vitrivenia de arriba a abajo antes de proseguir su camino hacia el interior del palacio. Vitrivenia tuvo una rarísima sensación. La niña no fue desagradable, ni mucho menos se desprendió de sus palabras ni un asomo de desprecio, ni siquiera la breve inspección denotaba nada sino simple curiosidad. Pero Vitrivenia notó cierta superioridad en sus actos por varios detalles que llamaron su concentrada atención. Primero, era la primera vez que veía a una niña tratada con tanto respeto, Segundo, en su hacienda la señora Mumnia no aislaba a su nieta de las niñas de la hacienda, en especial de las más limpias. Tercero, las ropas de la niña parecían más brillantes que cualesquiera otras que recordara. La abuela de la hacienda solía ser más sencilla. Cuarto y más importante, en cierto sentido Vitrivenia empezaba a desarrollar la idea de que todo el mundo la consideraba extraña allí.
Y estaba esa palabra: sierva. Sabía qué era un soldado, era un hombre con armas brillantes y ropa con ese mismo brillo. Los había visto de tanto en tanto en algunas fiestas. Eran distintos de los capataces, cuyas ropas eran no muy distintas a las de los esclavos y sólo llevaban palos y látigos. Vitrivenia pensaba al principio que existían para matar animales peligrosos, pero un día sorprendió a los niños jugando a ser soldados, luchando unos contra otros. Le asombró que ese fuera el fin del soldado.
Pero no entendió por qué había una Estatua de la Buena Sierva. ¿Acaso no decía la abuela que todos eran buenos siervos, allí en la hacienda? Vitrivenia pensaba que «siervo» era una manera de llamar a la mayoría de la población, los que cultivaban la tierra y cuidaban a los animales. De hecho, le llamó la atención que los barrios que visitara no tuvieran ninguna de esas ocupaciones, pero al principio asumió que, del mismo modo que a la abuela la atendían cierto tipo de siervas que no trabajaban la tierra, aquellos eran otros siervos que hacían otras cosas. Seguramente, incluso, tenían otra abuela.
Pero el comentario del soldado le hizo pensar lo siguiente: ¿Y si esa extrañeza se debía a que ella era una sierva? Luego, ¿hay más gente aparte de los siervos, las abuelas, los capataces y los soldados? ¿Qué era la gente del barrio? ¿Y esa niña? No podía ser una abuela, porque todas eran mayores.
Con esos pensamientos, aquel día volvió a su casa apesadumbrada. Sus padres le preguntaron con cariño si le había ocurrido algo, a lo que ella respondió que había perdido en los juegos con los demás niños. No la siguieron interrogando. Al día siguiente, decidió salir hacia otro lugar. La gente la miraba, algunos con curiosidad, otros con cierta compasión contenida, otros con un dominado desprecio y no faltaron los que le espetaban:
—¡Niña! ¡No te acerques por aquí!
Como era aguda, percibió que estos no le hablaban con odio, sino como advirtiéndole de un daño. En cierto sentido, se parecían al soldado que no le habló mal. No obstante, consideró que debía continuar, que necesitaba saber el origen del misterio. Sin que nadie la viera, se ocultó tras los tenderetes y avanzó hasta que lo vio.
Era un hombre. Estaba suspendido en el aire, de espaldas a un poste enorme. Vitrivenia comprendió enseguida que sufría y, si bien algo atemorizada, se dio cuenta de que había otro poste al que los brazos del hombre estaban sujetos. Y por los pies, al poste vertical.
Se desplazó un poco y vio que había más hombres, pero aún más postes. Se dio cuenta de que había soldados en la base de los postes y examinaban a los sometidos a esa práctica. No los oía, pero no le hacía falta para saber que los de abajo intentaban hacer que los de arriba se sintieran incluso peor.
Dejó de mirar y cerró los ojos, pero ya era lo suficientemente madura para saber que eso no iba a hacer que desapareciera. Se dio cuenta de que no lejos, había otro niño. Le pareció que era hijo de una mujer de allí, vendedora. El niño iba desnudo, la mujer iba vestida con ropas sucias.
—Ma’—dijo el niño—, ¿por qué están colgados?—preguntó señalando a los hombres.
La mujer los miró de manera indiferente. Vitrivenia se acercó para asegurarse de que oía su respuesta.
—Son esclavos—dijo la mujer—Se han portado mal y allí arriba los tienes, por idiotas. Los tendrán hasta que se arrepientan o sus amos quieran bajarlos, ¡jejeje!—rió, pero a Vitrivenia le pareció que lo hacía para no sentirse horrorizada.
—¿Esclavos?
—¡Anda que eres bobito! ¿No recuerdas cuando el otro día me preguntaste por qué una mujer seguía a otra con la cabeza gacha?
—Dijiste que era una sierva.
—Pues hijito, ¡eso es!—dijo la mujer, abriendo los brazos para dar a entender que era obvio—Un esclavo es lo mismo que un siervo. Es alguien que no puede hacer lo que quiera con su vida, porque otro lo ha comprado, como los que nos compran los cacharros.
—Y dijiste que la otra era noble—dijo el niño.
—¿Ves cómo eres más listo de lo que crees? Sí, hijo. En el mundo hay nobles, hay plebeyos y hay esclavos. Los primeros son los que más mandan y más esclavos tienen, porque provienen de familias fundadas por héroes. Los segundos mandamos menos, pero tampoco nos mandan y algunos tienen esclavos, normalmente uno. Tú y yo somos plebeyos, aunque seamos muy pobres y no nos miren siempre bien. Y luego están los esclavos, que tienen que aguantar porque les ha tocado.
—¿Y por qué?—preguntó el niño, realmente aturdido.
Vitrivenia tampoco lo veía claro. La madre estuvo a punto de insultar a su hijo, pero se contuvo cuando se dio cuenta de que no podía saberlo todavía.
—Pues... ¿Cómo te lo explico? Depende del esclavo. Algunos nacieron así porque son hijos de esclavos, así que tendrías que saber por qué lo son ellos. Otros acaban así porque son muy, muy pobres, más pobres que tú y que yo, que al menos comemos. Así que, para no morir hambrientos, se venden a cambio de comer. A otros los venden sus padres, cosa que me parece espantosa—la mujer realmente se indignó, a Vitrivenia le parecía basta, pero a su manera cariñosa—A otros los castigan a serlo porque han cometido alguna fechoría demasiado mala como para ser perdonados. A los últimos, simplemente los capturan: ya sean granujas, ya sean los que pierden en las guerras.
El niño estaba realmente asustado. Vitrivenia, por su parte, sudaba a pesar de que no hacía calor. Por primera vez en su vida, entendió que era propiedad de alguien. Entendió enseguida que «la abuela» era su ama y la de su familia y amigos. Todo su mundo, era un mundo de servidumbre.
«Les ha tocado», había dicho esa mujer.
—¿A cualquiera pueden hacerlo esclavo, mamá?—preguntó el niño, lentamente y con miedo.
—No—dijo la mujer—Los nobles, si se portan demasiado mal, son ejecutados—como vio que el niño dudaba, se explicó—Los matan. No pongas esa cara, tontito, no eres noble. Tú, en el peor de los casos, ganarías una azotaina.
Vitrivenia consideró que ya entendía el misterio. La niña del otro día era noble. Todos veían en ella a una sierva, nunca a la niña. En su lenta marcha, golpeó un guijarro que resonó. Tanto la madre como el hijo la miraron. A la madre se le iluminó el rostro.
—¿Ves a esa niña? Pues es una sierva. ¿Ves que en sus ropas lleva ese dibujo?
El niño se volvió un poco, asintió y volvió a mirar a Vitrivenia, con cara de atolondrado.
—¿Lo recuerdas? El otro día, cuando pasamos por el puente ese que te gusta.
El niño asintió con fuerza.
—Sí, lo vi en la entrada de la... hacienda.
—¡Eso es! Ese es el estandarte de la casa de la noble señora Mumnia, una mujer riquísima. Fíjate, hijo, que tendrá cerca de trescientos esclavos sólo en sus haciendas. En otros sitios, como minas y saladeros, tiene cerca de cuatrocientos. Esta niña es sierva suya. Los esclavos visten como nosotros los plebeyos, como la señora Mumnia es tan rica, sus esclavos no visten mal. Pero deben llevar un símbolo que los identifique.
El niño se volvió, con cara de verdadero espanto.
—¿...Y la subirán allí?—señaló a los crucificados.
La mujer entendió que eso podía aterrar a la pobrecita niña y le sacudió un buen capón a su hijo, quien estaba demasiado afectado como para echarse a llorar.
—¡No digas eso nunca!—dijo y, empleando sus mejores maneras, se dirigió a Vitrivenia—Pequeña mía, dame la mano, supongo que te has perdido cuando has salido con tus...
Pero Vitrivenia corrió a toda velocidad. Nunca supo qué cara puso la mujer. No está segura de haberse reencontrado con la madre o el hijo, que debe de tener su edad. ¿Serían ahora esclavos por pobreza? ¡Quién podía saberlo!
Cuando volvió a la hacienda, no habló. Sus padres sospecharon que quizás había salido, pero no le vieron marcas de que le hubieran hecho algo malo. Un día que la abuela pasaba y hacía un examen rápido de su propiedad, Vitrivenia se acercó a ella resuelta y le preguntó:
—¿Qué debo hacer para ser una buena sierva?

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