Vitrivenia se apresuraba entre las callejuelas de la vieja, la
poderosa, la hermosa Turnia. Como siempre, la chica tenía un
objetivo claro en la mente. En ese momento era sustituir a
Yekaterina, la anterior esclava que vendía las verduras entre los
plebeyos.
«Ni tan vieja, ni tan poderosa ni tan hermosa es esta ciudad para mí
desde hace mucho», pensó sin poder evitarlo. La expresión quizás
parezca extraña, pero la humilde Vitrivenia aprendió desde bien
pronto a evitar ciertos pensamientos. No obstante, su resistencia se
había minado desde hacía tiempo.
«Por culpa de los 'otromundos'», recordó, llena de pesar. Los
«otromundos» eran los seres humanos más extraños que turnio
alguno hubiera visto nunca, con excepción de las historias sobre los
dioses (y Vitrivenia sabía que semejante pensamiento era nuevo en
ella, gracias a los mismos individuos). Aseguraban proceder de otro
mundo, declaración esta que asombró a muchos por el propio carácter
de alteridad.
—¿Qué otro mundo?—preguntó su amiga Surpiria cuando se
enteró—¡Pero si sólo existe el mundo! ¡¡Ahora dirán que hay
varios cielos o soles!!
A la propia Vitrivenia le costó algo entenderlo, pues de hecho al
principio pensó que venían de algún otro continente, más allá de
un mar extenso hasta lo difícil de imaginar. Cuando comprendió que
venían quizás de más allá del cielo, o incluso de un sitio que no
podía señalarse, se quedó muda, aunque recordó que ciertos
filósofos afirmaban que el mundo era un globo y que en otros globos,
similares a los percibidos como astros, había otros seres. Los
filósofos ya no se ponían de acuerdo en si eran similares a los
seres humanos o no, pero al menos esos sí lo eran.
—No es que seamos humanos como vosotros—explicaba la médica,
llamada Kafika—Es complejo de explicar. Nosotros procedemos de
otros seres que no eran exactamente como nosotros y lo mismo ocurre
con los vuestros respecto a vosotros, pero nuestros antepasados de
muy antaño diferían en mucho a nuestro lado, tal es el caso con los
vuestros. Las circunstancias de la vida han hecho que sus
descendientes, vosotros y nosotros, seamos muy similares, pero aún
quedan restos que nos diferencian, de hecho es imposible que nos
podamos reproducir.
Entonces los turnios preguntaban si la humanidad a la que pertenecían
los visitantes descendía de algún tipo de dioses distintos a los de
los turnios, y en ese caso cuáles eran los superiores. A los
visitantes los desesperaban esas preguntas. No por nada: ellos
mantenían que una diosa les había hablado de un monstruo que habría
acabado con el mundo donde se encontraba Turnia. Aceptaron ir para
salvar este mundo, indefenso frente a semejante bestia. Esta fue
fácil de eliminar, pero cuando llegó al hora de volver, la diosa
los traicionó. Según ella, aún persistía el monstruo: la
esclavitud y la ambición del señor Mirrón, noble turnio, de
sojuzgar a los países vecinos y así tener aún más esclavos.
Los visitantes del otro mundo, como los llamaban los señores de la
ciudad, debían, pues, acabar con la esclavitud. ¡Desdichados! A
todos les parecía una empresa tan difícil como hacer que el cielo
dejara de ser azul. No obstante, Vitrivenia sabía que acabarían
teniendo éxito.
«No tanto porque nos hayan descubierto nuevas ideas, sino porque nos
las han recordado», era la conclusión de Vitrivenia. Ella era la
esclava favorita en su casa: la anterior señora, Mumnia, «la
abuela» la llamaban todos, se fijó en lo bien que sabía
comportarse siendo apenas una criatura y la llevó a vivir a la casa
principal, donde la educó con su nieta, Susnia, la actual señora.
En la actualidad, Vitrivenia era llamada la nueva Estatua de la Buena
Sierva debido a su intachable conducta hacia sus señoras. La Estatua
de la Buena Sierva era en realidad un pilar del palacio de Turnia,
decorada con la figura de Globia, un personaje histórico (mítico,
opinaban algunos de los visitantes). Esclava de la justa reina
Setímiris, habría sacrificado su honor en favor de su señora,
quitándose a continuación la vida para reparar su honor.
La historia aseguraba que un joven noble de costumbres perversas, tan
odioso que los turnios se negaron tanto a repetir su nombre, como
llamar así a sus hijos, cayendo en el olvido, se empeñó en poseer
a la reina Setímiris. La fiel Globia le propuso a su señora ir a
sus citas, aprovechando la oscuridad del encuentro, para así
salvaguardar el honor de su señora a costa del propio suyo, pues
«como sierva, mi honor está íntimamente ligado al vuestro».
Descubiertas las maldades del pillastre, Globia se quitó la vida
para no ser el recuerdo del intento de mancillar a su señora. Dolida
por la marcha de su buena compañera, la reina Setímiris decidió
conservar su recuerdo como estatua.
—No hace falta ser muy listo—se quejaba Sviatlana, la líder de
los visitantes, llamada por la mayoría de turnios «Esfiachana»—para
darse cuenta de que la historia es una chorrada para tener al pueblo
cogido por los h...—era muy enfática, por su educación como
criada cortés, Vitrivenia no se atrevía a pensar en ciertos
términos, aunque fueran muy populares—¿Quién se cree semejante
sacrificio? ¡Seguro que la señora la envió bajo amenazas!
—Personalmente, creo que la historia es semimítica—opinaba
Julio, otro de los visitantes—No cabe duda de que hubo tal reina,
mi hipótesis es que alguien la exigió como esposa. Pero como la
coyuntura política no lo aconsejaba, enviaron a una sustituta, vete
a saber si voluntaria o no, para tomarle el pelo. El resto son
inventos de poetillas y relamidos.
Los demás visitantes consideraban que ambas posibilidades eran
verosímiles, pero no se decantaban por ninguna. Algunos pensaban que
la muchacha era una esclava que hizo las presentaciones, otros que
ella misma había sido engañada y fue la víctima inocente de las
manipulaciones de los poderosos.
—Estoy convencida de que debió de haber una víctima
inocente—decía Yekaterina, proveniente de un país llamado
«Ucraina»—A la gente de aquí, como a la de nuestro mundo, les
encanta la tragedia de una pobre niña muerta.
—Claro, pero de ahí a que este haya sido otro caso...—debatía
Peter, un habitante de una isla llamada «Eire»—Aquí estoy más
de acuerdo con Sviatlana, la historia es probablemente una
inteligente fabricación que contiene, eso sí, todos los elementos
de una buena historia.
—Me abstengo de opinar—dijo Sachiko, una mujer sorprendentemente
fornida procedente del país del Sol Naciente, una especie de espía
y guerrera llamada «kunoichi»—A mí me parece que las dos
explicaciones se apoyan. Pero tampoco descarto que la niña se
presentara voluntaria, hay historias muy locas sobre siervas
exageradamente fieles.
«Bueno, ella decía que era kunoichi», pensó Vitrivenia, «Los
demás afirmaban que era una huérfana obsesa con tales espías. En
cualquier caso, dicen quienes entienden que sabía luchar».
—Ahí te doy la razón—dijo Ji-young, procedente del «Gobierno
de los Han Mayores», curioso nombre para un país, aunque no menos
que el suyo, que parecía a propósito para que los turnios lo
encontraran difícil de pronunciar—Como vosotros sois «procedentes
de donde el sol se pone»—parece que en aquel mundo había una
curiosa división entre los países cercanos a la salida del sol y
los cercanos a su puesta, pero a Vitrivenia nunca le quedó claro
cuáles caían en cada punto cardinal—, os cuesta más imaginar
ciertas relaciones de amos y criados, pero por historias que me ha
contado mi abuela, os aseguro que una criada de toda la vida es más
que una amiga íntima.
—Mira, que aquí algunos hemos vivido en Turquía y hemos estudiado
su historia. Sí, es verosímil, pero que la criada fuera tan
perfecta ya me parece difícil, aunque sólo sea porque todos los
seres humanos tienen dudas. Una cosa es criar a una niña muy fiel y
otra que sea una marioneta hecha de carne y sangre—contrapuso
Akakios, un tipo enorme que se denominaba «heleno del mar».
—Una cosa es devoción, otra es ser una santa—admitió Anush, una
«hayastaní»—La considero como alguien similar a mí misma, sólo
que encima con la educación de entonces. Y como sería de natural
bobilla, pues aprovecharon para crear una imagen de perfección
alrededor de ella.
—Me abstengo de opinar—dijo un hombre de la misma estatura de
Sviatlana, de pocas palabras, llamado John y muy callado—Sólo diré
que la estatua me parece hermosa en su sencillez de formas y terrible
en su propósito.
—Y yo—dijo Kafika—, bastante tengo con prevenir enfermedades
como para interesarme por la «comparación del discurso humano».
—Mirad, soy de un país que practicó la esclavitud desde muy
antiguo, pero al menos no nos inventábamos semejantes mentiras—dijo
Farid, un tipo que dejaba a Vitrivenia perplejo, pues decía que
venía de un país llamado simplemente «Las Islas», pero en
realidad era mayormente un desierto que ya había absorbido las islas
originales que dieron nombre al país, bastante pequeñas por otro
lado.
Vitrivenia tuvo sus momentos buenos y malos con ellos. Aunque ella
los ayudó, hazaña que no negaban, les exasperaba la docilidad de la
muchacha.
«De todos modos, ¿qué sabían ellos?», se preguntaba Vitrivenia,
con cierto orgullo.
Y empezó a rememorar. Seguía caminando hacia su destino.
De pequeña, Vitrivenia salía a curiosear por la ciudad. Descubrió
una pequeña brecha en la valla situada detrás de la huerta de la
abuela Crostia. Podía salir y entrar sin ver vista. Al principio,
los niños más pequeños se acercaban a ella como a cualquier otro
niño, puede que más porque ya era muy mona.
—Y esta niña, ¿de quién es?—preguntaba algún adulto de tanto
en tanto, pues ya notaban que atraía la atención. Pero entonces
veían sus ropas y exclamaban cosas como las siguientes.
—¡Anda! ¿Será hija de la vendedora?
—¡Pero si hoy no ha venido! No sé cómo habrá llegado aquí,
creo que ya estaba hace dos días.
Poco después de estas conversaciones, los niños se acercaban con
ciertas reservas. Ella notó que estaba relacionado con sus ropas,
pero no entendía por qué. Sí notó que eran distintas, pero pensó
que simplemente era una norma que variaba en cada hacienda.
—Oye, quizás sea huérfana y nadie se haya dado cuenta de que se
ha escapado—decían a veces.
—¡No digas tonterías! Si fuera eso, la verías rondando a todas
horas. Y viene limpia, esta niña vuelve todos los días con alguien
que se ocupa de ella. ¡Como para no hacerlo, con la ricura que es!
Al final, dejó de ir y probó suerte en otros lugares. El palacio la
atrajo poderosamente, pero la mirada de los soldados ya le dijo «No
entres» desde lejos. Pero, adoptando su pose más prudente, miró el
exterior con atención. Cuando hubo llegado a la zona de la Estatua
de la Buena Sierva, un enorme soldado que reparó en ella le
preguntó, jovial:
—¿Qué? ¿Aprendiendo de buenos modelos de conducta?
Rió alegre. Vitrivenia se acercó unos pasos, mirándolo. El soldado
la observaba, afable la expresión. Finalmente, después de varios
acercamientos, se acercó a él y le preguntó:
—¿Qué es un modelo de conducta?
—Pues alguien a quien se puede considerar como digno de imitar,
pues hace bien lo que debes hacer. Para mí, sería el amigo, que ya
lleva muchas guardas—dijo y rió, señalando hacia la Estatua del
Valiente Soldado.
—¿Y para mí sería esa?
—¡Claro! La Estatua de la Buena Sierva. ¿Nunca la habías visto?
El soldado hizo un gesto que quizás duró menos que lo que dura un
parpadeo, pero a Vitrivenia no se le escapó. Aún afable, pero sin
duda reservado, sólo le dijo lo siguiente:
—Bueno, ya entenderás por qué.
Vitrivenia era lo bastante aguda como para entender que debía irse,
pues la conversación había acabado. No obstante, un suceso la llevó
de nuevo a la puerta. Una niña con el doble de su edad que ella, de
pelo muy claro para un turnio (pero poco al lado de Yekaterina) y
rodeada por varias mujeres ya mayores, entraba. Curiosamente, los
soldados la dejaban pasar con la mayor deferencia.
Iba a entrar ya la niña, cuando se fijó en Vitrivenia. Una de las
mujeres siguió su mirada.
—¡Qué raro!—dijo la niña—¿Qué hará esta niña de la
hacienda de la noble señora Mumnia aquí?
—Habrá salido con uno de sus padres y estará rondando, tampoco le
prestes mayor atención—respondió la mujer, que sintió una
repentina simpatía por Vitrivenia.
La niña miró a Vitrivenia de arriba a abajo antes de proseguir su
camino hacia el interior del palacio. Vitrivenia tuvo una rarísima
sensación. La niña no fue desagradable, ni mucho menos se
desprendió de sus palabras ni un asomo de desprecio, ni siquiera la
breve inspección denotaba nada sino simple curiosidad. Pero
Vitrivenia notó cierta superioridad en sus actos por varios detalles
que llamaron su concentrada atención. Primero, era la primera vez
que veía a una niña tratada con tanto respeto, Segundo, en su
hacienda la señora Mumnia no aislaba a su nieta de las niñas de la
hacienda, en especial de las más limpias. Tercero, las ropas de la
niña parecían más brillantes que cualesquiera otras que recordara.
La abuela de la hacienda solía ser más sencilla. Cuarto y más
importante, en cierto sentido Vitrivenia empezaba a desarrollar la
idea de que todo el mundo la consideraba extraña allí.
Y estaba esa palabra: sierva. Sabía qué era un soldado, era un
hombre con armas brillantes y ropa con ese mismo brillo. Los había
visto de tanto en tanto en algunas fiestas. Eran distintos de los
capataces, cuyas ropas eran no muy distintas a las de los esclavos y
sólo llevaban palos y látigos. Vitrivenia pensaba al principio que
existían para matar animales peligrosos, pero un día sorprendió a
los niños jugando a ser soldados, luchando unos contra otros. Le
asombró que ese fuera el fin del soldado.
Pero no entendió por qué había una Estatua de la Buena Sierva.
¿Acaso no decía la abuela que todos eran buenos siervos, allí en
la hacienda? Vitrivenia pensaba que «siervo» era una manera de
llamar a la mayoría de la población, los que cultivaban la tierra y
cuidaban a los animales. De hecho, le llamó la atención que los
barrios que visitara no tuvieran ninguna de esas ocupaciones, pero al
principio asumió que, del mismo modo que a la abuela la atendían
cierto tipo de siervas que no trabajaban la tierra, aquellos eran
otros siervos que hacían otras cosas. Seguramente, incluso, tenían
otra abuela.
Pero el comentario del soldado le hizo pensar lo siguiente: ¿Y si
esa extrañeza se debía a que ella era una sierva? Luego, ¿hay más
gente aparte de los siervos, las abuelas, los capataces y los
soldados? ¿Qué era la gente del barrio? ¿Y esa niña? No podía
ser una abuela, porque todas eran mayores.
Con esos pensamientos, aquel día volvió a su casa apesadumbrada.
Sus padres le preguntaron con cariño si le había ocurrido algo, a
lo que ella respondió que había perdido en los juegos con los demás
niños. No la siguieron interrogando. Al día siguiente, decidió
salir hacia otro lugar. La gente la miraba, algunos con curiosidad,
otros con cierta compasión contenida, otros con un dominado
desprecio y no faltaron los que le espetaban:
—¡Niña! ¡No te acerques por aquí!
Como era aguda, percibió que estos no le hablaban con odio, sino
como advirtiéndole de un daño. En cierto sentido, se parecían al
soldado que no le habló mal. No obstante, consideró que debía
continuar, que necesitaba saber el origen del misterio. Sin que nadie
la viera, se ocultó tras los tenderetes y avanzó hasta que lo vio.
Era un hombre. Estaba suspendido en el aire, de espaldas a un poste
enorme. Vitrivenia comprendió enseguida que sufría y, si bien algo
atemorizada, se dio cuenta de que había otro poste al que los brazos
del hombre estaban sujetos. Y por los pies, al poste vertical.
Se desplazó un poco y vio que había más hombres, pero aún más
postes. Se dio cuenta de que había soldados en la base de los postes
y examinaban a los sometidos a esa práctica. No los oía, pero no le
hacía falta para saber que los de abajo intentaban hacer que los de
arriba se sintieran incluso peor.
Dejó de mirar y cerró los ojos, pero ya era lo suficientemente
madura para saber que eso no iba a hacer que desapareciera. Se dio
cuenta de que no lejos, había otro niño. Le pareció que era hijo
de una mujer de allí, vendedora. El niño iba desnudo, la mujer iba
vestida con ropas sucias.
—Ma’—dijo el niño—, ¿por qué están colgados?—preguntó
señalando a los hombres.
La mujer los miró de manera indiferente. Vitrivenia se acercó para
asegurarse de que oía su respuesta.
—Son esclavos—dijo la mujer—Se han portado mal y allí arriba
los tienes, por idiotas. Los tendrán hasta que se arrepientan o sus
amos quieran bajarlos, ¡jejeje!—rió, pero a Vitrivenia le pareció
que lo hacía para no sentirse horrorizada.
—¿Esclavos?
—¡Anda que eres bobito! ¿No recuerdas cuando el otro día me
preguntaste por qué una mujer seguía a otra con la cabeza gacha?
—Dijiste que era una sierva.
—Pues hijito, ¡eso es!—dijo la mujer, abriendo los brazos para
dar a entender que era obvio—Un esclavo es lo mismo que un siervo.
Es alguien que no puede hacer lo que quiera con su vida, porque otro
lo ha comprado, como los que nos compran los cacharros.
—Y dijiste que la otra era noble—dijo el niño.
—¿Ves cómo eres más listo de lo que crees? Sí, hijo. En el
mundo hay nobles, hay plebeyos y hay esclavos. Los primeros son los
que más mandan y más esclavos tienen, porque provienen de familias
fundadas por héroes. Los segundos mandamos menos, pero tampoco nos
mandan y algunos tienen esclavos, normalmente uno. Tú y yo somos
plebeyos, aunque seamos muy pobres y no nos miren siempre bien. Y
luego están los esclavos, que tienen que aguantar porque les ha
tocado.
—¿Y por qué?—preguntó el niño, realmente aturdido.
Vitrivenia tampoco lo veía claro. La madre estuvo a punto de
insultar a su hijo, pero se contuvo cuando se dio cuenta de que no
podía saberlo todavía.
—Pues... ¿Cómo te lo explico? Depende del esclavo. Algunos
nacieron así porque son hijos de esclavos, así que tendrías que
saber por qué lo son ellos. Otros acaban así porque son muy, muy
pobres, más pobres que tú y que yo, que al menos comemos. Así que,
para no morir hambrientos, se venden a cambio de comer. A otros los
venden sus padres, cosa que me parece espantosa—la mujer realmente
se indignó, a Vitrivenia le parecía basta, pero a su manera
cariñosa—A otros los castigan a serlo porque han cometido alguna
fechoría demasiado mala como para ser perdonados. A los últimos,
simplemente los capturan: ya sean granujas, ya sean los que pierden
en las guerras.
El niño estaba realmente asustado. Vitrivenia, por su parte, sudaba
a pesar de que no hacía calor. Por primera vez en su vida, entendió
que era propiedad de alguien. Entendió enseguida que «la abuela»
era su ama y la de su familia y amigos. Todo su mundo, era un mundo
de servidumbre.
«Les ha tocado», había dicho esa mujer.
—¿A cualquiera pueden hacerlo esclavo, mamá?—preguntó el niño,
lentamente y con miedo.
—No—dijo la mujer—Los nobles, si se portan demasiado mal, son
ejecutados—como vio que el niño dudaba, se explicó—Los matan.
No pongas esa cara, tontito, no eres noble. Tú, en el peor de los
casos, ganarías una azotaina.
Vitrivenia consideró que ya entendía el misterio. La niña del otro
día era noble. Todos veían en ella a una sierva, nunca a la niña.
En su lenta marcha, golpeó un guijarro que resonó. Tanto la madre
como el hijo la miraron. A la madre se le iluminó el rostro.
—¿Ves a esa niña? Pues es una sierva. ¿Ves que en sus ropas
lleva ese dibujo?
El niño se volvió un poco, asintió y volvió a mirar a Vitrivenia,
con cara de atolondrado.
—¿Lo recuerdas? El otro día, cuando pasamos por el puente ese que
te gusta.
El niño asintió con fuerza.
—Sí, lo vi en la entrada de la... hacienda.
—¡Eso es! Ese es el estandarte de la casa de la noble señora
Mumnia, una mujer riquísima. Fíjate, hijo, que tendrá cerca de
trescientos esclavos sólo en sus haciendas. En otros sitios, como
minas y saladeros, tiene cerca de cuatrocientos. Esta niña es sierva
suya. Los esclavos visten como nosotros los plebeyos, como la señora
Mumnia es tan rica, sus esclavos no visten mal. Pero deben llevar un
símbolo que los identifique.
El niño se volvió, con cara de verdadero espanto.
—¿...Y la subirán allí?—señaló a los crucificados.
La mujer entendió que eso podía aterrar a la pobrecita niña y le
sacudió un buen capón a su hijo, quien estaba demasiado afectado
como para echarse a llorar.
—¡No digas eso nunca!—dijo y, empleando sus mejores maneras, se
dirigió a Vitrivenia—Pequeña mía, dame la mano, supongo que te
has perdido cuando has salido con tus...
Pero Vitrivenia corrió a toda velocidad. Nunca supo qué cara puso
la mujer. No está segura de haberse reencontrado con la madre o el
hijo, que debe de tener su edad. ¿Serían ahora esclavos por
pobreza? ¡Quién podía saberlo!
Cuando volvió a la hacienda, no habló. Sus padres sospecharon que
quizás había salido, pero no le vieron marcas de que le hubieran
hecho algo malo. Un día que la abuela pasaba y hacía un examen
rápido de su propiedad, Vitrivenia se acercó a ella resuelta y le
preguntó:
—¿Qué debo hacer para ser una buena sierva?
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