miércoles, 22 de diciembre de 2021

La reflexión de la sierva (y III).

Por fin sin tener que atender a Susnia, hizo sus labores con rapidez y tuvo tiempo para ella. Surpiria estaba haciendo trabajos agrícolas, la tita estaba un poco traspuesta, el resto de mujeres de la casa le tenían cierto respeto por ser la favorita y no tenía demasiadas excusas para salir de casa.

«Al final se me ha vuelto una existencia solitaria. Sviatlana me contaba historias de la ‘Edad Media del Rus Blanco’ y era muy entretenido oírla contarlo mientras insultaba a tantos grandes señores. ¡Dioses! Me he acostumbrado a esa gente. Eran... estimulantes. Otro concepto que me han enseñado ellos».
Se quedó mirando la lejanía.
«Y entre Julio y Ji-young me enseñaron la utilidad de las matemáticas para determinar varias cosas. Por ejemplo, ahora sé cómo calcular cuánto mide esa montaña. Antes no lo habría aprendido, porque en teoría como criada de mansión no necesito escalar montañas. Pero siempre viene bien saber…»
Reflexionó. Nadie se había atrevido a pedirla en matrimonio. Desde el punto de vista turnio, Vitrivenia no tenía razones para hacerlo, pues bajo Susnia se hallaba en una posición inmejorable. Además, el hecho de que Vitrivenia intercediera por los demás siervos hacía que muchos desearan que siguiera siendo una generosa virgen.
«Pero no sé si podré seguir protegiendo a todos. Hace un rato, Susnia se ha quedado ida», ya no le cabía duda de que los dichosos visitantes la habían acostumbrado a ver a la señora como una muchacha de su misma edad, «¡A ver si se va a volver loca! O quizás ya lo esté. No sé, quizás a Susnia le haya afectado no saberse realmente superior a los visitantes, lo que explicaría su infantil reacción contra ellos. Se sintió amenazada. ¡¡Y todo porque afirmaron que ellos eran libres!! ¡Pues, señora, déjales decir disparates!», aquí la llamaba «señora» irónicamente.
Pero en su fuero interno, pensaba que Susnia no tenía otra salida. El problema era el señor Mirrón: como sierva favorita, había oído mucho acerca de la captura de los visitantes y sabía que los propios soldados a sus órdenes no vieron con buenos ojos que les impusieran la Marca de la Infamia. Estuvieron de acuerdo en traerlos en su más indefensa naturaleza, porque al fin y al cabo osaron enfrentarse al ejército turnio, pero no les parecían bandoleros ni piratas, que son los que merecen entre los extranjeros la Infamia. Al fin y al cabo, no habiendo sido nunca aliados de Turnia, ¿cómo declararlos traidores? Muchos creen que se excedió porque se sintió humillado, pero Vitrivenia creía que había cometió semejante crueldad porque se había sentido intimidado. Una mujer sabía más de estrategia que él, no sólo porque quizás sea más lista que él (no podía juzgarlo, pero creía que sí lo era), sino sobre todo porque provenía de un mundo que les llevaba cuentas ogdo de ventaja en TODO, incluyendo el ejército. ¡Y que encima no fuera una princesa, que todavía se le perdonaría su donaire y su arrogancia, sino que declaraba orgullosa que en su país todos eran, al menos sobre la ley, iguales!
Y el señor Mirrón era el prometido de la señora Susnia. Llevaban años negociándolo. Susnia buscó cualquier excusa para echar a los visitantes antes de que estallara algún conflicto. Ella sabía bien que su señora llevaba años suspirando por ese matrimonio... Hasta hace unas semanas. No sabía por qué, pero Susnia mantenía un aire de...
«¿Decepción?», pensaba Vitrivenia, «Sí, decepción. No son nervios».
No lo decía claramente, claro, pero Susnia hablaba con ligera amargura de su próximo enlace y su mirada escondía cierta rabia. ¿Y si todo se relacionara con episodios como el anterior? No se atrevía a seguir el desarrollo lógico de ese hilo de pensamientos.
Miró a unos niños jugando, felices. Aún podían olvidar durante largos períodos de tiempo su posición social en la sociedad turnia. ¿Qué les pasaría en adelante?
«Puedo protegerlos en esta hacienda en el caso de que Susnia se vuelva irracionalmente violenta. Pero es posible que se marche a casa de su esposo.. ¿Qué pasará con nosotros? ¿Nos repartirán? Algunos de nosotros somos familia extendida, por eso de que varios venimos de los supervivientes de esa desdichada rebelión. ¿Qué será de mis primas? ¿Quizás violadas cada día por algún necio que se crea mejor por su sangre? ¿Y mis primos acabarán en algún espectáculo degenerado, como esos que se descubren cada tanto tiempo?»
Tenía ganas de echarse a llorar.
«Aún recuerdo la explicación de esa mujer a su hijo sobre las causas de la esclavitud. En realidad, ¡todas se dan a la vez! Cuando somos esclavos, estamos capturados, nos vendemos a nosotros y, si los tenemos, a nuestros hijos, somos pobres y además nos castigan a ser todavía menos en el escalafón de los esclavos si hacemos algo mal. La primera causa importa menos, excepto si además portas la Marca de la Infamia, que entonces ya te deja con poquísimas probabilidades de sobrevivir. Los ‘otromundos’ se han salvado gracias a todo lo que traían aprendido».
Y esta era la causa de parte de su irritación: los «otromundos» le descubrieron que tenía «conciencia social». Ella no tenía ni idea: su preocupación por ser la mejor sierva para así procurar que en aquella finca fuera llevadero ser esclavo era «conciencia social». Desde que lo descubrió, no dejó de pensar en cómo los visitantes la consideraban con seguridad una aliada contra la desigualdad social turnia. A Vitrivenia semejante asociación le producía pánico. No quería acabar en la cruz, castigo cruel, aunque no tanto como en el mundo de los visitantes, que siempre acababa en muerte lenta y horrible, con varias vejaciones por medio.
Finalmente, todo quedó en ayudarlos cuando peor lo pasaron, pero ya está. Ellos no la culparon.
—Si vivieras aunque sólo fuera un mes entre nosotros... Queremos decir unas quince ímaras. Si lo hicieras, tu mundo se expandiría, Vitrivenia. Serías tú misma, pero asimilarías otras ideas que te ayudarían a afirmarte. Pero aquí todo conspira para que quedes relegada en un rol servil.
Otra de las características más llamativas de esta gente era su idea de que los seres humanos llegaban a una especie de apoteosis. Para Vitrivenia, sólo los héroes de gran linaje podían llegar a semejante honor, bien siendo hijos de algún dios, bien hijos de nobles familias. ¿Ella, una esclava sin abolengo, iba a llegar a ser comparable a una diosa? Como mucho, Vitrivenia sabía que las diosas de la familia podían bendecirla por ser tan buena hija, los dioses del ingenio echarle una mano por ser tan industriosa y el mismísimo padre de los dioses quizás le sonreiría, lo que le garantizaría una cuenta ogdo de felicidad y fortuna. Es decir, la harían una plebeya de cierto renombre, quizás vería a un nieto bendecido con el honor de llegar a ser un noble.
—No nos entiendes, Vitrivenia. La cuestión no es ser igual a los dioses o no, sino que tienes mucho talento. En nuestro mundo, no estarías tan determinada a ser la mejor sierva porque pensarías que no tienes límites, al menos dentro de la existencia humana.
«Tiene que ser interesante el mundo del que proceden, todo el tiempo diciéndote que no tienes límites. Me fascina que su sociedad funcione... A lo mejor es eso: a nadie le importa lo que haga el vecino mientras todo parezca funcionar».
No obstante, ya no se hallaban allí. Ahora debía afrontar las novedades del matrimonio de Susnia.

Aún se hallaba meditabunda, cuando la tita la llamó. Se asustó.
—¿Dormías, niña?—preguntó la mujer, amable—La señora quiere decirnos algo.
Con gesto flojo, Vitrivenia se levantó y acompañó a la mujer. Esta se giró unas cuantas veces, estaba claro que notaba que la muchacha se sentía preocupada por algo.
Por fin llegaron ante la Diosa de la propia Tierra que pisaban. El comienzo del discurso de Susnia las dejó asombradas. Vitrivenia se divertiría después, pensando en cómo todas sus reflexiones no previeron ese momento.
—Vais a ser las responsables de la hacienda, ya que me voy a vivir con mi marido.
—¡Pero...! ¡Señora!—intentó protestar Vitrivenia.
—Ya sé qué me vas a decir. Vas a ser liberta, tía Zrulia—dijo Susnia—Mi abuela lo sabe y está plenamente de acuerdo. Incluso se alegra—añadió Susnia con su más cálida sonrisa.
La vieja estaba a punto de echarse a llorar, aunque Vitrivenia no era capaz de adivinar si era de alegría o de dolor. Grandes emociones la embargaban, sin duda.
—En cuanto a ti, Vitrivenia... Te quedas a ayudar a la tía.
Muy asombrada se sintió la interesada y la tía protestó.
—¡Pero, señora, ha sido criada para ser vuestra compañera!
Susnia, segura de sí misma, levantó la mano para hacerla callar, con extrema suavidad.
—Sé bien de tus esfuerzos y han sido los mejores... Pero Vitrivenia es necesaria aquí. Todos la conocen, la quieren y la respetan. Allí, en el barrio aristócrata, será una monada más traída del campo.
Dejó pasar un tiempo, y entonces Susnia dijo, con voz sugerente:
—Siempre es mejor tener a la gente contenta. Vitrivenia sabrá hacerlo tan bien como tú, tita.
Cinco ímaras después, se celebró la boda. Fue un gran día en la hacienda. Vitrivenia y Susnia se abrazaron. La señora besó en la mejilla durante un tiempo más largo del normal a la querida sierva.
El señor Mirrón apenas miró a Vitrivenia. Ella no sabía por qué, pero era bastante reservado con las siervas del palacio. La señora, ahora casada, se fue y así, Vitrivenia se transformó en la segunda persona más poderosa de la hacienda.
«Mira, sin habérmelo propuesto. Es fascinante esta Susnia».
—Hija, nunca olvidemos nuestros deberes—le dijo Zrulia, ahora una liberta que rechazaba más que nunca un título como señora.
Vitrivenia la besó y se despidió para dormir. Volvió a su cuarto y miró un momento el interior del de Susnia de camino.
«Aquí durmió una diosa. Una diosa de carne y hueso, pero a quienes todos veneraban y temían. Esta diosa era caprichosa, no malvada, pero pronta a la cólera absurda. Castigó de modo irracional a buenas gentes y se marchó un buen día para vivir una existencia superior».
No entró, no por temor, sino porque la ventana estaba abierta y podía verla alguien y sospechar. Se deleitó en la ausencia de la diosecilla.
«Esto debe de ser la ‘doctrina de la ausencia de los dioses’. No existe sino lo que vemos o podríamos ver si supiéramos cómo mirar. Es seductor, pero también laxo…»
Cerró la puerta y entró en su habitación. Rápida, preparó una lista de tareas para el día siguiente y durmió profundamente en la cama, vestida. Pensaba tirar esas ropas dentro de cuatro o siete ímaras después, ya estaban viejas.

En plena madrugada, despertó. Los visitantes se sorprendieron mucho del hecho de que la gente en Turnia se despertara por las noches, dijeron que la luz «ambarina» ha provocado que la población duerma por lo general de un tirón. Se levantó y miró por la ventana, Surpiria venía con un candil. La llamó.
—¿No habéis acabado hasta ahora?
—Sí, ya ves qué mierda—dijo la campesina, rascándose sin pudor—Dicen que para compensar, no curraremos dentro de dos días—escupió con rabia.
Miró a Vitrivenia con intensidad.
—Vitrivenia... Pase lo que pase, te deseo lo mejor.
La aludida parpadeó. No entendía qué quería decir.
—¿Perdona?
—Quiero decir que, si te marchas de aquí, nunca te olvidaré. Ojalá... Bueno, es lo que nos ha tocado.
Se marchó sin darle a Vitrivenia ocasión de replicar.
«¿Pero qué dice esta? ¡Si la que se ha quedado soy yo!»
¿A qué se referiría Surpiria? ¡Si había estado de faena! ¡Y demasiado lejos para que una pobre esclava descalza como ella se enterara de nada! Pero sabía que no podía preguntarle al primero que pasara. Llamó a una criadita que llevaba allí trabajando desde hace poco.
—Oye, ¿sabes si alguien ha comentado delante de los campesinos algo sobre la señora?
—Sí...—dijo la niña—Que fue muy cruel con los «otromundos».
—Bien, pero no lo repitas, ¿entendido?
La niña asintió y la despidió.
«Quizás Surpiria haya oído tonterías, y en esta situación nueva para todos, se halle confundida. Tampoco es insensible, aunque muchos lo crean».
Volvió a su cuarto y cogió los papeles que documentaban el cambio de la situación en la hacienda. Cuando fue a recogerlos, pudo vislumbrar su propio contrato de servidumbre. El primero lo crearon cuando tenía apenas días de vida, y luego hubo otros tres en edades a las que una muerte infantil es probable (los visitantes aseguraban que en algunos países de su mundo ya no era tan frecuente).
«Ese es un papel divino dice que soy una esclava. Y así es. Si no lo dijera, no lo sería. Plebeya o noble, pero nunca esclava. Es increíble el poder de la convicción humana. Otra lección de los visitantes que ya sabía, pero que me ayudaron a formular en una sola frase».
A la mañana siguiente debía llevar los papeles a una sala del censo turnio. Como al fin y al cabo era la sierva favorita, podían fiarse de ella. No tenía sueño, se puso a cardar lana. Así siguió hasta que, algo cansada, se echó sobre la cama, donde permaneció el resto de la noche en duermevela.

A la mañana siguiente, salió.
—Voy a palacio para arreglar el asunto—dijo.
Era cierto, aunque en realidad Vitrivenia quería ver la ciudad. Era temprano y apenas se veía gente por las calles. Cuando llegó a palacio, entró por la puerta. Sabía que el encargado, un hombre viejo, estaría despierto. Ese dichoso relamido parecía no necesitar dormir como el resto de seres humanos. Vitrivenia sabía de sus preferencias amorosas por boca de Ji-young.
—Parece que el vejete es un poco «alegre»—decía la mujer procedente del país de los Han Mayores—Julio asegura que le hace ojitos... Aunque tampoco deberíamos estar aquí diciendo esto como si fuera un chiste, por lo que dicen Isalvenia e Isharvenia, es un pedazo de pan.
Parecía el caso, porque siempre sonreía cuando veía llegar a Vitrivenia.
—¡Qué bien comienza la ímara! ¿Qué deseas, jovenzuela?
—Resulta que la hacienda de mi buena señora Susnia permanecerá bajo el cuidado de Zrulia, ya sabes quién es. Por ello, apreciado turnio, traía los nuevos papeles para que llevaras a cabo el cambio.
El viejo asintió. Cogió los papeles.
—Pues bien, aunque aún no están los demás trabajadores. Has venido muy temprano, chiquilla. De todos modos...—calló.
Vitrivenia se dio cuenta de que ocultaba algo y lo miró, interrogante.
—Nada—dijo el viejo, dando a entender que no podía hablar—Supongo que la señora Susnia considera que la hacienda funciona perfectamente y no quiere estropear esa armonía... ni alarmar a tus compañeros—dijo, sonriente, aunque tuvo la perfecta sensación de que no creía en sus palabras—Mejor que vayas a dar una vuelta, tengo trabajo que hacer...
Vitrivenia asintió gentilmente. Salió después de inclinarse. El viejo la miró sonriente.
—¿Sabes, pequeña? Echo de menos a ese mozo. Julio...—su voz sonó sumamente amorosa—Ojalá tuviera dinero para comprarlos a él y a esas monadas, a la que tiene por mujer y a las que quiso por hijas. Un poco rara, la mujer.
Vitrivenia se permitió un enorme suspiro. Ese hombre no hablaría nunca con Susnia de sus charlas con sus siervos.
—Les va bien, amable ciudadano. No le des más vueltas. Quizás incluso un día nos lleguen noticias de que han comprado sus famosos contratos.
A la salida, se acercó a la Estatua de la Buena Sierva. Le llevó una ofrenda «estandarte» (concepto aprendido de los visitantes). Nadie le dio importancia, casi todos la conocían.
«Hola, sumisión, mi vieja amiga», saludó mentalmente, «Perdona si no he venido a verte en estos últimos tiempos, pero es que lo he tenido duro allá en la hacienda. Mi señora se estaba volviendo loca, seguramente porque unos extraños seres humanos, o que parecen humanos, la han convencido sin que ella quiera admitirlo de que tener esclavos es inhumano. Son los mismos que han sembrado dudas en mi corazón, pues me han hecho recordar que en mi más tierna infancia pretendí ser sólo humana, sin adjetivos de profesión. Han sufrido un montón por culpa de sus ideas, consideradas inaceptables en esta absurda sociedad».
Contempló la estatua. Su sonrisa empezaba a resquebrajarse por el paso del tiempo.
«Me pregunto quién serías. No hablo de la modelo del escultor, supongo que sería una chica mona como yo misma u otras tantas. Hablo de la supuesta sierva que se sacrificó, asumámoslo por un momento. ¿Lo hiciste de buena fe o te obligaron? ¿Quizás calculaste que eso te haría la favorita de tu señora? ¿Moriste por casualidad si realmente ocurrió? ¿O quizás han manipulado la historia para que pensemos que la muerte es la única salida honorable de la servidumbre? A lo mejor tu señora se sintió tan agradecida que te dio la libertad. ¡Qué demonios! Toda Turnia debió de pensarlo, excepto algún que otro calculador que se dio cuenta de que no se puede liberar fácilmente a los esclavos».
«Porque esa es la clave: nunca dejar que alcen el cuello. No porque se disfrute mucho de la esclavitud de otros, sino porque bien mirado no se puede detener el proceso una vez comenzado. Los visitantes admitieron que la abolición de clases en algunas de las tierras de su mundo sólo se consiguió mediante violencia desaforada y no me extraña. Los esclavos podrían reconciliarse con los plebeyos amables, e incluso con un noble muy amable, pero el plebeyo entonces le pediría cuentas al noble acerca de por qué el último tenía mayor posición social. Es como si todos estuvieran en guerra contra todos».
«Lo único en que no se pusieron de acuerdo los visitantes es en cómo se empieza a obrar así. Sviatlana insistía mucho en la idea de que los nobles esclavizaron a todos, pero Akakios parecía más escéptico».
—Sé que esto os va a parecer monstruoso, pero los esclavos nacieron cuando algunos individuos aceptaron su condición. Por supuesto, no fue una elección libre tal como la entendemos nosotros, pero debió de ser una consecuencia del miedo a posibles enemigos. De hecho, está bien documentado que fue la misma razón del la Edad Media: más vale cabrón conocido que cabrón por conocer.
«A mí me convence. Surpiria me dio anoche una prueba en favor. El miedo. Eso nos atenaza como esclavos. Al esclavo no sólo lo hacen, por último se tiene que hacer él mismo. Yo soy quizás el mejor ejemplo. Soy la mejor esclava de la ciudad porque me propuse serlo».
Miró a la Buena Sierva una vez más. ¿Le dedicarían una estatua así a su muerte?
«Soy el peor ser humano de la hacienda. Susnia es iracunda, pero su mal cesa en tanto no le demos instrumentos que pueda usar para dañar a otros. ¿Pero yo? Yo les he enseñado a los niños que es mejor callar y que se sienten sobre tu espalda para evitar que te pisoteen. Los visitantes me deben de odiar. A mis compañeros en la hacienda les han puesto las cadenas otros, pero yo he sido la que les he convencido de que se es muy feliz exhibiéndolas».
Se marchó lentamente. Se giró un último momento para despedirse mentalmente.
«Ya nos veremos las caras, querida sumisión. En esta ciudad, es el pan nuestro de cada día. Lástima que ya no esté Anush, no me vendría mal un poco de resignación».
Se dirigió a las murallas. A priori, no era necesario obtener permiso para subir al piso superior y contemplar el paisaje si era una hora decente, pero se paró a ver cómo eran los soldados que hacían guardia. Para su fortuna, eran plebeyos que conociera por alguna faena agrícola.
—¡Anda! Pero ten cuidado por si vuelve el sargento, se pone de mala leche por cualquier tontería.
Ella inclinó la cabeza y subió. Allí, contempló el camino que ella nunca había recorrido, el que llevaba al cabo donde una vez se halló la misma Misania, de la que quizás no quedaban ni cimientos. Hacía mucho, sus antepasados vinieron por el mismo encadenados. Fueron esclavos en la anticuada, la abusona, la maquillada Turnia. Y ella era la mejor representante de ese abuso que había llegado hasta la quinta generación.
Hizo un repaso de su vida, de su infancia, de cómo quiso ser la mejor sierva posible, de su educación bajo Zrulia y Mumnia, de cuando conoció a los visitantes, de cómo sus ideas habían cambiado. Pensó durante un largo rato en su contrato de servidumbre.
Y entonces, la todavía joven Vitrivenia tuvo una epifanía.

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