lunes, 2 de mayo de 2022

Hermanas, rivales (II).

En la sala principal de la casa, el ambiente era muy animado. Yekaterina bailaba de un modo inaudito: se agachaba sobre una pierna y estiraba la otra, mientras cantaba algo así como «¡Kalinka!». Con visible alegría, los dos hombres que fuera a buscar el chicuelo se esforzaban por reproducir el ritmo a la velocidad necesaria. El resto de acompañantes recibieron permiso para oír la canción, que les gustaba, así como Ji-young, sus dos ayudantes y el chico.
Las dos ayudantes se reían y se daban codazos. Ji-young lo entendió: uno de los tambores era joven y bien parecido. Este, consciente del efecto que tenía en las jóvenes, les dedicaba pícaras miradas. En un momento dado, esta se cruzó con la de Ji-young y el chico retiró la mirada de inmediato.
«Ese pobre imbécil no sabe que me importa menos por los motivos que él cree», y miró a sus pupilas, «Me fastidiaría que se quedaran preñadas siendo apenas unas niñas».
Se fijó en Cuternia. No la tenía muy lejos y se acercó a ella.
—Me voy al excusado—le gritó al oído al pasar—Quisiera preguntarte algo.
Ji-young no tenía ganas de orinar, ya se había habituado a hacerlo en un rincón de la hacienda donde había letrinas poco frecuentadas. Así que esperó, reflexionando sobre las vueltas de la vida. La muchacha, que en su país apenas sería legalmente adulta, la miró expectante cuando llegó.
—¿Qué va a pasar? Me hago cargo de que es una situación en la que hay que ir con tino.
—No te preocupes, que nadie de la hacienda tiene la culpa. La señora Mumnia ya sabrá qué hacer.
La chica pasó al excusado, con tal calma que Ji-young la admiró. A su edad, ella era una niñata que no habría llegado a tiempo a la letrina. Volvió a la fiesta lentamente cuando de pronto se topó con un hombre.

Anush miraba a los esclavos reunidos con una sonrisa de perfecta cordialidad.
—Esta es una historia bien conocida de donde soy, como os podrán decir Kafika y Akakios.
«Hace ya muchas crienias, que en mi mundo es el mismo tiempo, pero en bucles estacionales más cortos, hubo un hombre que, en la que nosotros llamamos Segunda Guerra Mundial, cometió muchas atrocidades innombrables. Como este hombre perteneció al bando de los países perdedores, huyó pues sabía bien de sobras que, de ser encontrado, lo matarían con premura. No obstante, los poderosos decidieron que era mejor perdonar sus fechorías y las de otros semejantes a él porque interesaba en ese momento congraciarse con su país, cuya población no combatiente había sufrido lo que nosotros llamamos «ataque resonante con núcleos», que fulminan como solecitos.
El hombre maltrató demasiado a sus prisioneros, abusando de su poder como hacen los viles cuando se saben intocables. Uno de ellos que sobrevivió a sus actos malvados había jurado perdonarlo y entregar su vida al Ungido en ese caso, cosa que cumplió porque era un hombre de noble corazón. El hombre, fijaos hasta dónde llegó su compromiso, quiso entrevistarse con este miserable no para cubrirlo de injurias, sino para reconciliarse con él.
¿Qué creéis que respondió aquel hombre?»
Miró a sus feligreses.
—¿Intentó matarlo?—preguntó uno.
—¿Quién a quién?—preguntó Anush.
—El miserable a ese gran hombre.
—Yo creo que se hizo el loco—dijo otra.
—Pues creo que a lo mejor no fue, alegando excusas.
Anush asintió en dirección de quien había dicho lo último.
—Así es, pero además esta fue especialmente mezquina: el hombre aseguró que era todo una celada para atraparlo y juzgarlo. ¡Insensato y vanidoso! La mayoría de los criminales de ese país se libraron de tener que responder de sus crímenes, cuando no los cogieron soldados con menor escrúpulo para ajusticiarlos ellos mismos. Él no era sino otro criminal, absolutamente inane.
Anush dejó que la historia se les quedara grabada.
—Y la moraleja es: tememos el daño que nos podrían hacen, pero sólo los buenos son capaces de reconocer el bien, por inesperado que sea. Los malos jamás la esperan y por ello son los realmente débiles, que se ocultan en la crueldad. Eso es todo.
Hubo discusión.
—Creo con franqueza que esas señoras debieran oír tu historia—dijo una—Su abuelo sometió a los nuestros hace una cuenta ogdón y están muy orgullosas.
A Anush le brillaron los ojos.
—Llevas razón, deberíamos al menos intentarlo.
Se levantó. Akakios y Kafika la miraron y, viendo su determinación, la siguieron. Se sumaron casi todos los feligreses.

El hombre insistía a Ji-young.
—¡Te pagaré bien!
—¡No soy alcahueta!—protestó la visitante del otro mundo, indignada por la petición de ese tipo, que quería disfrutar de sus dos ayudantes al mismo tiempo.
Ella se dispuso a darle un codazo cuando el hombre se quedó con la boca abierta. Ji-young siguió su mirada y vio que había una muchedumbre de siervos acercándose. Cuando se fijó en las primeras caras, reconoció a Kafika, a Anush y Akakios.
—¿Qué hacéis aquí?—preguntó Ji-young.
—Querían ver a esas visitas y a mí me causa cierta curiosidad. Por una vez, no somos nosotros los visitantes.
Ji-young consideró qué podía ocurrir. No obstante, simplemente era una petición.
—Las llamaré.
—Gracias—respondió Anush.
Pero Ji-young no tuvo que ir a ninguna parte. Cuternia salió de las letrinas y se quedó un tanto perpleja, pero no perdió la calma.
—¡Qué reunión vamos a tener! Han venido incluso más de los esperados.
—Dicen que les apetece ver a las señoras—dijo Ji-young, señalando.
—Déjame a mí, conozco a la tía.
El hombre miraba estupefacto a Akakios, como preguntándose si era tan grande como parecía. A Ji-young le pareció bien agobiar al pelmazo un poco y se acercó aposta a su antiguo amigo.
—Últimamente hablamos poco—les dijo.
—Hablo en las reuniones. ¿Cómo están esas muchachas?
—Bien, aunque aún se asustan de las cosas que digo a veces.
—Ten cuidado—le dijo Anush, apoyada en Akakios—Las paredes oyen.
—Oye, esas chicas son buenas—dijo Ji-young—Aún recuerdo cuándo me las endosó el listo de Julio. Por cierto, ¿en qué andan metidos Sachiko y él?
Siguieron charlando un rato, cuando salieron precisamente las dos muchachas. Eran gemelas y se llamaban Isalvenia e Isharvenia. Por razones que pronto comprendieron, pero serían largas de recordar en este momento, los gemelos eran una rarezas entre los turnios y los demás habitantes del mundo al que llegaron los visitantes, así que esas chicas tenían nombres inusuales, que significaban algo así como «esta muchacha» y «esa otra muchacha». Salían acompañadas del músico guapetón, del que tiraban sin disimulo, pero cejaron sus esfuerzos cuando vieron a tantos mirándolas.
—¡Eh, que os lleváis a mi nuevo tambor!—gritaba Yekaterina mientras corría tras ellas.
Vio la escena y se acercó.
—¡Anda! ¿Pasa algo?
—Queremos ver a esas mujeres—dijo Anush—¿Te han tratado bien?
—¡Oh, claro! Les ha encantado mi espectáculo—se acercó a Ji-young y le susurró—Tus chicas tienen las manos un poco largas.
Isalvenia e Isharvenia se limitaban a observar, no sabiendo si era mejor irse a otra parte o disimular. El chico intentaba, aunque sin violencia, zafarse.
—¡A ver si te crees que las pobres van a limitarse a pasar la vida entre fogones! Aunque admito que son un poco bruscas.
—Pero, en nombre de todos los dioses, ¿qué significa esto?
Zrulia, acompañada de Cuternia, se acercó y miró a Anush con sorpresa. Ji-young se dio cuenta entonces de que no tenía tan mala opinión de Anush.
—Me gustaría ver a esas señoras y contarles mi punto de vista respecto a sus ambiciones—dijo esta, sin miedo.
Zrulia no dijo nada. Cuando habló, su acento era compasivo.
—Hija, en serio, ¿por qué intentas eso? ¿No sería mejor que te dedicaras a contarles más historias a tus feligreses?
Anush negó.
—Mis feligreses están más interesados en que les hable a esas señoras para que reflexionen acerca de sus actos.
Zrulia guardó silencio. Normalmente, era ella la que exigía o se mostraba comprensiva, pues era la responsable del buen hacer de las doncellas y tantos años con Mumnia le otorgaban privilegios. No obstante, no perdió la calma y habló con mesura.
—Anush, es posible que esas señoras tengan interés en ti, pero dudo que te hagan tal honor.
—Bien me parece que dudes, pero sabe, Zrulia, que nuestras dudas son muchas veces infundadas.
Cuternia miraba de una a otra, mientras hablaban y, como oyera una llamada, se excusó. Explicó rápido a las señoras la sorpresa.
—¿Esa no será esa profetisa?—preguntó la tercera hermana—¿Aún la deja mi hermana largar dislates?
—¿Es otra visitante?—preguntó la segunda hermana.
—¡Sí! Por lo visto, allá en su mundo era una experta en lenguas, pues hablan tantas sus habitantes que es necesario que los haya. Como aquí tampoco era muy útil, nuestra hermana la envió fuera de la casa, al arroyo, a que aprendiera lo más elemental.
La tercera hermana se tocó la punta de la nariz.
—Parece que en su mundo era partidaria de una religión con muchos fieles, pero sus desdichas la habrían vuelto tan devota que ahora se dedica a predicar la buena nueva, como la llama. Mi hijo fue a una de sus reuniones por curiosidad y no dio crédito a las palabras de esa mujer, que criticaba muchas instituciones de Turnia por verlas «caducas». Por ejemplo, ¡la guerra! Esa mujer mantiene que sólo la guerra en defensa debe permitirse.
—Pero si nadie atacara en primer lugar, no podría ocurrir—comentó la cuarta hermana.
—Como sea. El caso es que la mujer también mantenía que deben apartarse a las hijas de sus madres.
—¿Es posible?—preguntó la cuarta hermana.
—Bueno...—dijo Cuternia, consciente de que nunca podía decir a una señora que se había equivocado—Señora, lo que ocurre es que esa mujer mantiene que las niñas debieran ir también recibir clases como los muchachos.
Las señoras se quedaron mudas.
—Ahora entiendo que no les parezca bien que las mujeres queden calladas—dijo la segunda hermana.
Siguieron hablando así. Había pasado ya un buen rato cuando al tercera hermana se acordó de Cuternia.
—Hija, dile que en otra ocasión, si acaso.
La noticia sentó mal. Anush no protestó, sino que simplemente declaró:
—Que sepan que no siempre se puede elegir.
Todos se marcharon pacíficamente.

Las señoras durmieron poco después. Los hombres fueron alojados afuera, en unos toldos que ellos mismos montaron. Oyeron ruidos por la noche, pero como estaban en hacienda ajena, no quisieron importunar.
El amanecer vio a un hombre saliendo de su toldo y encontrándose con muchachas sentadas. Alegre por la sorpresa, fue a hablarles, pero se detuvo al ver que había muchos sentados así, todos mirando hacia la casa.
—¿Qué hacéis?—preguntó, por fin.
—Pues no estamos seguros—dijo una muchacha—Anush nos ha pedido que lo hagamos para mostrar nuestro espíritu.
—¿Quién es Anush?
—Es una «otromundo»—dijo un joven.
Compañeros del hombre salieron y contemplaron la sentada, asumiendo que era una costumbre del lugar. Fue entonces cuando una doncella abrió la ventana y se quedó estupefacta y corrió adentro. Se asomaron Zrulia y otras doncellas.
—¿Qué significa esto?—preguntó la anciana.
—Anush nos ha dicho que lo hagamos para ver algo increíble—dijo un muchacho, humilde.
Alguien había avisado a las invitadas, que acudieron. Las señoras miraron por la ventana y el espectáculo las dejó boquiabiertas. Una multitud de esclavos estaba sentada en el suelo, repartida en todas las direcciones desde las que partían de aquella ventana. Viendo aquello, aquellas altas señoras se asombraron de la inmensa riqueza de su hermana, pues era necesario disponer de muy buenas tierras para alimentar tan bien a tantos, no habiendo ni uno siquiera con pinta de tener apetito en ese momento.
—Mas, ¿qué es esta reunión?—preguntó la tercera hermana, asombrada, a Zrulia y Cuternia.
—Anush...—musitó Cuternia, tan consternada que no oyó a la señora, quien la tocó para lograr su atención.
Zrulia miraba a un lado y a otro. Llegó un hombre y saludó respetuoso.
—Nobles mujeres, hay más gente rodeando los demás ángulos de la casa. ¿Es acaso algún tipo de homenaje?
—No—dijo Zrulia—Disculpad, señoras, pero sé bien qué es esto...
Vio a Anush.
—¡Mírala! ¿Así que resistencia pasiva?
—¿Qué cosa es esa?—preguntó la cuarta hermana.
—Señora, en el mundo de los visitantes, cuando se quiere manifestar profundo desacuerdo con los gobernantes o jefes, hay quienes organizan este tipo de actos para enervarlos y que así desistan de aquellas acciones que causen el disgusto—explicó Cuternia.
—¡Caramba!—gritó la segunda hermana—¿Y este espectáculo se debe a que no recibiéramos ayer a su profetisa?
—Tal parece, señora—respondió la muchacha, quien no ocultaba su pasmo cuando reconocía a algún rostro, perteneciente a alguien a quien tuviera por pacífico.
Anush se había dirigido adonde estaban tan pronto Zrulia la señaló. Oyó el diálogo y confirmó el hecho.
—Entiendo que os parezca descarada mi pretensión, pero creed que lo hago en pro de la paz entre todos en esta hacienda.
Zrulia suspiró y simplemente comentó:
—Cuando una chica es descarada, me enfado y le canto las cuarenta… Pero, ¿qué hago con esta, que está convencida de que hace el bien supremo?
—Perdona, tía, pero lo adecuado sería avisar a los capataces, ¿o no?
Zrulia salió de su desolación.
—¡Pues es verdad! Señora, permíteme que envíe a este hombre a por un capataz.
La hermana propietaria de aquel esclavo dio el permiso y este salió. De pronto, alguien se dirigió a Anush.
—¡Cielos! Esperemos que tengas un buen plan en la… Bueno, otro plan, Anush…
Las señoras vieron a una pareja, ella tenía la piel de un tono distinto al de Anush, pero el pelo muy negro, mientras que él casi parecía turnio, como la propia Anush.
—Por fin habéis llegado—dijo Anush—¿No os interesan estas buenas señoras?
—Justo ahora nos hemos enterado—dijo la mujer—Estábamos ocupados en palacio, ya sabes que a esa gente no les gusta que cojamos las cosas con la mano «torpona». Tienen ese prejuicio...
—¿Qué prejuicio?—preguntó la segunda hermana.
—Los visitantes, al parecer, usan mayoritariamente la mano contraria a la nuestra—dijo Zrulia—Aunque algunos usan la «hábil», como Ikatarina.
—¡Qué gente!—dijo la cuarta hermana—¿No será que hacen las cosas al revés que en Turnia para fastidiarnos?
Zrulia se guardó mucho de revelarle que en el mundo de los visitantes, por lo que había visto de sus instrumentos, todo estaba pensado para usarlo con la otra mano y que parecían objetos demasiado valiosos para pueriles humoradas. En cualquier caso, por fin llegó el capataz, quien se asombró de ver a tantos.
—¿Cómo no os habéis dado cuenta?—le gritó Zrulia.
—¡Porque diría que no falta nadie! Esperad, nobles mujeres, que los cuente.
El hombre pasó cierto tiempo. Luego rodeó la casa para repetir la misma operación. Por fin, volvió.
—Debe de haber entre cuatro veces y cinco veces sesenta y cuatro trabajadores—calculó, pues los turnios cuentan en ocho—El resto son críos o viejos.
—¿Bien? ¿Acaso se han escapado poco a poco?—preguntó la tercera hermana.
—No, noble mujer—dijo el hombre, servil—Veréis, generosas mujeres, en esta hacienda hay muchísima gente y es muy difícil controlar a todo el mundo. Aquí se trabaja mucho, pero no todo el tiempo. Algunos trabajadores quizás se nos escapen por cierto tiempo, otros dicen que se sienten mal, pero mientras no veamos demasiadas ausencias, no solemos decir nada.
Las hermanas se miraron.
—¿Dices, buen hombre, que los aquí sentados serían los vagos y perezosos, acompañados de los enfermos, que evaden el trabajo y no os merece la pena ir a buscarlos?—preguntó la tercera hermana, alucinada.
—Gran mujer, lo has resumido a la perfección.
Zrulia miró por todas partes, cavilando sobre lo que se estaba hablando.
—Es verdad que, como son tantos los trabajadores, el número de los flojos debe ser también considerable, pero fíjate en que estoy viendo a Surpiria, que suele ser muy buena trabajadora—señaló Zrulia.
La chica tenía a su hermanito en brazos.
—Sí que es verdad—dijo el hombre—Ahora que lo dices, he notado que su hermano mayor parecía estar trabajando lo suyo…
El hombre se sumió en similares pensamientos sobre otros trabajadores. Zrulia miró a Anush con admiración.
—Me pregunto cómo has logrado que los haraganes se pongan de tu lado.
—Simplemente les he dicho que podía ser divertido y ellos han querido venir, porque a veces vienen a mis reuniones y les gusta lo que cuento.
—¿Y Surpiria?—preguntó Cuternia, interesada—¡Ella casi nunca se ausenta! Tiene que sentirse muy mal.
—Se lo he pedido como favor—dijo Anush—Últimamente le he hecho unos cuantos.
Entonces miró al capataz.
—Hago muchos favores—dijo en voz tan alta que el hombre salió de su reflexión y la miró. Cuando comprendió lo que le habían dicho, el hombre se rascó la nuca, indeciso. El hombre se dirigió a las mujeres.
—Es más fácil controlar a menos trabajadores cuando son disciplinados—comenzó a decir, con cautela—Si nos hicieran falta más, ya vendríamos. Es lo que suele decir la sabia Mumnia.
Los capataces la llamaban así por lo bien que administraba el trabajo. Ni a las señoras ni a las siervas se les escapó que el hombre sabía que varios de sus compañeros, quizás él mismo, le debían favores, directa o indirectamente, a Anush y que por ello prefería no meterse en líos mientras no oyera a la verdadera propietaria de la hacienda.
—La culpa es nuestra—dijo Cuternia—Como en el mundo de los visitantes sus ímaras son más cortas, los visitantes a veces se despiertan antes de tiempo. Ha tenido tiempo de organizar esto.
Zrulia asintió.
—Bueno—dijo Anush, como si nada—Si quisierais oír lo que tengo que contaros...
Las hermanas se miraron, inseguras. Les parecía que el mundo estaba del revés. Se retiraron a deliberar. Las dos siervas se miraron con inteligencia.
—Anush—llamó Zrulia—Exactamente, ¿qué crees que vas a conseguir?
—Que esas señoras cobren conciencia de que su estilo de vida se basa en la explotación de sus semejantes.
Las siervas se retiraron y hablaron en voz muy baja.
—Pues casi que nos quita el problema de encima—dijo Cuternia.
—¡Así es!—dijo Zrulia—Por una vez, me dan ganas de besar a una de estas puñeteras visitantes.
Cuternia se rió un poco.
—Hija, es que me han quitado la tensión y todo de encima—dijo la vieja mujer.
De pronto, llegó un muchacho.
—Ha venido un hombre, diciendo que vuelve la señora.
Zrulia y Cuternia bailaron, asombrando al muchacho. Lo despidieron y recibieron al hombre.
—Si no te importa, hombre trotamundos, repite lo que has dicho de nuevo, fingiendo que acabas de llegar—y le llenaron una copa de licor.
El hombre estuvo conforme y lo hizo requetebién, pues era un gran mensajero que había ganado fama por su modo de adaptarse a la situación. Las hermanas lo oyeron y se alegraron, disimulando lo mejor que supieron.

—¡Loados sean los penates! ¿Qué ha ocurrido aquí?
Era la señora Mumnia. Bajó de un carruaje, ayudada por un joven, quien contemplaba con extasiada curiosidad a todos aquellos esclavos sentados.
—¿Es costumbre, noble hembra, que en la misma Turnia los esclavos pasen el día sentados mirando a la casa principal?—preguntó.
Mumnia rió.
—Simpático joven, no. Esto es una humorada de alguien que adivino.
Zrulia corrió hacia ella y le contó lo sucedido. La señora Mumnia no pudo disimular su sorpresa. Despidió al muchacho con un regalo y habló con ella.
—Pues no he adivinado a la autora. ¡Quién iba a decirlo de esa muchacha!
—No sé qué hacer, señora. Según los capataces, no se han notado ausencias en los trabajos.
—Pues ya ves que la pereza está aquí presente, hija. Simplemente, hasta ahora se habrán dedicado a disfrutar de los frutos que no echamos en falta, pero Anush los habrá convencido a que vengan aquí a dar la lata.
—A decir verdad, señora, entre los sentados veo trabajadores de toda condición—dijo Cuternia—Creo que Anush ha logrado que algún que otro perezoso vaya a trabajar. Ahora bien, no sé cómo.
Mumnia la miró y asintió, reflexionando en sus palabras.
—Ya lo sabremos.
Se acercó y los siervos se apartaron, aunque algunos no se levantaron. A lo lejos, las hermanas de Mumnia se alegraron de verla.
—¡Hermana nuestra!—le gritaron—¡Menos mal! ¿Cómo pueden ocurrir estas cosas?
Se abrazaron y se dieron muestras de verdadero cariño.
—No os alteréis, hermanas—dijo Mumnia—Mucho me temo que he descuidado a esa sierva, a la que puse afuera porque no veo necesario saber qué es la organización subyacente de una lengua, y ello ha hecho que los esclavos aprendan nuevas formas de picaresca. No buscan sino enervarnos, así que calmaos.
Entraron y tomaron libaciones, al rato de lo cual, Mumnia comentó:
—Es afortunado que hayáis venido, hermanas, porque quería hablaros. Ya veis que me hago vieja y que la pequeña Susnia, aunque jovencita, ya tiene sus deberes como incipiente patricia, así que mucho me temo que debo considerar que mi fortuna os toque.
Las hermanas dieron grandes saltos de alegría, dentro de lo que les permitía su posición. Zrulia y Cuternia se dieron cuenta de que les daban bagatelas, comparadas con lo que podrían haber esperado, pero se guardaron de decir nada.

Más tarde, Mumnia llamó a Anush y le habló así.
—Hija, te doy las gracias, pues si mis hermanas no hubieran tenido un mal despertar, me habrían dado problemas y habríamos acabado peleadas.
Anush se quedó chafada, aunque no demasiado.
—No era mi intención, pero supongo que siempre es bueno lograr que haya paz. ¿Quieres que te cuente algo?
—No, hija, aunque me voy a pensar qué hacer contigo. Está claro que tu mérito exige que te busque una posición acorde a tu intelecto.
Anush se quedó callada. Cuando habló, sonrió con tal mansedumbre que Mumnia, Zrulia y Cuternia la contemplaron con placer.
—¡Qué remedio! Veamos adónde me lleva la Providencia.
Y salió con tal serenidad y con un paso tan firme, que las mujeres la admiraron.
—Bueno, hijas, ya veis que a veces las cosas salen bien aunque muchos conspiren contra nosotros.
Cogió entonces de la mano a Cuternia y le habló así.
—Hija, tu aplomo en esta situación ha sido maravilloso. Por fin ha llegado el momento para el que te has preparado: irás como regalo a mi hermana tercera y echarás un ojo sobre si planea nuevos intentos de tomar más de lo que le corresponde.
Cuternia dio su consentimiento. Zrulia la abrazó, emocionada.
—Seguramente, será un intercambio—dijo Mumnia, quien continuó para hablar de cualquier cosa—Me ha sugerido la mujer del pelo amarillo que escoja a un músico, que por lo visto es un hábil tocador de tambor.
Zrulia habló con respeto.
—Sí, señora, pero… Bueno, es que…
—Ikatarina quizás quiera agradar a más gente—acabó Cuternia—Es verdad que es un gran tocador, señora, pero es guapo y alguna pobrecilla no disimuló su fascinación.
—Normal a esa edad—dijo Mumnia, quitándole importancia—Eso sí, habrá que ir con cuidado con que no nos dé demasiados músicos, nos basta con pocos.
Y se hizo así: Cuternia se marchó a hacer su trabajo de vigilante, pero las «pares», como las llamaban, se alegraron de tener a un nuevo amigo. Ji-young toleró su amistad, aunque le preocupara la posible consecuencia. Eso sí, debió de disciplinar al amigo, quien quiso aprovechar la amistad para gorronear por la cocina.
—En esta cocina, o te pones un delantal o miras y callas.
El chico no intentó nunca discutirle sus disposiciones. Tiempo después, volvieron Susnia y su séquito, quienes se asombraron mucho de la aventura. Particularmente, Sviatlana estaba muy sorprendida del cambio que había sufrido Anush, que solía ser mucho más modosa.
—Esta vida nos está volviendo locos—le confió a Ji-young un día.
Una pequeña sombra, bajo el umbral de la cocina, se marchó cuando hubo hablado. Isharvenia la vio por el rabillo del ojo y no le daría importancia durante demasiado tiempo.

domingo, 1 de mayo de 2022

Hermanas, rivales (I).

En la hacienda de la señora Mumnia, todo iba como de costumbre a pesar tanto de su ausencia, como de la de su heredera, la hermosa Susnia, su única nieta. La primera se había ausentado para atender un asunto relacionado con unas minas que poseía en un campo en la dirección contraria a la posición del sol en su punto más alto, mientras que la otra, para no permanecer sola, se había ido unas ímaras con su tío abuelo y luego pasaría otras en la honorable casa de los Inios, la familia que por entonces dictaba qué ocurría en Turnia.
A cargo de la casa de tan alta señora estaba Zrulia, su esclava más cercana desde la infancia. Esta tenía gran autoridad entre las muchachas que atendían en la susodicha casa, no obstante a lo cual solía mostrarse afectuosa y comprensiva con sus errores, en particular cuando eran nuevas. Con dos excepciones: las visitantes.
Parecía ser el caso, pues la buena Zrulia, si bien educada, no había seguido todas las reglas del saber y no estaba segura, que había otros mundos aparte del propio donde vivían los hombres. De uno de esos mundos, por razones que quedan fuera de nuestra historia, provinieron unos seres semejantes a los humanos, aunque tenían diferencias en el color y en la forma de la cara. Estos individuos eran demasiado arrogantes y después de una lucha desesperada, fueron capturados y llevados como siervos a la poderosa Turnia.
Tan amarga experiencia no había sin embargo amilanado a estos seres y seguían teniendo redaños, si bien ahora callaban algo más. La señora Mumnia los compró para complacer a su captor, el renombrado Mirrón, y así negociar un conveniente matrimonio con Susnia. A dos de las mujeres las había metido en la casa y eran difíciles de manejar. Una se llamaba Esfiachana o algo así y era una larguirucha, de mirada hostil y con aires de superioridad. La otra era llamada algo parecido a Shiyán y, si bien menos hostil, tenía claro que cuchicheaba con las criadas jóvenes acerca de asuntos poco apropiados para doncellas, aparte de que no actuaba de un modo que ella venía apropiado a una cocinera, más tímido.
Para su suerte, la joven señora Susnia se llevó consigo a Esfiachana, porque a su tío abuelo, cuñado de la señora Mumnia, le divertían sus relatos militares del otro mundo. Aunque no le gustara admitirlo, al menos Shiyán solía callarse cuando cocinaba y, para qué negarlo, era buena cocinera.
Así, la buena Zrulia estaba tranquila, cuando de pronto llamaron. Era un jovencito, siervo como todos.
—¡Ah, por fin te veo, Zrulia!—dijo, jadeando—¡Han llegado las hermanas de la señora!
La mujer abrió los ojos de asombro y se dirigió al jovencito con cuidado, pues no lo tenía por descarado.
—¡Mira lo que dices, hijo, que son tan respetables como la dueña de nuestras vidas!
—Sé lo que ven mis ojos. Mira, aquí llegan sus heraldos.
La mujer pudo confirmar que era así, pues estos anunciaron a sus respectivas señoras.
—Pero, ¡amigos!—repuso la mujer, inquieta—Me temo que ha debido ocurrir algún malentendido. ¡No teníamos constancia de esta visita!
—Bueno, mujer—respondió el más viejo de los hombres—, es que lo han decidido de pronto. Estábamos en la casa de la tercera hermana en edad, cuando nos han anunciado esta visita. ¡Me han sacado del lecho!
Turbada, Zrulia respondió que podían venir, que ella procuraría la llegada más adecuada. Cuando los hombres se fueron, se lamentó un tanto y la oyó una criada joven, Cuternia, quien acudió al punto.
—¡Ay, hija, escucha!—y le contó todo.
—Pues nada, avisaré a todas. Supongo que a la cocinera hay que decirle que prepare comida propia de señoras.
—Me encargaré de la cocinera yo misma—dijo Zrulia.
Fue a la cocina. Allí, Shiyán trabajaba con esmero con dos muchachas a quienes, temía Zrulia, empezaba a influir con sus monerías. Shiyán la miró y sonrió.
—¡Enseguida!
—Tiene buena pinta—dijo Zrulia para agasajarla y porque lo consideraba justo—, pero vas a tener que preparar otra cosa.
Y le explicó lo que ocurría.
—¡Caray! ¡Pues vaya gracia! ¿Cómo es que vienen ellas ahora que la abuela se ha largado?
—No sé, lo cierto es que aquí están. Encarga carne.
Shiyán le hizo un gesto a una de las mozas, que salió corriendo. Se mesó la barbilla.
—Si quieres mi opinión, no es casualidad. ¿No dirá la ley turnia algo sobre las herencias en ausencia del señor?
Zrulia puso su cara más severa y le habló con calma.
—Eso no nos concierne. Prepara el plato. Para no desperdiciar eso, dáselo a los heraldos y el mozo que vendrán.
Salió. Shiyán le hizo gestos a la muchacha que quedó.
—Chiqui, espero que esto no acabe con nosotras castigadas—le dijo, rascándose la frente.
—No ocurrirá—dijo la chica—La señora Mumnia sabe que somos buenas.
Shiyán, quien seguía pensando en sí misma como Ji-young, reflexionó sobre cuánto todavía le costaría convencer a esas niñas de que su situación era un abuso. Entonces volvió la criada que había salido, acompañada.
—¡Qué rápido!—dijo Ji-young y saludó a la chica que había llegado—¡Hola, Surpiria!
Esta era una muchacha fornida, con el pelo desordenado, no muy bien parecida y bastante brusca, a la que Ji-young adoraba porque los había ayudado a sus amigos y a ella cuando llegaron.
—Me ha dicho mi abuela que os traiga este bicho, ellos van a recibir a las abuelas. Porque son las otras abuelas, ¿no?
Depositó una res de gran valor en Turnia, atada.
—Tal parece—dijo Ji-young y se arrimó a ella—¿Te suena que haya líos entre las señoras?—le susurró al oído.
La interpelada miró a los lados. Las criadas hicieron gestos de no oír nada.
—Bueno, mi abuela dice que nuestra buena señora Mumnia se llevaba muy requetebién con la tercera hermana, porque cuando murió su señor padre—aquí la sacudió un escalofrío—, era lo suficientemente mayor para notar su muerte y nuestra querida señora la consoló.
El escalofrío se debía a que el padre de esas señoras era, en opinión de Ji-young, un saco de mierda que ultrajaba a las siervas, mientras que los demás esclavos de la hacienda hablaban de él como del ogro de un cuento. Por lo visto, una cazadora le cortó los testículos cuando intentó propasarse con ella y el muy imbécil se murió, con las burlas de su propio ejército encima. Cuando Surpiria nació, el bastardo llevaba «grupos de ocho más dos ciclos anuales de su mundo» muerto, pero el miedo quedó.
—Y además, le gusta mucho su hijo, ese tipo que has visto a veces.
—¿Ese que vino en las fiestas del solsticio? ¡Espera! Ahora que lo pienso… ¿No vivía cerca de donde están las minas adonde ha ido la ab… quiero decir, la señora?
—¡Exacto!
—Vale, ya entiendo...—como vio que Surpiria la miraba con extrañeza, añadió—¡Cosas mías!
—Me voy, que quiero verlas llegar. No las he visto mucho—Surpiria se marchó.
Ji-young miró a sus ayudantes con inteligencia.
—Déjame adivinar: el nombre del sobrino suele surgir cuando se habla de la herencia en la eventualidad de que…
Una de las chicas se puso blanca y la otra la miraba como si hubiera perdido el juicio, así que se lo pensó.
—De que ocurra algo desdichado—escogió como eufemismo de «si acaso Susnia se muere»—Se deben de haber enterado de que el sobrino la acogerá o algo así y vendrán a pedir algo de la herencia.
—Shiyán, te advierto que nosotras no deberíamos hablar de esos asuntos—dijo una de las chicas, aún nerviosas las dos.
Sin decir más, fueron a la res para sacrificarla. Curiosamente, Ji-young se había acostumbrado a matar animales con normalidad.

Zrulia encabezaba a las doncellas de la casa, quienes formaron bastante bien. No muy lejos, siervos, viejos y jóvenes, miraban fascinados a las hermanas de su señora, quienes llegaban en palanquines cargados por vigorosos esclavos y con vistosos heraldos por delante.
Bajaron las tres. La más joven se parecía a Mumnia con unos cuantos años menos, mientras que la segunda hermana era más gruesa y la tercera, más delgada. Algunos comentaron que esas dos se parecían un poco a dos tías de las señoras.
Se fijaron en la comitiva y abrazaron a Zrulia.
—¡Ah, querida!—dijeron con verdadero afecto—Te hemos recordado, adorable Zrulia.
Esta les dijo sus mejores palabras luchando contra la vergüenza. Las señoras aprobaron a las sirvientas, pero una se volvió a Zrulia.
—Supongo que esa ricura que se llamaba… ¡Vitrivenia!, está con nuestra sobrina nieta.
—Así es, noble señora—confirmó Zrulia.
—¿Cómo se porta?
—¡Bien, bien!
—¿Sólo bien?—preguntó alguien—Me disculpará mi señora, pero he oído decir a las mujeres de la ciudad que a la niña la llaman la nueva Estatua de la Buena Sierva. Dudo que por sólo portarse bien la llamen así.
Se adelantaron tres mujeres, las criadas personales de las señoras. Dos de ellas saludaron con respeto a Zrulia, pues fueron compañeras mientras las señoras vivían en la hacienda, pero la que había hablado era desconocida.
—¡Claro!—dijo Zrulia, con acento melancólico, se volvió a la segunda hermana—Oí que tu criada, noble señora, esa pobrecilla con la que aprendí, murió.
—Sí, ¡la pobre me pidió disculpas! ¿Y qué culpa se tiene de la voluntad de los dioses?—respondió, con verdadera pena—Esta es la sustituta que escogí.
La nombrada se inclinó muy ligeramente.
—Sé quién eres y te saludo. Se que eres muy querida y respetada.
Zrulia le sonrió con afecto.
—Respecto a lo que decías, es cierto, pero no me gusta que las muchachas se aturullen con demasiados elogios y procuro no repetirlo. Es una niña, debo decir porque es la verdad, con un talento que a veces me asombra incluso a mí. ¡Pero hablemos dentro!
Todas entraron. Zrulia salió un momento y habló con los hombres.
—Esperad ahí—señaló una puertay dentro de poco llegará la cocinera con algo para vosotros.
Se separaron.

En el lugar designado a los esclavos de otros señores, estos no esperaron mucho cuando vieron llegar a tres mujeres. Ji-young les llamó la atención por ser tremendamente alta para lo que era incluso el varón turnio, muy fornida y tener facciones raras para ellos.
—¿Qué es esto?—preguntó uno de ellos.
—La cena—dijo ella—Si no te gusta, puedes irte al establo y cazar bichos de las monturas, que seguro que los hay a tutiplén.
Los hombres rieron, incluido el que había preguntado, admitiendo que le había dado pie a la broma. No obstante, cesaron las risas cuando, al darse la mujer la vuelta, esta mostró parte de su hombro desnudo.
—¡No puede ser!—dijeron varios, pero uno de los heraldos, un hombre cerca de la vejez, habló con autoridad.
—Claro, ¿no lo habéis oído? Dicen que atraparon a unos hombres, provenientes de otro mundo. Dicen que su fiereza les hizo ganarse un duro castigo.
—Es una manera de contarlo—dijo Ji-young—Me marcaron como a ganado—dijo, con ligera amargura—, sólo por andar de aventuras.
Las muchachas repartían en silencio los cuencos.
—No negaré que hay opiniones que afirman que fue excesivo—dijo el mismo hombre.
—Sí que estás bien informado. ¿Eres de la casa de la tercera entre las hermanas?
—Sí, seguramente has visto a mi futuro señor, el heredero, andar por aquí.
—Es simpático—dijo Ji-young—Bueno, os dejamos. Disfrutad de la comida, estaba lista cuando habéis llegado. Tenemos que preparar el festín de las señoras y lo hemos dejado un momento a cargo de otra criada.
Mientras salían, llegaron a oír los rumores de los hombres.
—¿Ha habido casos de mujeres infamadas?
—Sí, pero el único conocido es legendario y muy antiguo.
—Había oído que las cocineras engordan, pero, ¡esta debe de ejercitarse con la olla!
—Son monas las chicas, ¿eh?
—Sí, aunque esa mujer tiene una cara rarísima. ¿Serán todas así en ese mundo?
De vuelta a la cocina, se dispusieron a preparar un suculento asado. Mientras preparaban todo según lo acostumbrado, Ji-young tendría tiempo para pensar si podían sacar beneficio de esa situación inesperada.

Mientras, Zrulia y Cuternia narraban a las señoras las crónicas de lo recientemente ocurrido en la hacienda.
—En general, la señora Mumnia nos mantiene a todos muy bien—concluyó la primera.
—No tenemos dudas, nuestra hermana siempre ha sido la más inteligente entre nosotras—dijo la tercera hermana—Ahora, si me permites una pregunta…
Ella se puso en guardia. Aunque fingiera ser una sierva ingenua, sabía que había un objetivo detrás de esta visita.
—Mi hijo, cuando estuvo aquí, dijo que había unos nuevos siervos, bastante curiosos…
Zrulia se relajó, aunque sintió disgusto porque fuera ese tema cuando menos lo esperaba.
—Por lo visto, vendrían de otro mundo.
—Cierto es, noble señora—dijo Zrulia.
—Me llama la atención que no los hayas mencionado.
Cuternia tomó la palabra.
—Son gentes… un poco hostiles, a decir verdad. No son violentos, sino que proceden, ¡oh, señoras!, de un mundo donde, afirman…
Tragó saliva, a lo que las señoras la invitaron amablemente a continuar, pero fue Zrulia quien acabó su frase.
—La esclavitud es un crimen—dijo, y permitió que el efecto pasara entre las señoras, quienes se miraron perplejas—Y todo lo juzgan desde ese prisma, ¡señoras! Esta vieja mujer admitirá—continuó, poniendo la mano en el pecho—que quizás no les tenga mucha simpatía, pero de veras que se hacen difíciles de aguantar cuando insisten en que su situación es reversible.
—Pues creo que ya entiendo el problema, mi hijo dijo simplemente que en su mundo no había esclavos—dijo la tercera hermana.
—Bueno, sí los hay, aunque según ellos en países muy pobres. Se contradicen lo pobres muchachos.
—En cualquier caso, mi hijo dijo que se notaba que no estaban acostumbrados, que sus propios gestos delatan ese modo de ver la vida.
De pronto, entró una de las ayudantes de Ji-young y les hizo un gesto a las mujeres.
—¡Ahí viene el plato, señoras!—anunció Cuternia.
Ji-young y las dos muchachas llevaban un plato suculento con su mejor esfuerzo, ayudadas por otras dos criadas.
—¿Así que esta es una de esos seres?—preguntó la segunda hermana—Muchacha, ¿es verdad que vienes de otro mundo?
—Sí… señora—añadió, como si hubiera tenido que acordarse.
—Tenía entendido que había otra de tu mundo en la casa...—dijo la tercera hermana.
—Sí, Sviatlana—dijo, y les pareció un nombre un poco raro—Está en la casa del honorable tío abuelo de la señorita, pues le gusta su compañía, señoras.
Ji-young se dio cuenta de que siguió un silencio tenso y las miró, mientras aún cortaba el asado.
—Señoras, es que no sabe expresarse—dijo Zrulia—A esa chica que se ha ido le gusta recordar las hazañas bélicas de su mundo y al honorable señor le entusiasma cómo narra, como a todo hombre noble.
Se relajaron de inmediato. Ji-young se dio cuenta de qué habían entendido.
—¡Oh, siento muchísimo el malentendido! Señoras, es como ha dicho la sabia Zrulia.
Zrulia suspiró.
—Empiezo a ver dónde está el problema que tienes, mi buena Zrulia—dijo la cuarta hermana, y las otras manifestaron su acuerdo—Incluso cuando no quieren, meten la pata.
—Así es, buena señora.
—Y me preguntaba yo, Zrulia, ¿no han pasado por la ergástula? Allí suelen enseñar a los esclavos difíciles—preguntó la tercera hermana.
—No se fían de ellos porque saben demasiado. La última vez que estuvieron, lograron que un grupo de esclavos traídos de tierras lejanas manifestaran diferencias del carácter propio de sus respectivos pueblos.
—El problema, señoras, es que lograron demostrar que saben más de algunas cosas que los tutores, libertos—dijo Cuternia—y nadie se atrevió con ellos para no quedar en ridículo.
Ji-young hacía como que no entendía de qué hablaban, más que nada porque reflexionaba sobre sus propias palabras. No había recordado que aquellas señoras podían estar afectadas por la personalidad del cabrito del padre, que posiblemente despreciaba a las mujeres. El caso es que había oído que existía la sospecha de que Zrulia fuera hija de aquel hombre, pues según los más viejos, se daba bastante aire a la madre de este ser repugnante.
«No creo que no lo sepan. A lo mejor esta es su hermana mayor, pero hacen ver que no lo sospechan. Esperemos que Luisiña se calle que podrían hacerse averiguaciones, si se estudiara», pensó mientras cortaba la carne.
Acabó y sirvió el plato. Las señoras lo vieron, extrañadas.
—Hija, sabemos cortar la carne—dijeron ellas.
—¡Uuuuups!—dijo Ji-young, quien había estado distraída—Perdón, la he servido como se hace tradicionalmente en mi país.
Temió que Zrulia le dijera alguna bordería, pero la mujer se rió.
—¿En qué pensabas, hija?
—¿Es que acaso en tu país, hija, está prohibido cortar la carne en el plato?—le preguntó de nuevo a la segunda hermana, cuyo grueso rostro Ji-young percibía como propio de una bonachona.
—No hay costumbre de usar cuchillo, señora. En la cocina sí, claro.
—¿Y sólo usáis tenedor y cuchara?
—Bueno, tradicionalmente no teníamos tenedores. Usábamos palillos.
El silencio era profundo. Cuternia había aprendido ya el arte de hablar tan bajo que no se oyera y aprovechó para darle su opinión a su instructora.
—Ya son de nuevo el tema...
Zrulia estaba bastante contenta con ella. Sólo lamentaba no haberla descubierto antes. Ji-young volvió a cortar la comida con premura y la sirvió, esta vez del modo habitual en Turnia.
Las señoras comían con deseo, pero la hermana tercera tomó la palabra.
—¿Cómo se puede comer la comida con palillos?
Ji-young sacó unos palillos que solía llevar encima y sacó caramelos.
—Los tengo para premiar a las chicas cuando hacen algo particularmente bien—explicó.
Se acercó a Zrulia y Cuternia. La última puso la mano y Ji-young depositó los caramelos.
—Si las señoras tienen a bien…
Ante su asombro, cogió dos caramelos con los palillos y se los dio a sus acompañantes y a Cuternia. Como Zrulia declinó amablemente el último, se lo comió ella.
—Creo que es más cómodo usar tenedor, pero hay que admitir que eres muy hábil—dijo la cuarta hermana.
—Se usa cuchillo y tenedor para la comida que viene de fuera. Ocurre que mi abuela es amante de las tradiciones y en casa usábamos mucho de palillos.
Las señoras celebraron el asado y, magnánimas, permitieron que las siervas se quedaran los restos.
—Ahora, ¡qué bien nos vendría deleitarnos con cualquier espectáculo!—dijo la cuarta hermana y se dirigió a Zrulia—Amiga, dinos si alguna de las chicas sabe cantar con armoniosa voz.
—Pues alguna hay, señora—dijo Zrulia—Ahora bien, veamos quién puede venir...
—Ahora que recuerdo—dijo la tercera hermana—, me comentó mi hijo que una muchacha del otro mundo cantaba muy bien canciones en lenguas extrañas.
Zrulia dio tal respingo que las señoras se alteraron.
—Pero, ¡buena amiga! ¿Qué te ocurre?—le preguntó la segunda hermana con acento de verdadera preocupación.
—Disculpad, señoras, a esta vieja mujer…
—Permite, tía, que sea yo quien hable—intervino Cuternia y hablando a las señoras, fue concisa—Señoras, sabed que esa chica en efecto canta muy bien, ¡pero vilipendia mucho mejor! Hace cosa de tres ímaras, hablábamos, creo, de que la señora de la casa del honorable vecino, Coxifo, no era dada a hablar delante de extraños. Alabamos su discreción, pero como las visitantes dicen que en sus países las mujeres hablan cuanto quieren, dijeron que eso era una costumbre impropia de hombres educados.
Las señoras miraron a Ji-young, que comía discretamente junto a su ayudante.
—Depende mucho del país, señoras, pero sí es verdad que en general hablan. Pero a Y...—calló al ver la expresión de Zrulia—, quiero decir que a mi amiga quizás se le encendió demasiado el ánimo.
—Así es, y disculpad que no repita aquí sus palabras, pues hirieron a la pobre tía—y al decir esto, la sostuvo con afecto—La buena señora Mumnia se quedó consternada por lo que pronunció y la expulsó por esa ímara, exhortándola a comportarse so pena de azotes.
Zrulia pareció reponerse después de beber un buen trago de agua fresca.
—Es también el calor, amables señoras, pero es verdad que mi irrité sobremanera con esa chica y mi querida señora Mumnia me hizo la munificencia de echar a esa atrevida b… a esa chica para que recapacitara un poquito. Sí que canta bien, no obstante, y mentiría si insinuara otra cosa.
Y poniendo su mejor sonrisa, añadió:
—Podemos llamarla, seguro que está despierta.

Los hombres que trajeron a las señoras reían alegres, cuando de pronto vieron pasar al lucero.
—Muchacho, ¿qué te han encargado?—le preguntó uno de ellos.
—Que vaya a por otra «otrom…»… A por una mujer que también vino del otro mundo.
—¿Y es como la cocinera?
—¡No!—gritó el chico, ya lejos—¡Tiene el pelo amarillo!
Se preguntaron si bromeaba o habían oído ellos mal. Ya había pasado un buen rato cuando volvió con una mujer de estatura normal para una noble turnia. A la luz, vieron que en efecto tenía el pelo amarillo y se quedaron estupefactos. Ella, sin embargo, los miró con temor.
—No te preocupes—dijo Ji-young, que la esperaba cerca—Es que han venido las hermanas de la señora.
Ella se relajó.
—Por un momento, viendo que esos están medio desnudos, pensé que la b… que Zrulia iba a cumplir su amenaza de venderme al circo.
—¿Qué le dijiste, mujer, para que la mayordoma te amenazara así?—dijo uno de los hombres con verdadero interés, pues Zrulia le pareció muy amable.
—Algo sobre cuevas—dijo ella, vagamente.
Los hombres llegaron a la conclusión de que esos seres eran mayormente incomprensibles. Mientras, Ji-young los acompañó a la sala y durante el trayecto la puso al día de los follones de la familia.
—¡Pues casi que preferiría que me vendiera al circo! Entre que le caigo mal a ella y el riesgo de meter la pata, ¡estoy en peligro!
—Tú eres muy lista y siempre caes de pie—la animó Ji-young.
El chico llamó y la anunció.
—¡Ha llegado Ikatarina!—dijo y le indicó a la aludida que pasara.
—¡Ánimo, Yekaterina!—le dijo Ji-young.
Ella pasó y le acarició el pelo al muchacho con afecto. Ji-young se quedó mirando desde fuera y como vio que nadie dijo nada, entró discretamente y se quedó aparte, cerca del chico. Ikatarina se inclinó con respeto ante las señoras y saludó con una leve inclinación de cabeza a Zrulia, quien casi que dio un respingo antes que saludarla. Las señoras lo notaron, pero no quisieron zaherirla sin necesidad y se dirigieron a Yekaterina.
—¡Qué curioso color de pelo! En estas tierras no se ven tan claros, mientras que en otras tierras, donde abundan, son más bien rosados.
—Cierto, señora—dijo Yekaterina cortés—Aquí en la hacienda hay una muchacha que debe de tener una porción de la sangre de esas gentes, pues tiene el pelo rosita.
—¡Cielos!—dijo la cuarta hermana—¿Y es desabrida? Esas gentes son bárbaros.
—¡Qué va!—respondió Zrulia—Es una medrosa pastora que vive pacíficamente y es de buen talante, buena señora, pero demasiado simplona para ser doncella del hogar.
—Acércate—ordenó la tercera hermana, lo que Yekaterina hizo.
Observaron sus ojos.
—¡Sí! Son del color del mar cuando el sol se oculta detrás de las nubes.
—Dice Zrulia—dijo la cuarta hermana—que tus bailes son agradables y tus cantos, armoniosos.
—Podría ser—dijo Yekaterina—, pues en mi tierra era actriz y bailarina.
—¿Y cómo fue que una bailarina se hizo viajera?—preguntó la segunda hermana, intrigada.
Yekaterina adoptó el aire de alguien a quien le hubieran tocado en un punto delicado.
—Soy curiosa de natural y siempre quise viajar y conocer el mundo—empezó a decir y suspiró—Pero nuestro mundo no ofrece demasiados misterios en lo que se refiere a sus gentes, uno debería llegar al lecho de los mares o entrar en selvas peligrosas para descubrir los últimos misterios. Así que cuando me ofrecieron viajar a otro mundo, dije que sí después de pensarlo sólo un poco.
—¿Y estás satisfecha?—preguntó la cuarta hermana.
—Sí, aunque quizás mi situación no me agrade totalmente—dijo ella del modo más neutral que supo.
—Bueno, ¿y qué bailes son típicos de tu país?
Yekaterina brincó con tanta gracia que las señoras no hacían sino mirarla, expectantes.
—En ese mi mundo, el concepto de tradición es cuestionado continuamente. Hay diversos bailes que ya podrían ser llamados tradicionales.
—Hay uno—intervino Cuternia—, que les gustó mucho a la señora Mumnia y a la joven señora por ser muy animado.
—¡Buena idea!—celebró Zrulia, pues a ella también le gustaba—Pero es necesario que alguien sepa de ritmo.
Se volvió y vio al chicuelo.
—Hijo, ve y busca a los que consideres dotados de mayores dotes para la música.
—Tampoco hace falta que lo envíes a recorrer la hacienda, que estarán descansando después de un duro día de jornada—dijo la tercera hermana y se dirigió al muchacho—Hijo, ve adonde los hombres y llama a dos, de nombres Tronio y Estreo, a que vengan con sus instrumentos.

Mientras, fuera de la casa, en plena hacienda, un grupo de esclavos estaba reunido alrededor de una mujer muy morena, que con los ojos cerrados parecía meditar. Un hombre descomunal, aparte, examinaba unas antorchas.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Habéis venido tarde!—preguntó el hombre a un grupo.
—Han venido las hermanas de la abuela—dijo un joven, con voz respetuosa.
La mujer se interesó y abrió los ojos.
—¡Qué agradable sorpresa!—dijo—En esta hacienda, donde trabajáis tanto sin recibir apenas sino las migajas, debe suponeros un entretenimiento.
El joven se rascó la oreja, incómodo. Ella notó que quiso rebatirla y lo animó.
—No sé, Anush, mensajera de la buena nueva, creo que vienen a presionar para obtener algo de la herencia. ¿Recuerdas al sobrino de la abuela?
—Sí, ese hombre que acudió a una de nuestras reuniones. ¡Qué cara puso!—dijo Anush, riendo.
—Pues vive cerca de las minas a las que ha ido nuestra señ… la abuela—Anush había logrado que la llamaran así exclusivamente—y dicen, no me hagas caso porque soy un pobre siervo de la gleba, que su madre quiere para él esas minas, ya que dan un buen rendimiento.
—¿Y vienen todas las hermanas?—preguntó el hombre—Supongo que razonarán que está alojada con el sobrino de marras y que, como la abuela tiene tanto, que mejor les deje aunque sea una posesión lejana.
—De todos modos, todo se basa en la explotación de sus semejantes, Akakios—le comentó Anush, sentenciosa.
De pronto, llegó una mujer aún más oscura que Anush, a quien esta miró con alegría y sorpresa.
—¡Kafika! ¿Has decidido unirte a nosotros?—le preguntó.
—La verdad es que he venido para preguntarte si sabías algo sobre Yekaterina. Se la ha llevado el chico, órdenes de Zrulia.
Akakios acabó de inspeccionar las antorchas y se dirigió a ella.
—No creerás que la va a castigar por aquello que dijo…
—No creo—dijo Anush—La abuela la conminó a que no volviera a portarse así y Zrulia no se atrevería a insinuar que se quedó corta. Se la estarán enseñando a las otras abuelas como un animal exótico. Como baila y canta que es un primor…
Su mirada se perdió en la oscuridad con una sonrisa beatífica. Hacía tiempo que Kafika no acudía a sus sermones, así que le asombró ver cómo iba adquiriendo los rasgos de una iluminada, aunque de momento fueran humildes. Los reunidos la observaban con fervor. Volvió a dirigirse a la asamblea.
—Siéntate, querida Kafika. Amigos míos, ya veis que en el fondo somos débiles. Tememos el daño que nos puedan hacer a traición. Os voy a contar una historia...

sábado, 19 de marzo de 2022

Ensayo pantuflero (I). Nombres del individuo conocido como don Pantuflo Zapatilla.

En virtud a su naturaleza de tira cómica, algunos de los detalles de la que sería después denominada familia Zapatilla Llobregat varían de historieta a historieta. Como en este escrito nos centramos en don Pantuflo, debemos advertir que en las primeras historietas se llamaba Raguncio Feldespato.


Feldespato es un mineral, mientras que «Raguncio» es posiblemente una referencia a la universidad de Raguncia y a las pretensiones intelectuales de este individuo, a las que volveremos más adelante. No parece ser un nombre antiguo, aunque hay al menos un personaje de otra historieta de Bruguera llamado así. Es posible que sea una derivación cómica de ragú, un estofado. No es un nombre desde luego corriente en la época y, como tantos de Bruguera, son nombres intencionadamente cómicos.




No obstante, en la primera historieta, a la familia se la denominaba «Calabacín», muy posible referencia a las calabazas que ganarán Zipi y Zape por sus fracasos académicos, que analizaremos desde la perspectiva de su progenitor, pues es en parte responsable del mismo.


Posteriormente, pasó a llamarse don Pantuflo Zapatilla, hecho que celebrarán quienes consideren que es más eufónico que Raguncio. Como se ve, la viñeta del tuit afirma que se llama además de Felpúdez de segundo apellido, aunque no nos consta que vuelva a mencionarse.


Todos estos nombres me hacen pensar que, en realidad, don Pantuflo es un apodo que se puso a sí mismo seguramente por el complejo de tener tiene un nombre corriente y moliente, incluso vulgar, pero su egolatría desmedida le llevó a inventarse un nombre gracioso, similar al forero de los primeros años del siglo XXI. Su autoritarismo militante lo llevó a forzar a su familia y a influir sobre sus amigos para que lo llamaran así. Esto también explicaría el abandono de ese primer nombre-apodo, Raguncio Feldespato, con el que no se habría sentido demasiado a gusto o quizás lo consideró indeseable después de la Segunda Guerra Mundial por sus resonancias germánicas. En este sentido, quizás cabría preguntarse si sus hijos, Zipi y Zape, son una especie de adaptación al español del Sturm und Drag romántico. La germanofilia del europeo medio era mucho mayor a principios del siglo XX y España no escapaba a esa tendencia. Respecto al abandono al nombre Calabacín, quizás consideró que no tenía la suficiente ironía inserta.


Pues, ha de señalarse la dualidad de la palabra «pantufla»: un tipo blando de calzado, pero también una herramienta para castigar a los niños. Aunque la apariencia de don Pantuflo pueda parecernos simpática, es un señor cruel y amigo de los castigos físicos y encima humillantes, como se ilustrará en mayor detalle en secciones posteriores. Posiblemente el apellido Zapatilla siga la misma lógica, mientras que «de Felpúdez» revelaría tanto su ocasional servilismo como su deseo de pisotear a otros.


En contraste, su respetable señora, doña Jaimita Llobregat, se llama como una niña ficticia, protagonista de chistes coloquiales. En español al menos no existe una versión femenina del nombre Jaime. En contraste, Llobregat, como otros topónimos, es un apellido real.


No puedo dejar de pensar que toda la familia juega a ponerse nombres propios ridículos, como en un teatro de bambalinas. Eso explicaría su elevado uso del lenguaje, hasta los teóricamente iletrados Zipi y Zape se expresan de modo rico y arcaico. Muy adecuado a una familia, ya lo veremos, dedicada en exclusiva a dar que hablar.

En cualquier caso, esta es la razón de que, como ya se lee en el título, vaya a referirme con frecuencia a don Pantuflo como «el individuo pantuflero» u otras expresiones semejantes, según sea adecuadas al contexto.

viernes, 18 de marzo de 2022

Ensayo pantuflero. Introducción de un proyecto intrínsecamente lúdico.

José Escobar nos dejó muchos personajes para el recuerdo. Nótese que no he añadido «entrañables» porque casi cualquier personaje de Escobar tiene un innegable lado siniestro o estrambótico. En su universo de ficción, hasta las hormigas pueden ser siniestras.


Don Pantuflo Zapatilla, el padre de Zipi y Zape, no es una excepción y me propongo analizar su figura y milagros en este ensayo mediante el análisis de las historietas, en las que la imagen de Pantuflo muta sorprendentemente de una u otra.


Esta idea se me ha ocurrido por la interacción con usuarios de Twitter que también sienten un gran amor por la obra de Escobar, por lo que la comentan, analizan o bromean al respecto. Por ello, como ya se ha visto, citaré en este ensayo a estos otros lectores cuyos agudos comentarios y observaciones merecen figurar, para lo cual me he asegurado de obtener previamente su permiso.

Como este ensayo está pensado para publicar sus partes antes de que quede completo y mi aproximación es más bien lúdica, no estoy seguro de cuántas partes acabará teniendo. De momento, sé que empezaré por un somero análisis de los nombres de nuestro (anti)héroe, continuaré por su personalidad y profesiones, haciendo hincapié en las curiosas dicotomías que se observan en su ser, como la existente entre hombre culto y avaricioso, hasta el punto de que en algunas historietas se muestran luchas metafóricas. En honor al hecho de que aprovecho comentarios y reflexiones ajenas, no me importará recibir sugerencias sobre los temas a tratar.


Efectivamente, escribo este ensayo porque soy demasiado tímido para grabarme.