En la hacienda de la señora Mumnia, todo iba como de costumbre a
pesar tanto de su ausencia, como de la de su heredera, la
hermosa Susnia, su única nieta. La primera se había ausentado para
atender un asunto relacionado con unas minas que poseía en un campo
en la dirección contraria a la posición del sol en su punto más alto,
mientras que la otra, para no permanecer sola, se había ido unas
ímaras con su tío abuelo y luego pasaría otras en la honorable
casa de los Inios, la familia que por entonces dictaba qué ocurría
en Turnia.
A cargo de la casa de tan alta señora estaba Zrulia, su esclava más
cercana desde la infancia. Esta tenía gran autoridad entre las
muchachas que atendían en la susodicha casa, no obstante a lo cual
solía mostrarse afectuosa y comprensiva con sus errores, en
particular cuando eran nuevas. Con dos excepciones: las visitantes.
Parecía ser el caso, pues la buena Zrulia, si bien educada, no había
seguido todas las reglas del saber y no estaba segura, que había otros
mundos aparte del propio donde vivían los hombres. De uno de esos
mundos, por razones que quedan fuera de nuestra historia, provinieron
unos seres semejantes a los humanos, aunque tenían diferencias en el
color y en la forma de la cara. Estos individuos eran demasiado
arrogantes y después de una lucha desesperada, fueron capturados y
llevados como siervos a la poderosa Turnia.
Tan amarga experiencia no había sin embargo amilanado a estos seres
y seguían teniendo redaños, si bien ahora callaban algo más. La
señora Mumnia los compró para complacer a su captor, el renombrado
Mirrón, y así negociar un conveniente matrimonio con Susnia. A dos
de las mujeres las había metido en la casa y eran difíciles de
manejar. Una se llamaba Esfiachana o algo así y era una larguirucha,
de mirada hostil y con aires de superioridad. La otra era llamada
algo parecido a Shiyán y, si bien menos hostil, tenía claro que
cuchicheaba con las criadas jóvenes acerca de asuntos poco
apropiados para doncellas, aparte de que no actuaba de un modo que
ella venía apropiado a una cocinera, más tímido.
Para su suerte, la joven señora Susnia se llevó consigo a
Esfiachana, porque a su tío abuelo, cuñado de la señora Mumnia, le
divertían sus relatos militares del otro mundo. Aunque no le gustara
admitirlo, al menos Shiyán solía callarse cuando cocinaba y, para
qué negarlo, era buena cocinera.
Así, la buena Zrulia estaba tranquila, cuando de pronto llamaron.
Era un jovencito, siervo como todos.
—¡Ah, por fin te veo, Zrulia!—dijo, jadeando—¡Han llegado las
hermanas de la señora!
La mujer abrió los ojos de asombro y se dirigió al jovencito con
cuidado, pues no lo tenía por descarado.
—¡Mira lo que dices, hijo, que son tan respetables como la dueña
de nuestras vidas!
—Sé lo que ven mis ojos. Mira, aquí llegan sus heraldos.
La mujer pudo confirmar que era así, pues estos anunciaron a sus
respectivas señoras.
—Pero, ¡amigos!—repuso la mujer, inquieta—Me temo que ha
debido ocurrir algún malentendido. ¡No teníamos constancia de esta
visita!
—Bueno, mujer—respondió el más viejo de los hombres—, es que
lo han decidido de pronto. Estábamos en la casa de la tercera
hermana en edad, cuando nos han anunciado esta visita. ¡Me han
sacado del lecho!
Turbada, Zrulia respondió que podían venir, que ella procuraría la
llegada más adecuada. Cuando los hombres se fueron, se lamentó un
tanto y la oyó una criada joven, Cuternia, quien acudió al punto.
—¡Ay, hija, escucha!—y le contó todo.
—Pues nada, avisaré a todas. Supongo que a la cocinera hay que
decirle que prepare comida propia de señoras.
—Me encargaré de la cocinera yo misma—dijo Zrulia.
Fue a la cocina. Allí, Shiyán trabajaba con esmero con dos
muchachas a quienes, temía Zrulia, empezaba a influir con sus
monerías. Shiyán la miró y sonrió.
—¡Enseguida!
—Tiene buena pinta—dijo Zrulia para agasajarla y porque lo
consideraba justo—, pero vas a tener que preparar otra cosa.
Y le explicó lo que ocurría.
—¡Caray! ¡Pues vaya gracia! ¿Cómo es que vienen ellas ahora que
la abuela se ha largado?
—No sé, lo cierto es que aquí están. Encarga carne.
Shiyán le hizo un gesto a una de las mozas, que salió corriendo. Se
mesó la barbilla.
—Si quieres mi opinión, no es casualidad. ¿No dirá la ley turnia
algo sobre las herencias en ausencia del señor?
Zrulia puso su cara más severa y le habló con calma.
—Eso no nos concierne. Prepara el plato. Para no desperdiciar eso,
dáselo a los heraldos y el mozo que vendrán.
Salió. Shiyán le hizo gestos a la muchacha que quedó.
—Chiqui, espero que esto no acabe con nosotras castigadas—le
dijo, rascándose la frente.
—No ocurrirá—dijo la chica—La señora Mumnia sabe que somos
buenas.
Shiyán, quien seguía pensando en sí misma como Ji-young,
reflexionó sobre cuánto todavía le costaría convencer a esas niñas de que su
situación era un abuso. Entonces volvió la criada que había
salido, acompañada.
—¡Qué rápido!—dijo Ji-young y saludó a la chica que había
llegado—¡Hola, Surpiria!
Esta era una muchacha fornida, con el pelo desordenado, no muy bien
parecida y bastante brusca, a la que Ji-young adoraba porque los había
ayudado a sus amigos y a ella cuando llegaron.
—Me ha dicho mi abuela que os traiga este bicho, ellos van a
recibir a las abuelas. Porque son las otras abuelas, ¿no?
Depositó una res de gran valor en Turnia, atada.
—Tal parece—dijo Ji-young y se arrimó a ella—¿Te suena que
haya líos entre las señoras?—le susurró al oído.
La interpelada miró a los lados. Las criadas hicieron gestos de no
oír nada.
—Bueno, mi abuela dice que nuestra buena señora Mumnia se llevaba
muy requetebién con la tercera hermana, porque cuando murió su
señor padre—aquí la sacudió un escalofrío—, era lo
suficientemente mayor para notar su muerte y nuestra querida señora
la consoló.
El escalofrío se debía a que el padre de esas señoras era, en
opinión de Ji-young, un saco de mierda que ultrajaba a las siervas,
mientras que los demás esclavos de la hacienda hablaban de él como del ogro de un
cuento. Por lo visto, una cazadora le cortó los testículos cuando
intentó propasarse con ella y el muy imbécil se murió, con las
burlas de su propio ejército encima. Cuando Surpiria nació, el
bastardo llevaba «grupos de ocho más dos ciclos anuales de su mundo» muerto,
pero el miedo quedó.
—Y además, le gusta mucho su hijo, ese tipo que has visto a veces.
—¿Ese que vino en las fiestas del solsticio? ¡Espera! Ahora que
lo pienso… ¿No vivía cerca de donde están las minas adonde ha
ido la ab… quiero decir, la señora?
—¡Exacto!
—Vale, ya entiendo...—como vio que Surpiria la miraba con
extrañeza, añadió—¡Cosas mías!
—Me voy, que quiero verlas llegar. No las he visto mucho—Surpiria
se marchó.
Ji-young miró a sus ayudantes con inteligencia.
—Déjame adivinar: el nombre del sobrino suele surgir cuando se
habla de la herencia en la eventualidad de que…
Una de las chicas se puso blanca y la otra la miraba como si hubiera
perdido el juicio, así que se lo pensó.
—De que ocurra algo desdichado—escogió como eufemismo de «si
acaso Susnia se muere»—Se deben de haber enterado de que el
sobrino la acogerá o algo así y vendrán a pedir algo de la
herencia.
—Shiyán, te advierto que nosotras no deberíamos hablar de esos
asuntos—dijo una de las chicas, aún nerviosas las dos.
Sin decir más, fueron a la res para sacrificarla. Curiosamente,
Ji-young se había acostumbrado a matar animales con normalidad.
Zrulia encabezaba a las doncellas de la casa, quienes formaron
bastante bien. No muy lejos, siervos, viejos y jóvenes, miraban
fascinados a las hermanas de su señora, quienes llegaban en
palanquines cargados por vigorosos esclavos y con vistosos heraldos
por delante.
Bajaron las tres. La más joven se parecía a Mumnia con unos cuantos
años menos, mientras que la segunda hermana era más gruesa y la
tercera, más delgada. Algunos comentaron que esas dos se parecían un poco a
dos tías de las señoras.
Se fijaron en la comitiva y abrazaron a Zrulia.
—¡Ah, querida!—dijeron con verdadero afecto—Te hemos
recordado, adorable Zrulia.
Esta les dijo sus mejores palabras luchando contra la vergüenza. Las
señoras aprobaron a las sirvientas, pero una se volvió a Zrulia.
—Supongo que esa ricura que se llamaba… ¡Vitrivenia!, está con
nuestra sobrina nieta.
—Así es, noble señora—confirmó Zrulia.
—¿Cómo se porta?
—¡Bien, bien!
—¿Sólo bien?—preguntó alguien—Me disculpará mi señora,
pero he oído decir a las mujeres de la ciudad que a la niña la
llaman la nueva Estatua de la Buena Sierva. Dudo que por sólo
portarse bien la llamen así.
Se adelantaron tres mujeres, las criadas personales de las señoras.
Dos de ellas saludaron con respeto a Zrulia, pues fueron compañeras
mientras las señoras vivían en la hacienda, pero la que había
hablado era desconocida.
—¡Claro!—dijo Zrulia, con acento melancólico, se volvió a la
segunda hermana—Oí que tu criada, noble señora, esa pobrecilla
con la que aprendí, murió.
—Sí, ¡la pobre me pidió disculpas! ¿Y qué culpa se tiene de la
voluntad de los dioses?—respondió, con verdadera pena—Esta es la
sustituta que escogí.
La nombrada se inclinó muy ligeramente.
—Sé quién eres y te saludo. Se que eres muy querida y respetada.
Zrulia le sonrió con afecto.
—Respecto a lo que decías, es cierto, pero no me gusta que las
muchachas se aturullen con demasiados elogios y procuro no repetirlo.
Es una niña, debo decir porque es la verdad, con un talento que a
veces me asombra incluso a mí. ¡Pero hablemos dentro!
Todas entraron. Zrulia salió un momento y habló con los hombres.
—Esperad ahí—señaló una puerta—y dentro de poco llegará la cocinera con algo para
vosotros.
Se separaron.
En el lugar designado a los esclavos de otros señores, estos no
esperaron mucho cuando vieron llegar a tres mujeres. Ji-young les
llamó la atención por ser tremendamente alta para lo que era
incluso el varón turnio, muy fornida y tener facciones raras para
ellos.
—¿Qué es esto?—preguntó uno de ellos.
—La cena—dijo ella—Si no te gusta, puedes irte al establo y
cazar bichos de las monturas, que seguro que los hay a tutiplén.
Los hombres rieron, incluido el que había preguntado, admitiendo que
le había dado pie a la broma. No obstante, cesaron las risas cuando,
al darse la mujer la vuelta, esta mostró parte de su hombro desnudo.
—¡No puede ser!—dijeron varios, pero uno de los heraldos, un
hombre cerca de la vejez, habló con autoridad.
—Claro, ¿no lo habéis oído? Dicen que atraparon a unos hombres,
provenientes de otro mundo. Dicen que su fiereza les hizo ganarse un
duro castigo.
—Es una manera de contarlo—dijo Ji-young—Me marcaron como a
ganado—dijo, con ligera amargura—, sólo por andar de aventuras.
Las muchachas repartían en silencio los cuencos.
—No negaré que hay opiniones que afirman que fue excesivo—dijo
el mismo hombre.
—Sí que estás bien informado. ¿Eres de la casa de la tercera
entre las hermanas?
—Sí, seguramente has visto a mi futuro señor, el heredero, andar
por aquí.
—Es simpático—dijo Ji-young—Bueno, os dejamos. Disfrutad de la
comida, estaba lista cuando habéis llegado. Tenemos que preparar el
festín de las señoras y lo hemos dejado un momento a cargo de otra
criada.
Mientras salían, llegaron a oír los rumores de los hombres.
—¿Ha habido casos de mujeres infamadas?
—Sí, pero el único conocido es legendario y muy antiguo.
—Había oído que las cocineras engordan, pero, ¡esta debe de
ejercitarse con la olla!
—Son monas las chicas, ¿eh?
—Sí, aunque esa mujer tiene una cara rarísima. ¿Serán todas así
en ese mundo?
De vuelta a la cocina, se dispusieron a preparar un suculento asado.
Mientras preparaban todo según lo acostumbrado, Ji-young tendría tiempo para
pensar si podían sacar beneficio de esa situación inesperada.
Mientras, Zrulia y Cuternia narraban a las señoras las crónicas de
lo recientemente ocurrido en la hacienda.
—En general, la señora Mumnia nos mantiene a todos muy
bien—concluyó la primera.
—No tenemos dudas, nuestra hermana siempre ha sido la más
inteligente entre nosotras—dijo la tercera hermana—Ahora, si me
permites una pregunta…
Ella se puso en guardia. Aunque fingiera ser una sierva ingenua,
sabía que había un objetivo detrás de esta visita.
—Mi hijo, cuando estuvo aquí, dijo que había unos nuevos siervos,
bastante curiosos…
Zrulia se relajó, aunque sintió disgusto porque fuera ese tema cuando menos lo esperaba.
—Por lo visto, vendrían de otro mundo.
—Cierto es, noble señora—dijo Zrulia.
—Me llama la atención que no los hayas mencionado.
Cuternia tomó la palabra.
—Son gentes… un poco hostiles, a decir verdad. No son violentos,
sino que proceden, ¡oh, señoras!, de un mundo donde, afirman…
Tragó saliva, a lo que las señoras la invitaron amablemente a
continuar, pero fue Zrulia quien acabó su frase.
—La esclavitud es un crimen—dijo, y permitió que el efecto
pasara entre las señoras, quienes se miraron perplejas—Y todo lo
juzgan desde ese prisma, ¡señoras! Esta vieja mujer
admitirá—continuó, poniendo la mano en el pecho—que quizás no
les tenga mucha simpatía, pero de veras que se hacen difíciles de
aguantar cuando insisten en que su situación es reversible.
—Pues creo que ya entiendo el problema, mi hijo dijo simplemente
que en su mundo no había esclavos—dijo la tercera hermana.
—Bueno, sí los hay, aunque según ellos en países muy pobres. Se
contradicen lo pobres muchachos.
—En cualquier caso, mi hijo dijo que se notaba que no estaban
acostumbrados, que sus propios gestos delatan ese modo de ver la
vida.
De pronto, entró una de las ayudantes de Ji-young y les hizo un
gesto a las mujeres.
—¡Ahí viene el plato, señoras!—anunció Cuternia.
Ji-young y las dos muchachas llevaban un plato suculento con su mejor
esfuerzo, ayudadas por otras dos criadas.
—¿Así que esta es una de esos seres?—preguntó la segunda
hermana—Muchacha, ¿es verdad que vienes de otro mundo?
—Sí… señora—añadió, como si hubiera tenido que acordarse.
—Tenía entendido que había otra de tu mundo en la casa...—dijo
la tercera hermana.
—Sí, Sviatlana—dijo, y les pareció un nombre un poco raro—Está
en la casa del honorable tío abuelo de la señorita, pues le gusta
su compañía, señoras.
Ji-young se dio cuenta de que siguió un silencio tenso y las miró,
mientras aún cortaba el asado.
—Señoras, es que no sabe expresarse—dijo Zrulia—A esa chica
que se ha ido le gusta recordar las hazañas bélicas de su mundo y
al honorable señor le entusiasma cómo narra, como a todo hombre noble.
Se relajaron de inmediato. Ji-young se dio cuenta de qué habían
entendido.
—¡Oh, siento muchísimo el malentendido! Señoras, es como ha
dicho la sabia Zrulia.
Zrulia suspiró.
—Empiezo a ver dónde está el problema que tienes, mi buena
Zrulia—dijo la cuarta hermana, y las otras manifestaron su
acuerdo—Incluso cuando no quieren, meten la pata.
—Así es, buena señora.
—Y me preguntaba yo, Zrulia, ¿no han pasado por la ergástula?
Allí suelen enseñar a los esclavos difíciles—preguntó la
tercera hermana.
—No se fían de ellos porque saben demasiado. La última vez que
estuvieron, lograron que un grupo de esclavos traídos de tierras
lejanas manifestaran diferencias del carácter propio de sus respectivos pueblos.
—El problema, señoras, es que lograron demostrar que saben más de
algunas cosas que los tutores, libertos—dijo Cuternia—y nadie se
atrevió con ellos para no quedar en ridículo.
Ji-young hacía como que no entendía de qué hablaban, más que nada
porque reflexionaba sobre sus propias palabras. No había recordado
que aquellas señoras podían estar afectadas por la personalidad
del cabrito del padre, que posiblemente despreciaba a las mujeres. El
caso es que había oído que existía la sospecha de que Zrulia fuera
hija de aquel hombre, pues según los más viejos, se daba bastante
aire a la madre de este ser repugnante.
«No creo que no lo sepan. A lo mejor esta es su hermana mayor, pero
hacen ver que no lo sospechan. Esperemos que Luisiña se calle que
podrían hacerse averiguaciones, si se estudiara», pensó mientras
cortaba la carne.
Acabó y sirvió el plato. Las señoras lo vieron, extrañadas.
—Hija, sabemos cortar la carne—dijeron ellas.
—¡Uuuuups!—dijo Ji-young, quien había estado distraída—Perdón,
la he servido como se hace tradicionalmente en mi país.
Temió que Zrulia le dijera alguna bordería, pero la mujer se rió.
—¿En qué pensabas, hija?
—¿Es que acaso en tu país, hija, está prohibido cortar la carne
en el plato?—le preguntó de nuevo a la segunda hermana, cuyo grueso rostro Ji-young percibía como propio de una bonachona.
—No hay costumbre de usar cuchillo, señora. En la cocina sí,
claro.
—¿Y sólo usáis tenedor y cuchara?
—Bueno, tradicionalmente no teníamos tenedores. Usábamos palillos.
El silencio era profundo. Cuternia había aprendido ya el arte de
hablar tan bajo que no se oyera y aprovechó para darle su opinión a
su instructora.
—Ya son de nuevo el tema...
Zrulia estaba bastante contenta con ella. Sólo lamentaba no haberla
descubierto antes. Ji-young volvió a cortar la comida con premura y
la sirvió, esta vez del modo habitual en Turnia.
Las señoras comían con deseo, pero la hermana tercera tomó la
palabra.
—¿Cómo se puede comer la comida con palillos?
Ji-young sacó unos palillos que solía llevar encima y sacó
caramelos.
—Los tengo para premiar a las chicas cuando hacen algo
particularmente bien—explicó.
Se acercó a Zrulia y Cuternia. La última puso la mano y Ji-young depositó los caramelos.
—Si las señoras tienen a bien…
Ante su asombro, cogió dos caramelos con los palillos y se los dio a
sus acompañantes y a Cuternia. Como Zrulia declinó
amablemente el último, se lo comió ella.
—Creo que es más cómodo usar tenedor, pero hay que admitir que
eres muy hábil—dijo la cuarta hermana.
—Se usa cuchillo y tenedor para la
comida que viene de fuera. Ocurre que mi abuela es amante de las
tradiciones y en casa usábamos mucho de palillos.
Las señoras celebraron el asado y, magnánimas, permitieron que las
siervas se quedaran los restos.
—Ahora, ¡qué bien nos vendría deleitarnos con cualquier
espectáculo!—dijo la cuarta hermana y se dirigió a Zrulia—Amiga,
dinos si alguna de las chicas sabe cantar con armoniosa voz.
—Pues alguna hay, señora—dijo Zrulia—Ahora bien, veamos quién
puede venir...
—Ahora que recuerdo—dijo la tercera hermana—, me comentó mi
hijo que una muchacha del otro mundo cantaba muy bien canciones en
lenguas extrañas.
Zrulia dio tal respingo que las señoras se alteraron.
—Pero, ¡buena amiga! ¿Qué te ocurre?—le preguntó la segunda
hermana con acento de verdadera preocupación.
—Disculpad, señoras, a esta vieja mujer…
—Permite, tía, que sea yo quien hable—intervino Cuternia y
hablando a las señoras, fue concisa—Señoras, sabed que esa chica
en efecto canta muy bien, ¡pero vilipendia mucho mejor! Hace cosa de
tres ímaras, hablábamos, creo, de que la señora de la casa del
honorable vecino, Coxifo, no era dada a hablar delante de extraños.
Alabamos su discreción, pero como las visitantes dicen que en sus
países las mujeres hablan cuanto quieren, dijeron que eso era una
costumbre impropia de hombres educados.
Las señoras miraron a Ji-young, que comía discretamente junto a su
ayudante.
—Depende mucho del país, señoras, pero sí es verdad que en
general hablan. Pero a Y...—calló al ver la expresión de Zrulia—,
quiero decir que a mi amiga quizás se le encendió demasiado el
ánimo.
—Así es, y disculpad que no repita aquí sus palabras, pues
hirieron a la pobre tía—y al decir esto, la sostuvo con afecto—La
buena señora Mumnia se quedó consternada por lo que pronunció y la
expulsó por esa ímara, exhortándola a comportarse so pena de
azotes.
Zrulia pareció reponerse después de beber un buen trago de agua
fresca.
—Es también el calor, amables señoras, pero es verdad que mi
irrité sobremanera con esa chica y mi querida señora Mumnia me hizo
la munificencia de echar a esa atrevida b… a esa chica para que
recapacitara un poquito. Sí que canta bien, no obstante, y mentiría
si insinuara otra cosa.
Y poniendo su mejor sonrisa, añadió:
—Podemos llamarla, seguro que está despierta.
Los hombres que trajeron a las señoras reían alegres, cuando de
pronto vieron pasar al lucero.
—Muchacho, ¿qué te han encargado?—le preguntó uno de ellos.
—Que vaya a por otra «otrom…»… A por una mujer que también
vino del otro mundo.
—¿Y es como la cocinera?
—¡No!—gritó el chico, ya lejos—¡Tiene el pelo amarillo!
Se preguntaron si bromeaba o habían oído ellos mal. Ya había
pasado un buen rato cuando volvió con una mujer de estatura normal
para una noble turnia. A la luz, vieron que en efecto tenía el pelo
amarillo y se quedaron estupefactos. Ella, sin embargo, los miró con
temor.
—No te preocupes—dijo Ji-young, que la esperaba cerca—Es que
han venido las hermanas de la señora.
Ella se relajó.
—Por un momento, viendo que esos están medio desnudos, pensé que la b…
que Zrulia iba a cumplir su amenaza de venderme al circo.
—¿Qué le dijiste, mujer, para que la mayordoma te amenazara
así?—dijo uno de los hombres con verdadero interés, pues Zrulia
le pareció muy amable.
—Algo sobre cuevas—dijo ella, vagamente.
Los hombres llegaron a la conclusión de que esos seres eran
mayormente incomprensibles. Mientras, Ji-young los acompañó a la sala y durante el trayecto la puso al
día de los follones de la familia.
—¡Pues casi que preferiría que me vendiera al circo! Entre que le
caigo mal a ella y el riesgo de meter la pata, ¡estoy en peligro!
—Tú eres muy lista y siempre caes de pie—la animó Ji-young.
El chico llamó y la anunció.
—¡Ha llegado Ikatarina!—dijo y le indicó a la aludida que
pasara.
—¡Ánimo, Yekaterina!—le dijo Ji-young.
Ella pasó y le acarició el pelo al muchacho con afecto. Ji-young se
quedó mirando desde fuera y como vio que nadie dijo nada, entró
discretamente y se quedó aparte, cerca del chico. Ikatarina se
inclinó con respeto ante las señoras y saludó con una leve
inclinación de cabeza a Zrulia, quien casi que dio un respingo antes
que saludarla. Las señoras lo notaron, pero no quisieron zaherirla
sin necesidad y se dirigieron a Yekaterina.
—¡Qué curioso color de pelo! En estas tierras no se ven tan claros,
mientras que en otras tierras, donde abundan, son más bien rosados.
—Cierto, señora—dijo Yekaterina cortés—Aquí en la hacienda
hay una muchacha que debe de tener una porción de la sangre de esas
gentes, pues tiene el pelo rosita.
—¡Cielos!—dijo la cuarta hermana—¿Y es desabrida? Esas gentes
son bárbaros.
—¡Qué va!—respondió Zrulia—Es una medrosa pastora que vive
pacíficamente y es de buen talante, buena señora, pero demasiado
simplona para ser doncella del hogar.
—Acércate—ordenó la tercera hermana, lo que Yekaterina hizo.
Observaron sus ojos.
—¡Sí! Son del color del mar cuando el sol se oculta detrás de
las nubes.
—Dice Zrulia—dijo la cuarta hermana—que tus bailes son
agradables y tus cantos, armoniosos.
—Podría ser—dijo Yekaterina—, pues en mi tierra era actriz y
bailarina.
—¿Y cómo fue que una bailarina se hizo viajera?—preguntó la
segunda hermana, intrigada.
Yekaterina adoptó el aire de alguien a quien le hubieran tocado en un punto
delicado.
—Soy curiosa de natural y siempre quise viajar y conocer el
mundo—empezó a decir y suspiró—Pero nuestro mundo no ofrece
demasiados misterios en lo que se refiere a sus gentes, uno debería
llegar al lecho de los mares o entrar en selvas peligrosas para
descubrir los últimos misterios. Así que cuando me ofrecieron
viajar a otro mundo, dije que sí después de pensarlo sólo un poco.
—¿Y estás satisfecha?—preguntó la cuarta hermana.
—Sí, aunque quizás mi situación no me agrade totalmente—dijo
ella del modo más neutral que supo.
—Bueno, ¿y qué bailes son típicos de tu país?
Yekaterina brincó con tanta gracia que las señoras no hacían sino
mirarla, expectantes.
—En ese mi mundo, el concepto de tradición es cuestionado
continuamente. Hay diversos bailes que ya podrían ser llamados
tradicionales.
—Hay uno—intervino Cuternia—, que les gustó mucho a la señora
Mumnia y a la joven señora por ser muy animado.
—¡Buena idea!—celebró Zrulia, pues a ella también le
gustaba—Pero es necesario que alguien sepa de ritmo.
Se volvió y vio al chicuelo.
—Hijo, ve y busca a los que consideres dotados de mayores dotes
para la música.
—Tampoco hace falta que lo envíes a recorrer la hacienda, que
estarán descansando después de un duro día de jornada—dijo la
tercera hermana y se dirigió al muchacho—Hijo, ve adonde los
hombres y llama a dos, de nombres Tronio y Estreo, a que vengan con
sus instrumentos.
Mientras, fuera de la casa, en plena hacienda, un grupo de esclavos
estaba reunido alrededor de una mujer muy morena, que con los ojos cerrados parecía
meditar. Un hombre descomunal, aparte, examinaba unas antorchas.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Habéis venido tarde!—preguntó el hombre a un grupo.
—Han venido las hermanas de la abuela—dijo un joven, con voz
respetuosa.
La mujer se interesó y abrió los ojos.
—¡Qué agradable sorpresa!—dijo—En esta hacienda, donde
trabajáis tanto sin recibir apenas sino las migajas, debe suponeros
un entretenimiento.
El joven se rascó la oreja, incómodo. Ella notó que quiso
rebatirla y lo animó.
—No sé, Anush, mensajera de la buena nueva, creo que vienen a presionar
para obtener algo de la herencia. ¿Recuerdas al sobrino de la
abuela?
—Sí, ese hombre que acudió a una de nuestras reuniones. ¡Qué
cara puso!—dijo Anush, riendo.
—Pues vive cerca de las minas a las que ha ido nuestra señ… la
abuela—Anush había logrado que la llamaran así exclusivamente—y
dicen, no me hagas caso porque soy un pobre siervo de la gleba, que
su madre quiere para él esas minas, ya que dan un buen rendimiento.
—¿Y vienen todas las hermanas?—preguntó el hombre—Supongo que
razonarán que está alojada con el sobrino de marras y que, como la
abuela tiene tanto, que mejor les deje aunque sea una posesión
lejana.
—De todos modos, todo se basa en la explotación de sus
semejantes, Akakios—le comentó Anush, sentenciosa.
De pronto, llegó una mujer aún más oscura que Anush, a quien esta miró con alegría y sorpresa.
—¡Kafika! ¿Has decidido unirte a nosotros?—le preguntó.
—La verdad es que he venido para preguntarte si sabías algo sobre
Yekaterina. Se la ha llevado el chico, órdenes de Zrulia.
Akakios acabó de inspeccionar las antorchas y se dirigió a ella.
—No creerás que la va a castigar por aquello que dijo…
—No creo—dijo Anush—La abuela la conminó a que no volviera a
portarse así y Zrulia no se atrevería a insinuar que se quedó
corta. Se la estarán enseñando a las otras abuelas como un animal
exótico. Como baila y canta que es un primor…
Su mirada se perdió en la oscuridad con una sonrisa beatífica.
Hacía tiempo que Kafika no acudía a sus sermones, así que le
asombró ver cómo iba adquiriendo los rasgos de una iluminada, aunque de momento fueran humildes. Los reunidos la observaban con fervor. Volvió a
dirigirse a la asamblea.
—Siéntate, querida Kafika. Amigos míos, ya veis que en el fondo
somos débiles. Tememos el daño que nos puedan hacer a traición. Os
voy a contar una historia...
No hay comentarios:
Publicar un comentario