En una oficina cualquiera, un joven se afanaba en su trabajo…
Bueno, es un decir. El joven ora hacía sus faenas (consistentes en
supervisar automatismos en un determinado lenguaje de programación), ora parecía cavilar con profundidad.
—Pues nada—dijo para sí, consultando de nuevo su reloj—,
tendré que hacerle otra visita.
Volvió a mirar el ordenador cuando se le acercó un hombre, más
maduro.
—Julio—dijo el recién llegado—, te llama el
jefe.
El chico parpadeó, sonriendo con regocijo.
—Mira tú por dónde, quería yo verlo para preguntarle sobre
cuándo piensa pagarme las dos mensualidades que me debía.
—Pues yo que tú tendría cuidado—dijo el otro, como si temiera
sus propias palabras—, ha despedido a José Alberto.
—¡¡No jodas!! ¡Si debe de estar cerca de los sesenta años!
—Mucho me temo que eres el siguiente en la lista… Porque,
permíteme decírtelo, os quería citar sólo a vosotros dos.
El tal Julio no dijo nada durante un momento. Simplemente suspiró y
se levantó.
—Pues si es así, de este antro no me largo sin mis mensualidades,
faltaría más. Oye, Ramón, gracias por la honestidad.
—Siento no ser de más ayuda… No lo entiendo.
—¡Bah! Es cuestión de dinero, no es personal, ¡hombre!—reflexionó
un momento—Bueno, para mí sí es personal cobrar lo mío.
Se marchó y anunció por encima del hombro:
—Bueno, pero tampoco adelantemos acontecimientos.
Se dirigió al despacho del jefe. Pudo ver que estaba sentado junto a un tipo muy
bajito al que no conocía de nada. Entró saludando.
—Buenos días, Julio—anunció su jefe, un tipo llamado
Adrián—Este de aquí es Paco, de Recursos Humanos. Supongo que
lo conocerás…
—Buenas—dijo el tipo.
—¡Sí, claro!—mintió Julio, quien ya dedujo que su compañero
Ramón llevaba razón.
Su jefe se rascó la ceja.
—Bueno… Te hemos llamado para comunicarte que vamos a poner fin a
tu contrato por bajada del rendimiento en tu puesto.
—Como podrás entender—dijo el otro—, en este trabajo la
respuesta al cliente es fundamental.
—No me cabe duda—dijo Julio—, pero en mi puesto no tengo acceso
al código. Si lo tuviera, podría contestar todos esos mails
preguntando por qué falla el robot.
—Bueno, claro… Pero es que no te hace falta saber programar para
el puesto—dijo su jefe—En cualquier caso, el rendimiento ha
bajado...
—Porque, deduzco, hay menos trabajo.
Hubo un tenso silencio. Se oyó un suspiro.
—Mira, no eres mal trabajador. Al contrario. Pero… no das el
mejor perfil.
—Claro, para vosotros tengo demasiado nivel para este curro...—dijo
Julio con cierto desdén—Vosotros querríais a un pobre tipo con un
cursillo de programación al que explotar doce horas al día.
—¡Hombre…!—dice Adrián—Tampoco es eso…
—En fin—suspiró Julio—Me pagaréis lo que me debéis, ¿no?
Trajeron
los papeles del finiquito. Los revisó y firmó al ver que mostraban en efecto su nombre completo, Julio Gómez Giménez, y sus demás datos personales. Salió y se despidió
de sus compañeros. El último fue Ramón.
—Gracias, Ramón, por haber preparado el terreno—dijo, se
abrazaron y se marchó.
Afuera, lo recibió un
potente golpe de viento que lo obligó a encogerse. De 165 centímetros de
estatura, complexión normal y más bien flaco, apenas pasaba de los
sesenta kilogramos.
—¡Mierda! ¿Ya ha empezado el vendaval? Ya me advirtieron en casa
que hoy la noche daría miedo.
Lo peor es que la inusual hora de salida lo obligaba a tomar el
metro. No tenía coche y, aunque hubiera salido a su hora, ese día
había un partido de alguna de esas copas de fútbol regionales, de
las que él no conocía ninguna, y muchos de compañeros se habían
tomado el día libre para ver el partido. Entre ellos, los que vivían
cerca de su barrio.
—Hace falta valor para no haber suspendido el partido—reflexionó y se arrebujó en su chubasquero.
Emprendió
la marcha. Nadie circulaba por las calles de ese polígono comercial,
cercano a un municipio de los alrededores de Sevilla. La salida del mismo estaba
cercana a la que ya no era su empresa y, una vez la hubo pasado, bajó una cuesta y se dirigió a un
puente, por donde una escalera bajaba a otro nivel. Unos chicos
estaban debajo del puente, bromeando y charlando, pero al ver a Julio
fue como si su desánimo los hubiera alcanzado.
—Tíos, ¡vámonos que ya empieza a hacer mal tiempo!—y se fueron
corriendo.
Julio continuó su triste marcha. Se acordó entonces y, sacando el
móvil, envió un escueto mensaje a «Susana». «Me han echado»,
rezaba. El camino recorría el borde de un barrio de chalés o casas
antiguas reformadas, Julio no lo tenía claro, donde a veces veía a
alguien paseando al perro, pero ese día todos estaban en sus casas.
Llegó al metro y pensó que, en otra ocasión, se habría tomado
algo en alguno de los locales circundantes, pero ese no era el mejor día.
Bajó
las escaleras del metro con sus propias fuerzas, aunque eran
mecánicas, y pagó. Por fortuna, no tenía que recargar la tarjeta
del metro. El letrero anunciaba que el metro llegaba en apenas unos
minutos. De pronto, sonó el móvil. Era Susana.
—¿Te han pagado lo que te debían?
—Sí.
—¡Vaya! Bueno, ya está hecho. Mamá quiere hablar contigo.
Su hermana le pasó a su madre, quien soltó toda una retahíla de
frases convenientes para esos casos. Julio tenía ganas de soltarle
que lo único que le molestaba era no haberse largado él mismo.
—Bueno, ya sabes que en casa tienes todo. No te preocupes que
estaremos de vuelta mañana. Ya sabes que va a caer la del pulpo, no
salgas de casa.
—No—dijo él y subió al metro.
Su hermana se puso de nuevo.
—Ya hablaremos mañana.
—Sí, de acuerdo. Adiós y cuidado. Saludos a los tíos y a los
primos.
Vivían puerta con puerta y se habían ido a Córdoba a atender una
gestión de una propiedad antigua, de sus abuelos. En el metro apenas
si había gente, supuso que la mayoría cogía el metro de vuelta. En
la estación de llegada, vio que el cielo ya estaba encapotado. Se
arrebujó en el chubasquero, mientras pensaba que hizo bien en no
llevar paraguas: eran inútiles con ese viento.
La
parada de autobús estaba muy llena y consideró alguna ruta
alternativa, pero llegó justo entonces uno de la línea que
necesitaba. Sorprendentemente, encontró espacio para sí: era lo
bueno de ser un tipo bajito y más bien escuchimizado. Iban apretados y, para
colmo, un tipo gordo, escandaloso y de escasa higiene canturreaba
obscenidades, sin preocuparse de su mal olor, pero calló cuando se
oyó el primer trueno.
—Ya empieza—dijo una chica de uniforme escolar, poniendo mala
cara.
Julio la compadeció, la chica llevaba un paraguas y ropa típica de
mayo. Para ese mes en Sevilla, hacía más bien frío.
La
siguiente etapa fue una odisea, en el sentido de que, como el «héroe»
de Ítaca (Julio censuraba que Odiseo, al principio de su narración
en Esqueria, admitiera haber sido un vulgar pirata), el recorrido fue
determinado por los accidentes. Entre el tráfico y una obra,
tardaron mucho y debieron dar un rodeo, por lo que Julio hubo de
seguir aguantando al maloliente muy cerca de un joven con un peinado
que a él le parecía propio de un videojuego de la primera PlayStation, en
plenos 90.
Cuando
por fin se largara el gordo, el chico no pudo ocultar su alegría.
—El cabrón—dijo con tono inesperadamente viril—no ha debido de
ver una pastilla de jabón durante al menos dos meses—y le sonrió
a Julio, quien también sonrió.
Cerca
de la rotonda de Barqueta, un buen número de los pasajeros bajaron y
apenas quedó la décima parte. En los dos paradas siguientes,
bajaron todos menos Julio.
—¿Vas muy lejos?—le preguntó el chófer.
—No, justo ahí.
—Pues…
Julio no dio crédito: la calle ya estaba en proceso de quedar
anegada. Cuando llegó, se despidió del chófer y salió, arrebujado otra vez en el chubasquero. La lluvia impactó sobre su cuerpo con fuerza y
durante un momento se quedó quieto. Cuando avanzó, anduvo sin
prisa, pues consideraba que lo peor que le podía pasar en un día
como ese era dar un resbalón y romperse una pierna.
La lluvia lo seguía azotando, pero no le importaba. En su estado de
ánimo, casi que le parecía apropiado.
«Siempre
llueve en la ficción cuando ocurre una tragedia. Y a mí me ha
ocurrido la peor tragedia según grandes expertos de la
cotidianidad», pensó, irónico, «Perder el trabajo».
Normalmente,
tardaba diez minutos en llegar al portal de su casa. Ese día, al ir
con calma y al buscar refugios para mojarse menos de lo necesario,
tardó quince. Cuando por fin llegó, se encontró con un vecino al
que conocía de vista.
—¡Ojú!—le dijo al verle llegar—Bueno, ahora podrás sentarte
junto a la estufa.
—Sí—dijo Julio por toda respuesta.
Sin decir más, llamó el ascensor y entró. Se asomó, pero el
vecino le dijo que no con un gesto de la cabeza. Subió, quitándose
el chubasquero. Dentro de lo que cabía, no estaba totalmente calado.
Era un buen chubasquero. Eso sí, comparado con cualquier otro día
de lluvia, era como si hubiera bailado como en la película.
Salió y, por fin, llegó a su casa. Vio a los hijos de los vecinos,
jugando en el espacio entre su puerta y la de la casa de Julio.
—¡Hala!—dijo
la hija mayor, que tenía 11 años, llamada Elena—¡Sí que llueve!
¿Eh?
—¡Ya
ves!—dijo Julio, abriendo la puerta de su casa tan pronto como
pudo.
—¿Has
salido antes del trabajo?—preguntó la niña.
—Pues
sí. Y para siempre: me han echado.
—¡Ay! ¿Y por qué?
«¡Porque son unos hijos de
puta!» fue su primer pensamiento, pero por supuesto se moderó.
—Porque no les doy dinero—respondió Julio—No hay ya del
trabajo que les hacía y, para no seguir pagándome, me han echado.
—¿Y no podrían darte otro trabajo que también pudieras hacer?
—No les interesa.
—Tu primo siempre comenta que
sabes muchas cosas.
—Mi primo me tiene en la más
alta estima, lo que le agradezco de corazón, pero una cosa es saber
hacer cosas y otra que te paguen por ellas.
—¿Y
entonces para qué vamos al colegio?
Julio
no supo qué contestar durante un momento.
—Porque
el colegio no sólo debe enseñar cosas que den dinero. Vivir en una
casa limpia no te dará dinero inmediatamente, pero es mejor que
vivir en una pocilga.
La
niña lo miró, como esperando algo más.
—Y
porque en saber hay cierta belleza. Es decir, ¿no crees que saber
algo es mejor que no saber qué es?
—¡Ah,
sí! Tu hermana suele decir que al menos hay que saber que no se
sabe, aunque no acabo de ver por qué entonces seguimos sin saber eso
que no se sabe.
«Ya
dice el bueno de Luis que Sócrates era un bocazas», pensó Julio.
—Es que no es fácil, o a lo mejor nadie lo sabe. Es como una caja
cerrada que nadie puede abrir.
Aprovechó la reflexión de la niña para entrar.
—Ya nos vemos—le dijo.
—¡Sécate bien!
Encendió la luz. La casa estaba cerrada, lo que era bueno. En el
salón de estar había bastantes sillones, un televisor y una
estantería llena de libros de todos los temas, algunos los había
comprado él. Entró por el pasillo, pero se detuvo porque le pareció
ver un movimiento en la cocina. Resultó ser una polilla. Llegó
hasta el cuarto de baño y colgó el chubasquero. Encendió la luz y
se miró en el espejo. Seguía siendo un perfecto pardillo, de buena salud y sin tampoco riesgos de desnutrición a pesar de ser un tirillas. No quiso afeitarse, así que se quitó los
zapatos y, en calcetines, entró en su cuarto. Cogió el pijama y
abrió la ventana con la persiana echada.
Se
duchó con lentitud, dejando que el agua caliente cayera durante un
buen rato. Aunque el termo estaba lleno y él no solía gastar,
decidió enchufarlo. Finalmente, se puso el pijama y, de vuelta en su
habitación, se dio cuenta de que no sabía qué hacer.
—Intentaré ver la tele.
La
encendió, pero no encontró nada demasiado interesante. La mayoría
de las series de animación habían dejado de interesarle y en la
mayoría de cadenas sólo anunciaban concursos de talento,
particularmente de canto.
—Tipos cantando pop, tipos cantando flamenco, niños cantando…
¡Si al menos fueran loros! Me gustaría oír a un loro cantar.
Otro
zapeo lo llevó a una playa donde un tío le gritaba a una chica algo
sobre unos arenques.
—¿Aún emiten este concurso de supervivencia? Bueno, ni siquiera:
es cotilleo de famosetes haciendo el imbécil en vete a saber tú qué
islote al que llaman «paraíso» por carencia absoluta de cultura,
inteligencia y buen gusto.
Viendo el panorama, se levantó y volvió a su habitación.
—Bien, o jugar o leer.
Vio antiguos juegos de consolas de 16 bits. No estaba seguro de que
las consolas funcionasen, pero siempre las cuidó bien. Así que se
decidió a probarlas. Se alegró de ver que la
experiencia era positiva.
—Hacía tiempo que no jugaba al Michimaquinón—dijo, y ya llevaba
un cuarto de hora recordando las acrobacias, cuando llamaron a la
puerta.
—¿Quién será?—se preguntó Julio.
Acudió envuelto en una bata y miró por la mirilla. Era la vecina, con los niños. Abrió y la saludó.
—Que me he enterado por la niña de que te han echado—dijo, con
ese clásico deje sevillano que era mitad interrogativo, mitad
afirmativo.
—Sí que es cierto.
—¡Vaya leche! ¡Así no hay quien levante el país! Supongo que se
lo has contado a tu madre…
—Sí, claro.
—Pues ya sabes, si necesitas algo…
—Estoy bien, gracias. Mi madre me ha dejado todo preparado.
De
pronto, la niña se adelantó.
—Tu hermana me dijo que podía entrar a por unos apuntes suyos de
inglés, de cuando estudiaba en el instituto.
Julio supuso que era verdad, porque su hermana no solía pregonar
esos apuntes que se hizo y que llegaron a ser famosos porque eran
buenos.
—Pues pasa. ¿Sabes dónde los guarda?
—¡Sí!
Pasaron y Elena entró en la habitación de su hermana. Julio vio que
se dirigió al lugar correcto, lo que hizo que recordara algo. Fue a
su habitación y se dirigió a lo que parecía un armario, pero tiró
de una lámina a la izquierda. Al desplazarse, reveló una especie de
trastero. Entró y buscó la linterna que había dentro, que
encendió. Estaba conectada a un proyector que hacía que iluminara bien el espacio, repleto de una impresionante colección de figuritas. Unas eran de
chicas mágicas, con diversos trajes de gala y posturas que
reflejaban alegría, entusiasmo, estoicismo, picardía, turbación,
fingimiento o dolor. Otras eran de androides y toda una serie de
criaturas de formas geométricas que habrían hecho las delicias de
Pitágoras: una tenía ojos en posiciones icosaédricas y bocas en
las dodecaédricas; aquella eran dos caras, en posición inversa, que
parecían gritar al vacío el absurdo de su propia existencia; una
tercera se revelaba como unos senos de mujer que formaban los
distintos miembros de un cuadrúpedo.
Inspeccionó las figuras, que estaban limpias, aunque quizás con
algo de polvo. Pensó que podía echar la tarde en limpiarlas un
poco, cuando de pronto entró Elena.
—¡Hala! No sabía que hubiera un cuarto aquí dentro.
—No me gustaba la esquina que hacía la habitación, así que me
monté esto con mi tío.
Elena miró las figuras.
—¿Aquí guardas las muñecas? Ya me parecía raro que no las
hubiera visto nunca.
—¿Quién te lo ha contado?
—Tu madre dice de tanto en tanto que al menos tú tienes tus
muñecas y trastos donde no estorban. Se queja de que tu padre ha
dejado no sé qué.
Se
refería a una caja de herramientas que su padre ya no solía usar.
Recordó que tenía cajas con cosas, que estudió por encima. Las
cajas no tenían fisuras.
—¿Qué son esos muñecos?—preguntó Elena, mirando la figura de
los senos, la platónica y el Jano desesperado entre otras.
—Ángeles y algunos robots.
La
niña lo miró con una cara que parecía querer decir «Me estás
tangando, los ángeles tienen alas y le besan los pies al niño
Jesús».
—Son de una serie de hace algunos años, donde los ángeles son
así, un poco raros.
—¿Qué serie?
—Paleon Exegesis Proangelion.
—¿Y estas también?—dijo señalando las muñecas.
—No, esas son de una serie que se llama Satellite Witches in Space.
Va de unas muchachas a las que un destino trágico empuja a luchar
para defender sus planetas natales de un gran peligro.
Recordó que el gran peligro era en realidad la propia ambición de
los gobernantes de esos mundos, que querían prosperar a costa de los
demás, pero tampoco era cuestión de recordar el sorprendente giro del argumento que transformó un alegre programa sobre muchachas bailarinas en una alegoría sobre la maldad de los políticos demasiado ambiciosos.
—Pues son muchas—dijo Elena, mirando todas las figuras.
—Sí, es que en la serie, la humanidad ha colonizado el espacio
exterior.
—¿Y qué ibas a hacer? ¿Mirarlas?
—Iba a limpiarlas un poco, que tienen polvo.
Al
final, pasó el resto de la tarde con la niña, limpiando las
figuras, mientras hablaba con la madre.
—Siempre fastidian a los de abajo, por supuesto—dijo Julio—Aún
no sé dónde probar, pero ya veremos.
—¿Qué es eso?—preguntó Elena, señalando la consola.
—Una consola del año del peo—dijo él—Ese juego es muy
divertido.
—¿Puedo jugar?
—Si eso, mañana—dijo su madre.
De nuevo solo, cenó en su casa. Después de comer, vio unos cuantos
episodios de la serie de las Brujas Satélite.
—¡No permitiré que destruyas mi mundo! ¡Lamento que nuestros
ahora jubilados cometieran un genocidio en tu mundo! ¡Sin duda es
inexcusable! Pero, ¡actuando así, habrá otra genocida más!—gritaba
desesperada una de las heroínas secundarias, que a Julio siempre le
gustó.
Le entró sueño hacia las diez y media.
—¡Qué horror! No tengo ganas ni de jugar… Bueno, a la cama.
Se arropó, hacía frío.
—¡Seguro que ahora me revuelvo en la cama como un…!
Pero no llegó a completar el pensamiento. Cayó en un profundo
sueño.
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