miércoles, 13 de julio de 2022

Encuentro inesperado (I).

En una oficina cualquiera, un joven se afanaba en su trabajo… Bueno, es un decir. El joven ora hacía sus faenas (consistentes en supervisar automatismos en un determinado lenguaje de programación), ora parecía cavilar con profundidad.
—Pues nada—dijo para sí, consultando de nuevo su reloj—, tendré que hacerle otra visita.
Volvió a mirar el ordenador cuando se le acercó un hombre, más maduro.
—Julio—dijo el recién llegado—, te llama el jefe.
El chico parpadeó, sonriendo con regocijo.
—Mira tú por dónde, quería yo verlo para preguntarle sobre cuándo piensa pagarme las dos mensualidades que me debía.
—Pues yo que tú tendría cuidado—dijo el otro, como si temiera sus propias palabras—, ha despedido a José Alberto.
—¡¡No jodas!! ¡Si debe de estar cerca de los sesenta años!
—Mucho me temo que eres el siguiente en la lista… Porque, permíteme decírtelo, os quería citar sólo a vosotros dos.
El tal Julio no dijo nada durante un momento. Simplemente suspiró y se levantó.
—Pues si es así, de este antro no me largo sin mis mensualidades, faltaría más. Oye, Ramón, gracias por la honestidad.
—Siento no ser de más ayuda… No lo entiendo.
—¡Bah! Es cuestión de dinero, no es personal, ¡hombre!—reflexionó un momento—Bueno, para mí sí es personal cobrar lo mío.
Se marchó y anunció por encima del hombro:
—Bueno, pero tampoco adelantemos acontecimientos.
Se dirigió al despacho del jefe. Pudo ver que estaba sentado junto a un tipo muy bajito al que no conocía de nada. Entró saludando.
—Buenos días, Julio—anunció su jefe, un tipo llamado Adrián—Este de aquí es Paco, de Recursos Humanos. Supongo que lo conocerás…
—Buenas—dijo el tipo.
—¡Sí, claro!—mintió Julio, quien ya dedujo que su compañero Ramón llevaba razón.
Su jefe se rascó la ceja.
—Bueno… Te hemos llamado para comunicarte que vamos a poner fin a tu contrato por bajada del rendimiento en tu puesto.
—Como podrás entender—dijo el otro—, en este trabajo la respuesta al cliente es fundamental.
—No me cabe duda—dijo Julio—, pero en mi puesto no tengo acceso al código. Si lo tuviera, podría contestar todos esos mails preguntando por qué falla el robot.
—Bueno, claro… Pero es que no te hace falta saber programar para el puestodijo su jefe—En cualquier caso, el rendimiento ha bajado...
—Porque, deduzco, hay menos trabajo.
Hubo un tenso silencio. Se oyó un suspiro.
—Mira, no eres mal trabajador. Al contrario. Pero… no das el mejor perfil.
—Claro, para vosotros tengo demasiado nivel para este curro...—dijo Julio con cierto desdén—Vosotros querríais a un pobre tipo con un cursillo de programación al que explotar doce horas al día.
—¡Hombre…!—dice Adrián—Tampoco es eso…
—En fin—suspiró Julio—Me pagaréis lo que me debéis, ¿no?
Trajeron los papeles del finiquito. Los revisó y firmó al ver que mostraban en efecto su nombre completo, Julio Gómez Giménez, y sus demás datos personales. Salió y se despidió de sus compañeros. El último fue Ramón.
—Gracias, Ramón, por haber preparado el terreno—dijo, se abrazaron y se marchó.
Afuera, lo recibió un potente golpe de viento que lo obligó a encogerse. De 165 centímetros de estatura, complexión normal y más bien flaco, apenas pasaba de los sesenta kilogramos.
—¡Mierda! ¿Ya ha empezado el vendaval? Ya me advirtieron en casa que hoy la noche daría miedo.
Lo peor es que la inusual hora de salida lo obligaba a tomar el metro. No tenía coche y, aunque hubiera salido a su hora, ese día había un partido de alguna de esas copas de fútbol regionales, de las que él no conocía ninguna, y muchos de compañeros se habían tomado el día libre para ver el partido. Entre ellos, los que vivían cerca de su barrio.
—Hace falta valor para no haber suspendido el partido—reflexionó y se arrebujó en su chubasquero.
Emprendió la marcha. Nadie circulaba por las calles de ese polígono comercial, cercano a un municipio de los alrededores de Sevilla. La salida del mismo estaba cercana a la que ya no era su empresa y, una vez la hubo pasado, bajó una cuesta y se dirigió a un puente, por donde una escalera bajaba a otro nivel. Unos chicos estaban debajo del puente, bromeando y charlando, pero al ver a Julio fue como si su desánimo los hubiera alcanzado.
—Tíos, ¡vámonos que ya empieza a hacer mal tiempo!—y se fueron corriendo.
Julio continuó su triste marcha. Se acordó entonces y, sacando el móvil, envió un escueto mensaje a «Susana». «Me han echado», rezaba. El camino recorría el borde de un barrio de chalés o casas antiguas reformadas, Julio no lo tenía claro, donde a veces veía a alguien paseando al perro, pero ese día todos estaban en sus casas. Llegó al metro y pensó que, en otra ocasión, se habría tomado algo en alguno de los locales circundantes, pero ese no era el mejor día.
Bajó las escaleras del metro con sus propias fuerzas, aunque eran mecánicas, y pagó. Por fortuna, no tenía que recargar la tarjeta del metro. El letrero anunciaba que el metro llegaba en apenas unos minutos. De pronto, sonó el móvil. Era Susana.
—¿Te han pagado lo que te debían?
—Sí.
—¡Vaya! Bueno, ya está hecho. Mamá quiere hablar contigo.
Su hermana le pasó a su madre, quien soltó toda una retahíla de frases convenientes para esos casos. Julio tenía ganas de soltarle que lo único que le molestaba era no haberse largado él mismo.
—Bueno, ya sabes que en casa tienes todo. No te preocupes que estaremos de vuelta mañana. Ya sabes que va a caer la del pulpo, no salgas de casa.
—No—dijo él y subió al metro.
Su hermana se puso de nuevo.
—Ya hablaremos mañana.
—Sí, de acuerdo. Adiós y cuidado. Saludos a los tíos y a los primos.
Vivían puerta con puerta y se habían ido a Córdoba a atender una gestión de una propiedad antigua, de sus abuelos. En el metro apenas si había gente, supuso que la mayoría cogía el metro de vuelta. En la estación de llegada, vio que el cielo ya estaba encapotado. Se arrebujó en el chubasquero, mientras pensaba que hizo bien en no llevar paraguas: eran inútiles con ese viento.
La parada de autobús estaba muy llena y consideró alguna ruta alternativa, pero llegó justo entonces uno de la línea que necesitaba. Sorprendentemente, encontró espacio para sí: era lo bueno de ser un tipo bajito y más bien escuchimizado. Iban apretados y, para colmo, un tipo gordo, escandaloso y de escasa higiene canturreaba obscenidades, sin preocuparse de su mal olor, pero calló cuando se oyó el primer trueno.
—Ya empieza—dijo una chica de uniforme escolar, poniendo mala cara.
Julio la compadeció, la chica llevaba un paraguas y ropa típica de mayo. Para ese mes en Sevilla, hacía más bien frío.
La siguiente etapa fue una odisea, en el sentido de que, como el «héroe» de Ítaca (Julio censuraba que Odiseo, al principio de su narración en Esqueria, admitiera haber sido un vulgar pirata), el recorrido fue determinado por los accidentes. Entre el tráfico y una obra, tardaron mucho y debieron dar un rodeo, por lo que Julio hubo de seguir aguantando al maloliente muy cerca de un joven con un peinado que a él le parecía propio de un videojuego de la primera PlayStation, en plenos 90.
Cuando por fin se largara el gordo, el chico no pudo ocultar su alegría.
—El cabrón—dijo con tono inesperadamente viril—no ha debido de ver una pastilla de jabón durante al menos dos meses—y le sonrió a Julio, quien también sonrió.
Cerca de la rotonda de Barqueta, un buen número de los pasajeros bajaron y apenas quedó la décima parte. En los dos paradas siguientes, bajaron todos menos Julio.
—¿Vas muy lejos?—le preguntó el chófer.
—No, justo ahí.
—Pues…
Julio no dio crédito: la calle ya estaba en proceso de quedar anegada. Cuando llegó, se despidió del chófer y salió, arrebujado otra vez en el chubasquero. La lluvia impactó sobre su cuerpo con fuerza y durante un momento se quedó quieto. Cuando avanzó, anduvo sin prisa, pues consideraba que lo peor que le podía pasar en un día como ese era dar un resbalón y romperse una pierna.
La lluvia lo seguía azotando, pero no le importaba. En su estado de ánimo, casi que le parecía apropiado.
«Siempre llueve en la ficción cuando ocurre una tragedia. Y a mí me ha ocurrido la peor tragedia según grandes expertos de la cotidianidad», pensó, irónico, «Perder el trabajo».
Normalmente, tardaba diez minutos en llegar al portal de su casa. Ese día, al ir con calma y al buscar refugios para mojarse menos de lo necesario, tardó quince. Cuando por fin llegó, se encontró con un vecino al que conocía de vista.
—¡Ojú!—le dijo al verle llegar—Bueno, ahora podrás sentarte junto a la estufa.
—Sí—dijo Julio por toda respuesta.
Sin decir más, llamó el ascensor y entró. Se asomó, pero el vecino le dijo que no con un gesto de la cabeza. Subió, quitándose el chubasquero. Dentro de lo que cabía, no estaba totalmente calado. Era un buen chubasquero. Eso sí, comparado con cualquier otro día de lluvia, era como si hubiera bailado como en la película.
Salió y, por fin, llegó a su casa. Vio a los hijos de los vecinos, jugando en el espacio entre su puerta y la de la casa de Julio.
—¡Hala!—dijo la hija mayor, que tenía 11 años, llamada Elena—¡Sí que llueve! ¿Eh?
—¡Ya ves!—dijo Julio, abriendo la puerta de su casa tan pronto como pudo.
—¿Has salido antes del trabajo?—preguntó la niña.
—Pues sí. Y para siempre: me han echado.
—¡Ay! ¿Y por qué?
«¡Porque son unos hijos de puta!» fue su primer pensamiento, pero por supuesto se moderó.
—Porque no les doy dinero—respondió Julio—No hay ya del trabajo que les hacía y, para no seguir pagándome, me han echado.
—¿Y no podrían darte otro trabajo que también pudieras hacer?
No les interesa.
Tu primo siempre comenta que sabes muchas cosas.
Mi primo me tiene en la más alta estima, lo que le agradezco de corazón, pero una cosa es saber hacer cosas y otra que te paguen por ellas.
—¿Y entonces para qué vamos al colegio?
Julio no supo qué contestar durante un momento.
—Porque el colegio no sólo debe enseñar cosas que den dinero. Vivir en una casa limpia no te dará dinero inmediatamente, pero es mejor que vivir en una pocilga.
La niña lo miró, como esperando algo más.
—Y porque en saber hay cierta belleza. Es decir, ¿no crees que saber algo es mejor que no saber qué es?
—¡Ah, sí! Tu hermana suele decir que al menos hay que saber que no se sabe, aunque no acabo de ver por qué entonces seguimos sin saber eso que no se sabe.
«Ya dice el bueno de Luis que Sócrates era un bocazas», pensó Julio.
—Es que no es fácil, o a lo mejor nadie lo sabe. Es como una caja cerrada que nadie puede abrir.
Aprovechó la reflexión de la niña para entrar.
—Ya nos vemos—le dijo.
—¡Sécate bien!
Encendió la luz. La casa estaba cerrada, lo que era bueno. En el salón de estar había bastantes sillones, un televisor y una estantería llena de libros de todos los temas, algunos los había comprado él. Entró por el pasillo, pero se detuvo porque le pareció ver un movimiento en la cocina. Resultó ser una polilla. Llegó hasta el cuarto de baño y colgó el chubasquero. Encendió la luz y se miró en el espejo. Seguía siendo un perfecto pardillo, de buena salud y sin tampoco riesgos de desnutrición a pesar de ser un tirillas. No quiso afeitarse, así que se quitó los zapatos y, en calcetines, entró en su cuarto. Cogió el pijama y abrió la ventana con la persiana echada.
Se duchó con lentitud, dejando que el agua caliente cayera durante un buen rato. Aunque el termo estaba lleno y él no solía gastar, decidió enchufarlo. Finalmente, se puso el pijama y, de vuelta en su habitación, se dio cuenta de que no sabía qué hacer.
—Intentaré ver la tele.
La encendió, pero no encontró nada demasiado interesante. La mayoría de las series de animación habían dejado de interesarle y en la mayoría de cadenas sólo anunciaban concursos de talento, particularmente de canto.
—Tipos cantando pop, tipos cantando flamenco, niños cantando… ¡Si al menos fueran loros! Me gustaría oír a un loro cantar.
Otro zapeo lo llevó a una playa donde un tío le gritaba a una chica algo sobre unos arenques.
—¿Aún emiten este concurso de supervivencia? Bueno, ni siquiera: es cotilleo de famosetes haciendo el imbécil en vete a saber tú qué islote al que llaman «paraíso» por carencia absoluta de cultura, inteligencia y buen gusto.
Viendo el panorama, se levantó y volvió a su habitación.
—Bien, o jugar o leer.
Vio antiguos juegos de consolas de 16 bits. No estaba seguro de que las consolas funcionasen, pero siempre las cuidó bien. Así que se decidió a probarlas. Se alegró de ver que la experiencia era positiva.
—Hacía tiempo que no jugaba al Michimaquinón—dijo, y ya llevaba un cuarto de hora recordando las acrobacias, cuando llamaron a la puerta.
—¿Quién será?—se preguntó Julio.
Acudió envuelto en una bata y miró por la mirilla. Era la vecina, con los niños. Abrió y la saludó.
—Que me he enterado por la niña de que te han echado—dijo, con ese clásico deje sevillano que era mitad interrogativo, mitad afirmativo.
—Sí que es cierto.
—¡Vaya leche! ¡Así no hay quien levante el país! Supongo que se lo has contado a tu madre…
—Sí, claro.
—Pues ya sabes, si necesitas algo…
—Estoy bien, gracias. Mi madre me ha dejado todo preparado.
De pronto, la niña se adelantó.
—Tu hermana me dijo que podía entrar a por unos apuntes suyos de inglés, de cuando estudiaba en el instituto.
Julio supuso que era verdad, porque su hermana no solía pregonar esos apuntes que se hizo y que llegaron a ser famosos porque eran buenos.
—Pues pasa. ¿Sabes dónde los guarda?
—¡Sí!
Pasaron y Elena entró en la habitación de su hermana. Julio vio que se dirigió al lugar correcto, lo que hizo que recordara algo. Fue a su habitación y se dirigió a lo que parecía un armario, pero tiró de una lámina a la izquierda. Al desplazarse, reveló una especie de trastero. Entró y buscó la linterna que había dentro, que encendió. Estaba conectada a un proyector que hacía que iluminara bien el espacio, repleto de una impresionante colección de figuritas. Unas eran de chicas mágicas, con diversos trajes de gala y posturas que reflejaban alegría, entusiasmo, estoicismo, picardía, turbación, fingimiento o dolor. Otras eran de androides y toda una serie de criaturas de formas geométricas que habrían hecho las delicias de Pitágoras: una tenía ojos en posiciones icosaédricas y bocas en las dodecaédricas; aquella eran dos caras, en posición inversa, que parecían gritar al vacío el absurdo de su propia existencia; una tercera se revelaba como unos senos de mujer que formaban los distintos miembros de un cuadrúpedo.
Inspeccionó las figuras, que estaban limpias, aunque quizás con algo de polvo. Pensó que podía echar la tarde en limpiarlas un poco, cuando de pronto entró Elena.
—¡Hala! No sabía que hubiera un cuarto aquí dentro.
—No me gustaba la esquina que hacía la habitación, así que me monté esto con mi tío.
Elena miró las figuras.
—¿Aquí guardas las muñecas? Ya me parecía raro que no las hubiera visto nunca.
—¿Quién te lo ha contado?
—Tu madre dice de tanto en tanto que al menos tú tienes tus muñecas y trastos donde no estorban. Se queja de que tu padre ha dejado no sé qué.
Se refería a una caja de herramientas que su padre ya no solía usar. Recordó que tenía cajas con cosas, que estudió por encima. Las cajas no tenían fisuras.
—¿Qué son esos muñecos?—preguntó Elena, mirando la figura de los senos, la platónica y el Jano desesperado entre otras.
—Ángeles y algunos robots.
La niña lo miró con una cara que parecía querer decir «Me estás tangando, los ángeles tienen alas y le besan los pies al niño Jesús».
—Son de una serie de hace algunos años, donde los ángeles son así, un poco raros.
—¿Qué serie?
—Paleon Exegesis Proangelion.
—¿Y estas también?—dijo señalando las muñecas.
—No, esas son de una serie que se llama Satellite Witches in Space. Va de unas muchachas a las que un destino trágico empuja a luchar para defender sus planetas natales de un gran peligro.
Recordó que el gran peligro era en realidad la propia ambición de los gobernantes de esos mundos, que querían prosperar a costa de los demás, pero tampoco era cuestión de recordar el sorprendente giro del argumento que transformó un alegre programa sobre muchachas bailarinas en una alegoría sobre la maldad de los políticos demasiado ambiciosos.
—Pues son muchas—dijo Elena, mirando todas las figuras.
—Sí, es que en la serie, la humanidad ha colonizado el espacio exterior.
—¿Y qué ibas a hacer? ¿Mirarlas?
—Iba a limpiarlas un poco, que tienen polvo.

Al final, pasó el resto de la tarde con la niña, limpiando las figuras, mientras hablaba con la madre.
—Siempre fastidian a los de abajo, por supuesto—dijo Julio—Aún no sé dónde probar, pero ya veremos.
—¿Qué es eso?—preguntó Elena, señalando la consola.
—Una consola del año del peo—dijo él—Ese juego es muy divertido.
—¿Puedo jugar?
—Si eso, mañana—dijo su madre.

De nuevo solo, cenó en su casa. Después de comer, vio unos cuantos episodios de la serie de las Brujas Satélite.
—¡No permitiré que destruyas mi mundo! ¡Lamento que nuestros ahora jubilados cometieran un genocidio en tu mundo! ¡Sin duda es inexcusable! Pero, ¡actuando así, habrá otra genocida más!—gritaba desesperada una de las heroínas secundarias, que a Julio siempre le gustó.
Le entró sueño hacia las diez y media.
—¡Qué horror! No tengo ganas ni de jugar… Bueno, a la cama.
Se arropó, hacía frío.
—¡Seguro que ahora me revuelvo en la cama como un…!
Pero no llegó a completar el pensamiento. Cayó en un profundo sueño.

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