jueves, 14 de julio de 2022

Encuentro inesperado (II).

Se despertó repentinamente. Tenía ganas de orinar. En el reloj decía que ya eran las cinco de la mañana. Como habría escrito el pésimo narrador, aunque seguía siendo de noche, seguía lloviendo y tronando con estruendo.
—Me he acostumbrado a dormir seis horas y despertarme, aunque debo admitir que he dormido profundamente y sin agobios.
Se lavó las manos al acabar. Le pareció que algo se movía, pero sólo era una araña. Podía vislumbrar contrastes en la oscuridad.
Volvió, pero no quiso acostarse. A pesar de que hacía fresco, abrió la ventana. El panorama sólo le ofrecía la vista de los pisos de enfrente, normalmente vistosos, malamente iluminados por tres o cuatro farolas, cuyo fulgor se difuminaba en la incesante lluvia. Uno de ellos parecía parpadear, quizás porque, apoyado en el alféizar, podía ver cómo el agua golpeaba contra el globo de cristal.
Cuando era pequeño, recordó, una vez metió la cabeza dentro de la mesa camilla. Observó en la oscuridad el brasero, lo que motivó que sus padres le preguntaran si estaba enfermo. Le fascinaba cómo la oscuridad rodeaba las incandescentes resistencias del brasero. Tiempo después, conforme fuera progresando en sus estudios elementales y por sí mismo fuera aumentando su saber, aprendió que el universo era parecido, pero en las tres dimensiones: las estrellas iluminaban el espacio inmediato que las rodeaba, que era pequeñísimo comparado con el volumen total. Además, por si eso fuera poco, las estrellas existían en colosales organizaciones para las que no había, ni hay, un adjetivo adecuado a su verdadera escala llamadas galaxias, pero el espacio entre estas era incluso aún más desproporcionado.
El vacío, razonó entonces, era una de las maneras en las que se denomina a la nada, que en rigor no debería tener ni nombre. Otros de sus nombres eran silencio, olvido, oscuridad, quietud; todas expresaban la ausencia de algo, cuya existencia se esperaba. Y le asaltó la denominación más temible: muerte. En rigor, no era como las anteriores, pues a los objetos sin vida se les puede llamar «inertes». Expresaba la interrupción de la vida, el sueño sin despertar, sin esas alucinaciones oníricas también llamadas «sueños» en algunas lenguas.
Todavía siendo un niño mantenía una sencilla fe religiosa, basada en el catolicismo, que se apagó entre las influencias, la reflexión y el conocimiento de otras religiones, ya fueran cristianas, abrahámicas no cristianas o de otros tipos. A veces, consideraba que la muerte no podía ser temible, porque se deja de ser, pero al menos mientras era, a veces la temía. En ese momento la melancolía lo invadió, la visión del globo de luz bajo la lluvia le hizo pensar que era semejante a la existencia: los seres vivos miraban al sol y les llovían los sucesos de la vida.
Pasó diez minutos meditando pensamientos semejantes. Se volvió y vio que eran las cinco y cuarto. No sabía si leer algo para intentar conciliar el sueño o empezar a ver cierta animación posiblemente erótica que había descargado hacía unas semanas, cuando oyó gritos y carreras. Posteriormente se asombraría de recordar los pasos entre la tremenda lluvia y no sabría si era una consecuencia de que el oído humano favorece los sonidos hechos por los seres vivos o simplemente un adorno de su memoria.
—¡Sus muertos!—gritaba alguien, desde el extremo de la calle a la izquierda desde su punto de vista.
Más adelante, vislumbró lo que le pareció una pareja que corría delante de esta persona. Estaban cubiertos con chubasqueros y, mientras Julio pudo verlos, se separaron y reunieron varias veces, haciendo varias fintas, y se alejaron juntos. No dijeron nada. Julio debería haber pensado que era raro que no pidieran ayuda, pero ni se estaba dando cuenta de que se estaba mojando la nuca.
Detrás, pasaron corriendo unos tipos ruidosos, que mascullaron groserías y se insultaron mutuamente. Julio estaba absorto y habría seguido así aún un rato más si el viento no le hubiera arrojado gotas en un ojo.
Todavía sorprendido, pensó rápido. Al principio, le asombró tontamente la escena. Julio tenía la absurda creencia de que los días como ese eran más seguros que los demás, pues, razonaba, los indeseables no querrían mojarse. Sin embargo, una pareja estaba en apuros. Se preguntó si el chico de cuya existencia no dudaba sin haberlo visto había provocado a aquellos sujetos o si quizás ellos los molestaron al percatarse de la chica, cuya existencia para él estaba igual de clara que la de su acompañante masculino.
«¡La policía!», pensó.
Fue al teléfono y marcó el 091, pero después de minutos de espera, nadie respondió. El temporal debía de haber provocado falta de medios en las comisarías locales. Pensó en lo que había visto. Recordó el bastón de su abuelo, al que quiso mucho, apoyado en la habitación de su madre…
Allí fue, cogió el bastón y cogió un chubasquero. Como llevaba pijama, cogió un bolsito para las llaves.
«Sólo voy a mirar. Es probable que los hayan esquivado, pero...».
Se alegró de que su primo no hacía mucho se hubiera tomado la molestia en engrasar aquella cerradura, que hacía ruidos de un tiempo a esta parte, pero aún así supuso que algún insomne podría oírle abrir al puerta en pleno silencio nocturno.
Cerró la puerta con el mismo cuidado y bajó la escalera en plena oscuridad, guiándose por la linterna del móvil. Llamó al ascensor y esperó, mirando por el hueco de la escalera, pero no se oía nada.
Por fin en la planta baja, no disimuló y salió arrebujado. Aún llovía a mares. Se guió enseguida y fue mirando las desiertas calles.
«Ahora tengo la impresión de haber alucinado», pensó.
Las calles eran distintas, pues sin gente ni locales abiertos. perdían su esencia y volvían a ser otra de las formas del vacío. Era una sensación fantasmal.
«No entiendo a quienes gustan de pasear a estas horas. Pensaba que era un solitario, pero supongo que me confundía».
Un parque. Este parque tenía una zona en obras cercana. La cancela estaba abierta. Julio se extrañó y no supo si era consecuencia del temporal, un descuido del guardián o vandalismo. Con cautela, decidió entrar. Bajo la lluvia, apenas veía algo.
«Lógico, los parques tienen muchas zonas al libre».
Le pareció que alguien se movía detrás de un seto. Iba a preguntar, cuando alguien llegó corriendo y lo vislumbró.
—¿Dónde están tus amigas?—gritaba, desesperado, ese tipo.
Lo rodearon. Eran seis o siete. Julio se figuró que debían de ser más altos que él, pero en semejante número no importaba en absoluto.
—¡Eeeehm…! ¡Tranquilos! A ver…
Uno de ellos se abalanzó hacia él, pero lo esquivó exitosamente. Seguía lloviendo a cántaros.
—Mira, a ver qué tiene esta. Con una nos basta—dijo otro—Así aprenderán.
—Desde luego, os habéis…
Julio intentaba explicar que la confundían con la mujer de antes. Miró hacia atrás por una intuición. Lo habían arrinconado. Se había dejado atrapar. Se acercaban amenazadoramente. Iba a morir sin haber ligado y se culpó por ello. Iba a morir de un modo idiota y se culpó también por ello. Lo cortés y, sobre todo, lo prudente no quitaban lo valiente, pensaba.
—¡Eeeeeeh...!—jadeaba y a alguien le hizo gracia.
Eso lo enfureció. ¿Burlarse de él?
—¿QUÉ COÑO PASA CONTIGO?—gritó de pronto con tal fuerza que se detuvieron.
En el mismo gesto, sacó el bastón de su abuelo y el recuerdo de ese hombre tan cariñoso le dio vigor. Su cólera se transformó en determinación.
De un salto, golpeó la farola más cercana y la esquina quedó a oscuras. Sus asaltantes se detuvieron, inseguros.
«¡VOY A ROMPERTE LA CABEZA! ¡¡¡GILIPOLLAS!!!», pensó y con el bastón golpeó una piedra particularmente grande que había en el suelo. Esta voló y golpeó a uno.
—¡Aaaaah!—gritó.
Julio, al recordar aquella noche, supuso que la pedrada no debió de ser tan fuerte, pero la sucesión hizo que esos tipos, que contaban sobre todo con la ventaja, se sintieran inseguros. Quizás uno o dos podrían haberlos dirigido, pero no pudieron hacerse oír porque él empezó a provocarlos.
—¿Te gusta el golf? ¡Toma esta, por Tiger Woods o como se llame!—gritaba, lanzándoles porquería del suelo.
No debían de entenderle, pero el ruido lo beneficiaba. Nadie sabía quién era él y, en un momento dado, se escapó muy cerca de uno de ellos, pero este ya le había perdido la pista. Se escabulló detrás de un seto y empezó a remover tierra. Cogió bolas de barro y las lanzó con ganas.
—¡Será guarro!—gritó uno de ellos.
Para cuando se habían dado cuenta, él había salido corriendo hacia la derecha. Allí encontró una botella de cerveza, que cogió y arrojó tan fuerte como pudo a una papelera repleta. Tal como previó, el estrépito que provocó asustó a algunos, que ya empezaron a gritar, diciendo que estaban rodeados.
—¡Sois unos «rajaos»!—les gritaba un tipo alto y con voz de quien se hace respetar a gritos y con aspavientos violentos.
A Julio le recordó a algunos macarras de su adolescencia y, cobrando por ella nueva indignación, salió de su escondite, corrió y le dio un bastonazo en las costillas. Él no lo sabía, pero podría haberlo matado.
—¡Ya los tenemos!—gritó hacia atrás, como si hubiera alguien detrás de él—¡Vamos!
Surtió efecto: recogieron a su líder y se largaron. Julio los contempló huyendo en posición de amenaza y se quedó así unos minutos.
«¡He salido vivo!», pensó, contento.
Eufórico después de semejante victoria, se volvió y se asombró al ver a tres figuras. Eran tres mujeres, igualmente asombradas, que lo contemplaban de vuelta. Una de ellas era particularmente alta.
—¡Ah! ¿… Hola?
Las mujeres se miraron. La más alta tomó la palabra.
—Hello! Espa… ñolo—le costó pronunciar la eñe—, no.
La febril mente de Julio volvió a actuar con rapidez. Las mujeres eran extranjeras. La más alta, además, era particularmente clara de piel, por lo que podía ver, y su acento, además, al indicar que no hablaba español tenía un deje de Europa del Este.
Esas chicas, dedujo, habían sido traídas a España para ser explotadas por miserables (para gozo de indignos compatriotas suyos). Quizás habían aprovechado algún fallo de sus vigilantes para huir, pero habían sido descubiertas y perseguidas. Por un giro de la fortuna, habían sido salvadas por Julio, el más inesperado de los héroes.
Aún no lo sabía, pero esas tres chicas encontrarían su interpretación de lo ocurrido tan tierna como hilarante, cada vez que recordaran cómo se conocieron.
—You OK?—pregunto Julio.
Supóngase que, en lo siguiente, hablan en inglés.
—Sí—dijo la chica, pero cautamente le preguntó—Y tú, ¿quién eres?
—Yo...—hizo muchos gestos para explicarse—Estaba en… ventana. Mi cuarto—se señaló—Os vi correr. Los vi corriendo… detrás de vosotras. Llamé policía.
Las chicas pusieron mala cara al oír esa palabra. Le extrañó, aunque recordó rápido que en algunos países la poli era una mafia estatal.
—No respondieron—continuó, y vio que se calmaron—Lluvia muy fuerte, muchos… accidentes. Así que bajé yo.
—¿Por qué?—preguntó la muchacha, realmente extrañada.
—Porque… ¿Sois tres contra un...—le costó encontrar la palabra—una banda?
De pronto, una de las chicas más bajas habló en un idioma que Julio no entendió en absoluto. La otra, también baja, añadió algo. La chica más alta se tranquilizó.
—¡Gracias!—dijeron las tres, a distintos tiempos.
Julio no supo qué decir. Pensaba que se estaba calando y que esas chicas debían de estar igual.
«¡No, peor!», consideró.
—Ahora estoy solo—dijo, y se odió porque podía sonar mal—Si no tenéis un lugar adonde ir…
Ellas lo miraron, esperando qué iba a decir.
—Podéis venir y dormir. O—añadió, pensando que podía entenderse mal—estar sin… sin mojaros.
Ellas se miraron.
—¿Seguro?—preguntó la más alta.
Asintió. Ellas también asintieron. Se dio la vuelta y empezó la marcha. Enseguida se le unió una de las más bajas, que le sonrió con alegría.
—«Tu queterine»—le pareció que decía.
—¿Qué es… un «queterine»?
La chica se sorprendió y le habló más lento:
—Me llamo Yekaterina. Y-E-K-A-T-E-R-I-N-A. ¿Y tú?
—Me llamo Julio—dijo él.
—¿Como Julio Iglesias?—preguntó, divertida.
—Sí, como el cantante—respondió Julio, con sensación de extrañeza al haber sido relacionado con el famoso artista.
Julio vio que tenía rizos claros y también ojos claros, no veía del todo bien el color por la oscuridad. Tenía una sonrisa atractiva. Detrás, las otras dos mujeres hablaban en voz baja. Julio se dio cuenta de que el acento había cambiado, así que supuso que no debía de ser inglés. Una parecía encontrar graciosa la escena y reía.
Se concentró en seguir andando. Ya quedaba menos, aunque andaban lento para evitar resbalones. Cuando se dio cuenta, a su otro lado estaba la otra chica de baja estatura, por lo que casi dio un respingo.
—Me llamo Anush.
—Y yo, Sviatlana—le dijo la más alta, que seguía atrás.
Recordó que, desde la ventana de su habitación, creía que eran una pareja. Se fijó en la tal Sviat-lana, le pareció que estaba cerca de la estatura de su futuro cuñado, de un metro y ochenta centímetros. Por el contrario, la llamada Yekaterina estaba un dedo bajo el metro y sesenta, y Anush otro por encima. Había visto correr a tres mujeres, pero entre los chubasqueros y que una de ellas resaltaba por su estatura, le pareció que eran dos personas y proyectó sus prejuicios.
Sviatlana le devolvió la mirada, dubitativa. Llegaron por fin al portal de su casa y abrió rápido. Entraron y, mientras el ascensor venía, miró por el hueco de la escalera.
—Parece estar bien—dijo Anush mientras esperaban.
Sviatlana miraba el portal, más contenta. Yekaterina llamó a Julio cuando el ascensor vino. Julio se lo pensó antes de pulsar el botón de la planta y marcó el piso superior. Al llegar, se dirigió a las escaleras.
—No quiero que los vecinos cotilleen—dijo.
Ellas asintieron con fuerza. Se quedaron en la escalera unos minutos.
—¿Vives solo?—preguntó Yekaterina.
—No, con mi madre y mi hermana.
Como las tres mujeres se miraron interrogativas ante esa novedad, se aclaró.
—Pero no están. Se han ido a una cosa de mi familia. Tampoco están mis tíos y mis primos, que viven al lado. Y de todos modos, aceptamos huéspedes y no hay nadie ahora.
Lo dijo con varias pausas, aunque cada vez le costaba menos chapurrear en un inglés comprensible y aún así las tres muchachas le dirían algún tiempo después que tenía mucho acento. En cualquier caso, las tres se alegraron de saber que había sitio libre.
Bajaron cuando pasó un rato sin que oyeran a ningún cotilla. Julio abrió la puerta y Sviatlana entró rápido. Julio, como seguía creyendo que eran víctimas de una trata de prostitución, la dejó hacer para que así tuviera seguro que no la llevaba a ninguna encerrona. Volvió e hizo un gesto con la cabeza.
Se instalaron en el salón. Julio se quitó el chubasquero, pero se lo volvió a poner de pronto, rojo como un tomate. Iba en pijama.
—¡Voy…!—cambió de idioma—¡«Para» toallas!—dijo, con mala sintaxis.
Fue rápido al baño. Allí se secó un poco y volvió con sendas toallas para todos, aún con el chubasquero. Para su sorpresa, ellas se habían quitado el chubasquero, pero sus ropas no parecían transparentarse y además Yekaterina llevaba una mochila.
—Gracias—dijo Sviatlana—¿Podemos usar el baño?
—Usad el primero—dijo Julio—Yo usaré el otro.
Ellas se marcharon. Yekaterina le sonrió con simpatía. Julio se quitó el chubasquero en el baño y se quitó la parte de arriba del pijama. Fue rápido a por ropa de estar en casa a su habitación. Se secó cuanto pudo y salió. Decidió que valía la pena encender la calefacción y además las luces.
Salieron del otro baño poco después. Para su sorpresa, eran Sviatlana y Yekaterina con conjuntos deportivos, por arriba tenían al descubierto sus barrigas. Ahora que las veía bien, vio que ambas eran claras de piel. Sviatlana tenía el pelo castaño claro, sabía que había un nombre específico para ese tono, y tenía ojos celestes fríos. Le pareció que tenía una mandíbula más bien grande. Yekaterina era rubia claro, con el recogido en dos coletas, y ojos azules como el mar en un día caluroso.
Sviatlana notó la calefacción y le dedicó una mirada agradecida. Él les ofreció sentarse con gestos. Al girarse, vio que el reloj ya marcaba las seis. Sviatlana entendió el gesto y dijo.
—Nos vamos ya, si quieres. Me figuro que a lo mejor tienes cosas que hacer.
—¿Eh?—respondió, pues estaba reflexionando sobre cómo había pasado esa hora—¡No, no! Yo… estoy desempleado.
—¡Vaya por Dios!—dijo Yekaterina—¿No sale nada?
Le costó un momento entender su pregunta.
—¡Ah, no!—y como ellas lo miraron con curiosidad, se explicó—Hoy… Bueno, fue ayer mismo. Hace sólo doce horas que me han despedido.
—¡Infiernos!—maldijo Sviatlana—Lo siento, amigo.
—No sé—dijo Julio—Mi trabajo…
Salió Anush con un conjunto nuevo. Era morena, tanto de pelo como de piel, con dos ojos muy oscuros. A Julio le pareció que debía de ser del sur, como él mismo.
—¿En qué trabajas?—preguntó Anush.
—No, si lo han echado, Anush—explicó Yekaterina—Iba a explicárnoslo, de todos modos.
Pasaron el rato hablando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario