lunes, 2 de mayo de 2022

Hermanas, rivales (II).

En la sala principal de la casa, el ambiente era muy animado. Yekaterina bailaba de un modo inaudito: se agachaba sobre una pierna y estiraba la otra, mientras cantaba algo así como «¡Kalinka!». Con visible alegría, los dos hombres que fuera a buscar el chicuelo se esforzaban por reproducir el ritmo a la velocidad necesaria. El resto de acompañantes recibieron permiso para oír la canción, que les gustaba, así como Ji-young, sus dos ayudantes y el chico.
Las dos ayudantes se reían y se daban codazos. Ji-young lo entendió: uno de los tambores era joven y bien parecido. Este, consciente del efecto que tenía en las jóvenes, les dedicaba pícaras miradas. En un momento dado, esta se cruzó con la de Ji-young y el chico retiró la mirada de inmediato.
«Ese pobre imbécil no sabe que me importa menos por los motivos que él cree», y miró a sus pupilas, «Me fastidiaría que se quedaran preñadas siendo apenas unas niñas».
Se fijó en Cuternia. No la tenía muy lejos y se acercó a ella.
—Me voy al excusado—le gritó al oído al pasar—Quisiera preguntarte algo.
Ji-young no tenía ganas de orinar, ya se había habituado a hacerlo en un rincón de la hacienda donde había letrinas poco frecuentadas. Así que esperó, reflexionando sobre las vueltas de la vida. La muchacha, que en su país apenas sería legalmente adulta, la miró expectante cuando llegó.
—¿Qué va a pasar? Me hago cargo de que es una situación en la que hay que ir con tino.
—No te preocupes, que nadie de la hacienda tiene la culpa. La señora Mumnia ya sabrá qué hacer.
La chica pasó al excusado, con tal calma que Ji-young la admiró. A su edad, ella era una niñata que no habría llegado a tiempo a la letrina. Volvió a la fiesta lentamente cuando de pronto se topó con un hombre.

Anush miraba a los esclavos reunidos con una sonrisa de perfecta cordialidad.
—Esta es una historia bien conocida de donde soy, como os podrán decir Kafika y Akakios.
«Hace ya muchas crienias, que en mi mundo es el mismo tiempo, pero en bucles estacionales más cortos, hubo un hombre que, en la que nosotros llamamos Segunda Guerra Mundial, cometió muchas atrocidades innombrables. Como este hombre perteneció al bando de los países perdedores, huyó pues sabía bien de sobras que, de ser encontrado, lo matarían con premura. No obstante, los poderosos decidieron que era mejor perdonar sus fechorías y las de otros semejantes a él porque interesaba en ese momento congraciarse con su país, cuya población no combatiente había sufrido lo que nosotros llamamos «ataque resonante con núcleos», que fulminan como solecitos.
El hombre maltrató demasiado a sus prisioneros, abusando de su poder como hacen los viles cuando se saben intocables. Uno de ellos que sobrevivió a sus actos malvados había jurado perdonarlo y entregar su vida al Ungido en ese caso, cosa que cumplió porque era un hombre de noble corazón. El hombre, fijaos hasta dónde llegó su compromiso, quiso entrevistarse con este miserable no para cubrirlo de injurias, sino para reconciliarse con él.
¿Qué creéis que respondió aquel hombre?»
Miró a sus feligreses.
—¿Intentó matarlo?—preguntó uno.
—¿Quién a quién?—preguntó Anush.
—El miserable a ese gran hombre.
—Yo creo que se hizo el loco—dijo otra.
—Pues creo que a lo mejor no fue, alegando excusas.
Anush asintió en dirección de quien había dicho lo último.
—Así es, pero además esta fue especialmente mezquina: el hombre aseguró que era todo una celada para atraparlo y juzgarlo. ¡Insensato y vanidoso! La mayoría de los criminales de ese país se libraron de tener que responder de sus crímenes, cuando no los cogieron soldados con menor escrúpulo para ajusticiarlos ellos mismos. Él no era sino otro criminal, absolutamente inane.
Anush dejó que la historia se les quedara grabada.
—Y la moraleja es: tememos el daño que nos podrían hacen, pero sólo los buenos son capaces de reconocer el bien, por inesperado que sea. Los malos jamás la esperan y por ello son los realmente débiles, que se ocultan en la crueldad. Eso es todo.
Hubo discusión.
—Creo con franqueza que esas señoras debieran oír tu historia—dijo una—Su abuelo sometió a los nuestros hace una cuenta ogdón y están muy orgullosas.
A Anush le brillaron los ojos.
—Llevas razón, deberíamos al menos intentarlo.
Se levantó. Akakios y Kafika la miraron y, viendo su determinación, la siguieron. Se sumaron casi todos los feligreses.

El hombre insistía a Ji-young.
—¡Te pagaré bien!
—¡No soy alcahueta!—protestó la visitante del otro mundo, indignada por la petición de ese tipo, que quería disfrutar de sus dos ayudantes al mismo tiempo.
Ella se dispuso a darle un codazo cuando el hombre se quedó con la boca abierta. Ji-young siguió su mirada y vio que había una muchedumbre de siervos acercándose. Cuando se fijó en las primeras caras, reconoció a Kafika, a Anush y Akakios.
—¿Qué hacéis aquí?—preguntó Ji-young.
—Querían ver a esas visitas y a mí me causa cierta curiosidad. Por una vez, no somos nosotros los visitantes.
Ji-young consideró qué podía ocurrir. No obstante, simplemente era una petición.
—Las llamaré.
—Gracias—respondió Anush.
Pero Ji-young no tuvo que ir a ninguna parte. Cuternia salió de las letrinas y se quedó un tanto perpleja, pero no perdió la calma.
—¡Qué reunión vamos a tener! Han venido incluso más de los esperados.
—Dicen que les apetece ver a las señoras—dijo Ji-young, señalando.
—Déjame a mí, conozco a la tía.
El hombre miraba estupefacto a Akakios, como preguntándose si era tan grande como parecía. A Ji-young le pareció bien agobiar al pelmazo un poco y se acercó aposta a su antiguo amigo.
—Últimamente hablamos poco—les dijo.
—Hablo en las reuniones. ¿Cómo están esas muchachas?
—Bien, aunque aún se asustan de las cosas que digo a veces.
—Ten cuidado—le dijo Anush, apoyada en Akakios—Las paredes oyen.
—Oye, esas chicas son buenas—dijo Ji-young—Aún recuerdo cuándo me las endosó el listo de Julio. Por cierto, ¿en qué andan metidos Sachiko y él?
Siguieron charlando un rato, cuando salieron precisamente las dos muchachas. Eran gemelas y se llamaban Isalvenia e Isharvenia. Por razones que pronto comprendieron, pero serían largas de recordar en este momento, los gemelos eran una rarezas entre los turnios y los demás habitantes del mundo al que llegaron los visitantes, así que esas chicas tenían nombres inusuales, que significaban algo así como «esta muchacha» y «esa otra muchacha». Salían acompañadas del músico guapetón, del que tiraban sin disimulo, pero cejaron sus esfuerzos cuando vieron a tantos mirándolas.
—¡Eh, que os lleváis a mi nuevo tambor!—gritaba Yekaterina mientras corría tras ellas.
Vio la escena y se acercó.
—¡Anda! ¿Pasa algo?
—Queremos ver a esas mujeres—dijo Anush—¿Te han tratado bien?
—¡Oh, claro! Les ha encantado mi espectáculo—se acercó a Ji-young y le susurró—Tus chicas tienen las manos un poco largas.
Isalvenia e Isharvenia se limitaban a observar, no sabiendo si era mejor irse a otra parte o disimular. El chico intentaba, aunque sin violencia, zafarse.
—¡A ver si te crees que las pobres van a limitarse a pasar la vida entre fogones! Aunque admito que son un poco bruscas.
—Pero, en nombre de todos los dioses, ¿qué significa esto?
Zrulia, acompañada de Cuternia, se acercó y miró a Anush con sorpresa. Ji-young se dio cuenta entonces de que no tenía tan mala opinión de Anush.
—Me gustaría ver a esas señoras y contarles mi punto de vista respecto a sus ambiciones—dijo esta, sin miedo.
Zrulia no dijo nada. Cuando habló, su acento era compasivo.
—Hija, en serio, ¿por qué intentas eso? ¿No sería mejor que te dedicaras a contarles más historias a tus feligreses?
Anush negó.
—Mis feligreses están más interesados en que les hable a esas señoras para que reflexionen acerca de sus actos.
Zrulia guardó silencio. Normalmente, era ella la que exigía o se mostraba comprensiva, pues era la responsable del buen hacer de las doncellas y tantos años con Mumnia le otorgaban privilegios. No obstante, no perdió la calma y habló con mesura.
—Anush, es posible que esas señoras tengan interés en ti, pero dudo que te hagan tal honor.
—Bien me parece que dudes, pero sabe, Zrulia, que nuestras dudas son muchas veces infundadas.
Cuternia miraba de una a otra, mientras hablaban y, como oyera una llamada, se excusó. Explicó rápido a las señoras la sorpresa.
—¿Esa no será esa profetisa?—preguntó la tercera hermana—¿Aún la deja mi hermana largar dislates?
—¿Es otra visitante?—preguntó la segunda hermana.
—¡Sí! Por lo visto, allá en su mundo era una experta en lenguas, pues hablan tantas sus habitantes que es necesario que los haya. Como aquí tampoco era muy útil, nuestra hermana la envió fuera de la casa, al arroyo, a que aprendiera lo más elemental.
La tercera hermana se tocó la punta de la nariz.
—Parece que en su mundo era partidaria de una religión con muchos fieles, pero sus desdichas la habrían vuelto tan devota que ahora se dedica a predicar la buena nueva, como la llama. Mi hijo fue a una de sus reuniones por curiosidad y no dio crédito a las palabras de esa mujer, que criticaba muchas instituciones de Turnia por verlas «caducas». Por ejemplo, ¡la guerra! Esa mujer mantiene que sólo la guerra en defensa debe permitirse.
—Pero si nadie atacara en primer lugar, no podría ocurrir—comentó la cuarta hermana.
—Como sea. El caso es que la mujer también mantenía que deben apartarse a las hijas de sus madres.
—¿Es posible?—preguntó la cuarta hermana.
—Bueno...—dijo Cuternia, consciente de que nunca podía decir a una señora que se había equivocado—Señora, lo que ocurre es que esa mujer mantiene que las niñas debieran ir también recibir clases como los muchachos.
Las señoras se quedaron mudas.
—Ahora entiendo que no les parezca bien que las mujeres queden calladas—dijo la segunda hermana.
Siguieron hablando así. Había pasado ya un buen rato cuando al tercera hermana se acordó de Cuternia.
—Hija, dile que en otra ocasión, si acaso.
La noticia sentó mal. Anush no protestó, sino que simplemente declaró:
—Que sepan que no siempre se puede elegir.
Todos se marcharon pacíficamente.

Las señoras durmieron poco después. Los hombres fueron alojados afuera, en unos toldos que ellos mismos montaron. Oyeron ruidos por la noche, pero como estaban en hacienda ajena, no quisieron importunar.
El amanecer vio a un hombre saliendo de su toldo y encontrándose con muchachas sentadas. Alegre por la sorpresa, fue a hablarles, pero se detuvo al ver que había muchos sentados así, todos mirando hacia la casa.
—¿Qué hacéis?—preguntó, por fin.
—Pues no estamos seguros—dijo una muchacha—Anush nos ha pedido que lo hagamos para mostrar nuestro espíritu.
—¿Quién es Anush?
—Es una «otromundo»—dijo un joven.
Compañeros del hombre salieron y contemplaron la sentada, asumiendo que era una costumbre del lugar. Fue entonces cuando una doncella abrió la ventana y se quedó estupefacta y corrió adentro. Se asomaron Zrulia y otras doncellas.
—¿Qué significa esto?—preguntó la anciana.
—Anush nos ha dicho que lo hagamos para ver algo increíble—dijo un muchacho, humilde.
Alguien había avisado a las invitadas, que acudieron. Las señoras miraron por la ventana y el espectáculo las dejó boquiabiertas. Una multitud de esclavos estaba sentada en el suelo, repartida en todas las direcciones desde las que partían de aquella ventana. Viendo aquello, aquellas altas señoras se asombraron de la inmensa riqueza de su hermana, pues era necesario disponer de muy buenas tierras para alimentar tan bien a tantos, no habiendo ni uno siquiera con pinta de tener apetito en ese momento.
—Mas, ¿qué es esta reunión?—preguntó la tercera hermana, asombrada, a Zrulia y Cuternia.
—Anush...—musitó Cuternia, tan consternada que no oyó a la señora, quien la tocó para lograr su atención.
Zrulia miraba a un lado y a otro. Llegó un hombre y saludó respetuoso.
—Nobles mujeres, hay más gente rodeando los demás ángulos de la casa. ¿Es acaso algún tipo de homenaje?
—No—dijo Zrulia—Disculpad, señoras, pero sé bien qué es esto...
Vio a Anush.
—¡Mírala! ¿Así que resistencia pasiva?
—¿Qué cosa es esa?—preguntó la cuarta hermana.
—Señora, en el mundo de los visitantes, cuando se quiere manifestar profundo desacuerdo con los gobernantes o jefes, hay quienes organizan este tipo de actos para enervarlos y que así desistan de aquellas acciones que causen el disgusto—explicó Cuternia.
—¡Caramba!—gritó la segunda hermana—¿Y este espectáculo se debe a que no recibiéramos ayer a su profetisa?
—Tal parece, señora—respondió la muchacha, quien no ocultaba su pasmo cuando reconocía a algún rostro, perteneciente a alguien a quien tuviera por pacífico.
Anush se había dirigido adonde estaban tan pronto Zrulia la señaló. Oyó el diálogo y confirmó el hecho.
—Entiendo que os parezca descarada mi pretensión, pero creed que lo hago en pro de la paz entre todos en esta hacienda.
Zrulia suspiró y simplemente comentó:
—Cuando una chica es descarada, me enfado y le canto las cuarenta… Pero, ¿qué hago con esta, que está convencida de que hace el bien supremo?
—Perdona, tía, pero lo adecuado sería avisar a los capataces, ¿o no?
Zrulia salió de su desolación.
—¡Pues es verdad! Señora, permíteme que envíe a este hombre a por un capataz.
La hermana propietaria de aquel esclavo dio el permiso y este salió. De pronto, alguien se dirigió a Anush.
—¡Cielos! Esperemos que tengas un buen plan en la… Bueno, otro plan, Anush…
Las señoras vieron a una pareja, ella tenía la piel de un tono distinto al de Anush, pero el pelo muy negro, mientras que él casi parecía turnio, como la propia Anush.
—Por fin habéis llegado—dijo Anush—¿No os interesan estas buenas señoras?
—Justo ahora nos hemos enterado—dijo la mujer—Estábamos ocupados en palacio, ya sabes que a esa gente no les gusta que cojamos las cosas con la mano «torpona». Tienen ese prejuicio...
—¿Qué prejuicio?—preguntó la segunda hermana.
—Los visitantes, al parecer, usan mayoritariamente la mano contraria a la nuestra—dijo Zrulia—Aunque algunos usan la «hábil», como Ikatarina.
—¡Qué gente!—dijo la cuarta hermana—¿No será que hacen las cosas al revés que en Turnia para fastidiarnos?
Zrulia se guardó mucho de revelarle que en el mundo de los visitantes, por lo que había visto de sus instrumentos, todo estaba pensado para usarlo con la otra mano y que parecían objetos demasiado valiosos para pueriles humoradas. En cualquier caso, por fin llegó el capataz, quien se asombró de ver a tantos.
—¿Cómo no os habéis dado cuenta?—le gritó Zrulia.
—¡Porque diría que no falta nadie! Esperad, nobles mujeres, que los cuente.
El hombre pasó cierto tiempo. Luego rodeó la casa para repetir la misma operación. Por fin, volvió.
—Debe de haber entre cuatro veces y cinco veces sesenta y cuatro trabajadores—calculó, pues los turnios cuentan en ocho—El resto son críos o viejos.
—¿Bien? ¿Acaso se han escapado poco a poco?—preguntó la tercera hermana.
—No, noble mujer—dijo el hombre, servil—Veréis, generosas mujeres, en esta hacienda hay muchísima gente y es muy difícil controlar a todo el mundo. Aquí se trabaja mucho, pero no todo el tiempo. Algunos trabajadores quizás se nos escapen por cierto tiempo, otros dicen que se sienten mal, pero mientras no veamos demasiadas ausencias, no solemos decir nada.
Las hermanas se miraron.
—¿Dices, buen hombre, que los aquí sentados serían los vagos y perezosos, acompañados de los enfermos, que evaden el trabajo y no os merece la pena ir a buscarlos?—preguntó la tercera hermana, alucinada.
—Gran mujer, lo has resumido a la perfección.
Zrulia miró por todas partes, cavilando sobre lo que se estaba hablando.
—Es verdad que, como son tantos los trabajadores, el número de los flojos debe ser también considerable, pero fíjate en que estoy viendo a Surpiria, que suele ser muy buena trabajadora—señaló Zrulia.
La chica tenía a su hermanito en brazos.
—Sí que es verdad—dijo el hombre—Ahora que lo dices, he notado que su hermano mayor parecía estar trabajando lo suyo…
El hombre se sumió en similares pensamientos sobre otros trabajadores. Zrulia miró a Anush con admiración.
—Me pregunto cómo has logrado que los haraganes se pongan de tu lado.
—Simplemente les he dicho que podía ser divertido y ellos han querido venir, porque a veces vienen a mis reuniones y les gusta lo que cuento.
—¿Y Surpiria?—preguntó Cuternia, interesada—¡Ella casi nunca se ausenta! Tiene que sentirse muy mal.
—Se lo he pedido como favor—dijo Anush—Últimamente le he hecho unos cuantos.
Entonces miró al capataz.
—Hago muchos favores—dijo en voz tan alta que el hombre salió de su reflexión y la miró. Cuando comprendió lo que le habían dicho, el hombre se rascó la nuca, indeciso. El hombre se dirigió a las mujeres.
—Es más fácil controlar a menos trabajadores cuando son disciplinados—comenzó a decir, con cautela—Si nos hicieran falta más, ya vendríamos. Es lo que suele decir la sabia Mumnia.
Los capataces la llamaban así por lo bien que administraba el trabajo. Ni a las señoras ni a las siervas se les escapó que el hombre sabía que varios de sus compañeros, quizás él mismo, le debían favores, directa o indirectamente, a Anush y que por ello prefería no meterse en líos mientras no oyera a la verdadera propietaria de la hacienda.
—La culpa es nuestra—dijo Cuternia—Como en el mundo de los visitantes sus ímaras son más cortas, los visitantes a veces se despiertan antes de tiempo. Ha tenido tiempo de organizar esto.
Zrulia asintió.
—Bueno—dijo Anush, como si nada—Si quisierais oír lo que tengo que contaros...
Las hermanas se miraron, inseguras. Les parecía que el mundo estaba del revés. Se retiraron a deliberar. Las dos siervas se miraron con inteligencia.
—Anush—llamó Zrulia—Exactamente, ¿qué crees que vas a conseguir?
—Que esas señoras cobren conciencia de que su estilo de vida se basa en la explotación de sus semejantes.
Las siervas se retiraron y hablaron en voz muy baja.
—Pues casi que nos quita el problema de encima—dijo Cuternia.
—¡Así es!—dijo Zrulia—Por una vez, me dan ganas de besar a una de estas puñeteras visitantes.
Cuternia se rió un poco.
—Hija, es que me han quitado la tensión y todo de encima—dijo la vieja mujer.
De pronto, llegó un muchacho.
—Ha venido un hombre, diciendo que vuelve la señora.
Zrulia y Cuternia bailaron, asombrando al muchacho. Lo despidieron y recibieron al hombre.
—Si no te importa, hombre trotamundos, repite lo que has dicho de nuevo, fingiendo que acabas de llegar—y le llenaron una copa de licor.
El hombre estuvo conforme y lo hizo requetebién, pues era un gran mensajero que había ganado fama por su modo de adaptarse a la situación. Las hermanas lo oyeron y se alegraron, disimulando lo mejor que supieron.

—¡Loados sean los penates! ¿Qué ha ocurrido aquí?
Era la señora Mumnia. Bajó de un carruaje, ayudada por un joven, quien contemplaba con extasiada curiosidad a todos aquellos esclavos sentados.
—¿Es costumbre, noble hembra, que en la misma Turnia los esclavos pasen el día sentados mirando a la casa principal?—preguntó.
Mumnia rió.
—Simpático joven, no. Esto es una humorada de alguien que adivino.
Zrulia corrió hacia ella y le contó lo sucedido. La señora Mumnia no pudo disimular su sorpresa. Despidió al muchacho con un regalo y habló con ella.
—Pues no he adivinado a la autora. ¡Quién iba a decirlo de esa muchacha!
—No sé qué hacer, señora. Según los capataces, no se han notado ausencias en los trabajos.
—Pues ya ves que la pereza está aquí presente, hija. Simplemente, hasta ahora se habrán dedicado a disfrutar de los frutos que no echamos en falta, pero Anush los habrá convencido a que vengan aquí a dar la lata.
—A decir verdad, señora, entre los sentados veo trabajadores de toda condición—dijo Cuternia—Creo que Anush ha logrado que algún que otro perezoso vaya a trabajar. Ahora bien, no sé cómo.
Mumnia la miró y asintió, reflexionando en sus palabras.
—Ya lo sabremos.
Se acercó y los siervos se apartaron, aunque algunos no se levantaron. A lo lejos, las hermanas de Mumnia se alegraron de verla.
—¡Hermana nuestra!—le gritaron—¡Menos mal! ¿Cómo pueden ocurrir estas cosas?
Se abrazaron y se dieron muestras de verdadero cariño.
—No os alteréis, hermanas—dijo Mumnia—Mucho me temo que he descuidado a esa sierva, a la que puse afuera porque no veo necesario saber qué es la organización subyacente de una lengua, y ello ha hecho que los esclavos aprendan nuevas formas de picaresca. No buscan sino enervarnos, así que calmaos.
Entraron y tomaron libaciones, al rato de lo cual, Mumnia comentó:
—Es afortunado que hayáis venido, hermanas, porque quería hablaros. Ya veis que me hago vieja y que la pequeña Susnia, aunque jovencita, ya tiene sus deberes como incipiente patricia, así que mucho me temo que debo considerar que mi fortuna os toque.
Las hermanas dieron grandes saltos de alegría, dentro de lo que les permitía su posición. Zrulia y Cuternia se dieron cuenta de que les daban bagatelas, comparadas con lo que podrían haber esperado, pero se guardaron de decir nada.

Más tarde, Mumnia llamó a Anush y le habló así.
—Hija, te doy las gracias, pues si mis hermanas no hubieran tenido un mal despertar, me habrían dado problemas y habríamos acabado peleadas.
Anush se quedó chafada, aunque no demasiado.
—No era mi intención, pero supongo que siempre es bueno lograr que haya paz. ¿Quieres que te cuente algo?
—No, hija, aunque me voy a pensar qué hacer contigo. Está claro que tu mérito exige que te busque una posición acorde a tu intelecto.
Anush se quedó callada. Cuando habló, sonrió con tal mansedumbre que Mumnia, Zrulia y Cuternia la contemplaron con placer.
—¡Qué remedio! Veamos adónde me lleva la Providencia.
Y salió con tal serenidad y con un paso tan firme, que las mujeres la admiraron.
—Bueno, hijas, ya veis que a veces las cosas salen bien aunque muchos conspiren contra nosotros.
Cogió entonces de la mano a Cuternia y le habló así.
—Hija, tu aplomo en esta situación ha sido maravilloso. Por fin ha llegado el momento para el que te has preparado: irás como regalo a mi hermana tercera y echarás un ojo sobre si planea nuevos intentos de tomar más de lo que le corresponde.
Cuternia dio su consentimiento. Zrulia la abrazó, emocionada.
—Seguramente, será un intercambio—dijo Mumnia, quien continuó para hablar de cualquier cosa—Me ha sugerido la mujer del pelo amarillo que escoja a un músico, que por lo visto es un hábil tocador de tambor.
Zrulia habló con respeto.
—Sí, señora, pero… Bueno, es que…
—Ikatarina quizás quiera agradar a más gente—acabó Cuternia—Es verdad que es un gran tocador, señora, pero es guapo y alguna pobrecilla no disimuló su fascinación.
—Normal a esa edad—dijo Mumnia, quitándole importancia—Eso sí, habrá que ir con cuidado con que no nos dé demasiados músicos, nos basta con pocos.
Y se hizo así: Cuternia se marchó a hacer su trabajo de vigilante, pero las «pares», como las llamaban, se alegraron de tener a un nuevo amigo. Ji-young toleró su amistad, aunque le preocupara la posible consecuencia. Eso sí, debió de disciplinar al amigo, quien quiso aprovechar la amistad para gorronear por la cocina.
—En esta cocina, o te pones un delantal o miras y callas.
El chico no intentó nunca discutirle sus disposiciones. Tiempo después, volvieron Susnia y su séquito, quienes se asombraron mucho de la aventura. Particularmente, Sviatlana estaba muy sorprendida del cambio que había sufrido Anush, que solía ser mucho más modosa.
—Esta vida nos está volviendo locos—le confió a Ji-young un día.
Una pequeña sombra, bajo el umbral de la cocina, se marchó cuando hubo hablado. Isharvenia la vio por el rabillo del ojo y no le daría importancia durante demasiado tiempo.

2 comentarios:

  1. No he podido leer el relato pues es muy largo y ahora no tengo tiempo. pero leí las caricaturas. No sé si son tuyas pero están muy buenas.
    Saludos desde Brasil

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    1. No, mías no son, porque no dibujo. Si tienes dudas de a quién pertenece alguna, dime cuál por favor.

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