Julio despertó cuando quedaba poco para la hora acordada. Se levantó y
salió. Sviatlana salió justo en ese momento de su tienda.
—Bueno, pues ya toca—dijo, segura de sí misma.
Julio se limitó a calentar un cazo de agua. Todos fueron saliendo.
Mientras se preparaba el café, Sviatlana tomó la palabra.
—Bueno, pues ha llegado el momento. Si alguno se siente cansado o
intimidado, que lo diga ahora.
—Déjate de discursos de tipos duros, aquí sabemos a qué hemos
venido—dijo Yekaterina.
—Estoy de acuerdo—dijo Akakios—Lo suyo es pensar un plan—miró
a las ruinas—Es posible que haya una guardia, aunque la verdad es
que tendrían lo justo para sobrevivir.
Sviatlana los distribuyó, para que todos fueran vigilando algún
punto desde el que pudiera venir algún ataque. No obstante, una vez
dentro, no pareció necesario.
El edificio principal se había derrumbado, sólo subsistían el
pórtico y algún pasillo suelto. Todo lo demás, en el mejor de los
casos, llegaba a la altura de un metro.
—Supongo que, dada la orografía, no lo derrumbó un temblor de
tierra—comentó Farid.
—No, tiene toda la pinta de ser cosa de las inclemencias del
tiempo—comentó John—Esta región debía de ser más fértil y
más lluviosa en otra época. Supongo que, mientras llovía, se
aceleró la erosión. El pórtico está en un área a refugio del
viento y por eso se ha sostenido mejor, aparte de que parece obvio
que está hecho de un material más resistente.
Julio se fijó en que una construcción, algo lejos, estaba en pie.
Le pareció que había una columna en forma de guardia. De pronto, se
movió.
—¡Un guardia!—gritó y todos miraron en su dirección.
John miraba con atención.
—Me ha dado la impresión de que llevaba una especie de cota y un
escudo como de cruzado—explicó Julio.
—Pues, chico, buen vistazo—dijo Akakios.
—Es la única parte donde se puede esconder alguien, desde
luego—dijo Sachiko.
John se volvió y asintió.
—Pues allá vamos—decidió Sviatlana.
Sin perder la formación, allá se acercaron. Se percataron de que
esa parte estaba bien mantenida.
—¿Qué creéis?—preguntó Ji-young—No parece particularmente
bien protegida.
Cuando estuvieron cerca, percibieron que el perímetro inmediato
estaba limpio de cascotes o ruina. En particular, la entrada tenía
un área bastante amplia por delante.
—Mi hipótesis es que quizás esta fuera una especie de
construcción dentro del edificio principal, por lo que estaba
protegido. Como además su tejado está inclinado, favoreció que no
se acumularan restos de cuando se fuera cayendo el techo—dijo
Luisiña.
—Y que además lo ha cuidado alguien—dijo Peter—Al menos,
mientras se caía todo lo demás.
Sviatlana y John examinaron el suelo.
—Pero esto es reciente—dijo John.
—Y además, huele a comida preparada—dijo Sviatlana.
Todos esperaron su decisión. Finalmente, se volvió.
—Poneos los equipos de protección.
Se pusieron unos cascos semejantes a los usados por motoristas y se
pusieron, a pesar de que subiría la temperatura, unos trajes de
kevlar.
—Vamos a rodear el sitio. La mitad conmigo, la otra con John.
—Se dice «una mitad»—dijo Yekaterina.
—Bueno, ¡se ha entendido!
A Julio le tocó con Peter, Sachiko, Yekaterina, Luisiña y John. Avanzaron con
precaución, sin dejar de observar el edificio.
—Parece que hay ventanas—dijo Luisiña, pero de pronto calló.
Se volvió para hablar con Julio mientras señalaba algo.
—¿No será ese el tío que has visto?
Julio se asomó con exageradas precauciones. Era en efecto la
apariencia de la persona que acababa de ver, aunque estaba tan quieto
como una estatua.
—Sí… ¿Será una estatua y habré visto un reflejo?
Todos miraban cuando la figura se giró y caminó con calma hasta
ocultarse.
—Me pregunto qué comerá—comentó Peter.
Se encontraron con la mitad que fuera con Sviatlana. Su descripción
del edificio era similar, pero no habían a visto a nadie.
—¿Cuánto crees que mide?
—Cerca de un metro ochenta, pero ya sabes: a lo mejor lleva suelas
gruesas—indicó John.
La otra punta del edificio también tenía una puerta, pero estaba
cerrada.
—Puede ser signo de que sean pocos los guardias—dijo
Sviatlana—Quiero decir, dos o tres. Podría haber hasta seis
guardias si son frugales.
—Me sorprende que, por pocos que sean, no hayan ido a por agua—dijo
Akakios.
—Bueno, pues nada. Ji-young, prepárate.
Ella asintió y sacó su arco. Julio había aprendido a apreciar el
uso de armas a distancia desde que, con su padre, vio alguna que otra
película del oeste. Desde que empezó a trabajar con ese grupo, sin
embargo, dejó de creer en algunos convenios.
«—No, es imposible eso de acertar con una pistola a tanta
distancia como se ve en algunas de esas películas. Créeme que ya lo
siento, pero esas escenas tan épicas de la Trilogía del Dólar no
son posibles».
Un arco no era perfecto y de hecho pierde contra cualquier arma de
fuego de gran rango, pero tenía ventajas: la primera era que no
hacía tanto ruido, la segunda que no dejaba olor a pólvora y la
tercera que pesaba menos. Y Ji-young era una excelente arquera.
Otra cosa que había aprendido en ese grupo era que el tiro con arco
era una de las pocas especialidades olímpicas en que las
puntuaciones entre sexos eran bastante similares.
En cualquier caso, y aunque Ji-young también sabía luchar cuerpo a
cuerpo, su habilidad con el arco la hacía útil en mundos donde no
se conocían las balas. A Sachiko le daba rabia, porque consideraba
que le habían arrebatado la posibilidad de arrojar shuríkenes, pero
Sviatlana le dijo que eso lo mejor lo dejara para la distancia a la
que se puede usar un revólver. Al fin y al cabo era la mejor en esa
categoría.
Primero fueron Sviatlana y John, con sendos machetes. Después,
Sachiko, Akakios y Farid. En tercera fila, Ji-young escoltada por
Peter y Luisiña. Anush, Kafika, Yekaterina y Julio eran los últimos,
porque en esa situación era imposible un ataque por la espalda.
Sviatlana entró de un salto la primera y luego John hizo lo mismo,
cambiándose de lados. Ji-young avanzó sin dejar de observar la
puerta, mientras Peter y Luisiña vigilaban si alguien aparecía por
cualquiera de las esquinas. Yekaterina y Julio los ayudaban un poco,
mirando alrededor. Anush y Kafika miraban a su espalda, como si
fueran demasiado tímidas para mirar al frente.
Akakios y Farid hicieron guardia, dejando entrar a Sachiko y
Ji-young. Ellos entraron y sus puestos los tomaron Peter y Luisiña,
quienes indicaron a la retaguardia que pasara.
El interior del edificio estaba sorprendentemente bien iluminado. Era
el mismo tipo de cristal que había en las ruinas del portal de
entrada, sólo que aquí era con luz del sol y lograba que tuviera
mayor efecto.
—Esta luz no calienta—observó Julio—Es maravilloso, este sitio
de seguro que no se calienta como afuera.
—Lo mejor es que está refrigerado—dijo John poniendo la oreja en
las paredes y señalando—Pasa agua del pozo. No es que este se esté
secando, es que allí llega la que no aprovechan.
Entraron por fin todos y, en efecto, hacía más frío que afuera. Lo
más probable era que, cuando el sol cayera desde el cénit, el edificio nunca superara 25 grados de temperatura.
—Esta es una despensa—dijo Sachiko—Bien provista.
—Y este es un baño—dijo Luisiña, quien miró a una esquina—Debe
de haber mujeres en esta guardia.
Algunos la miraron, interrogantes.
—Tienen una papelera y otro recolector. Supongo que para productos
para la higiene femenina. No tienen grifo, pero sí una suerte de
fuente.
Ji-young siseó hacia Sviatlana, solicitando continuar. Adoptaron la
anterior formación, con los necesarios cambios para un entorno
cerrado, y después de andar por unos pasillos, salieron a una sala
que, sin ningún mueble, era muy espaciosa. Estaba rodeada por unas
gradas. Allí, en el centro, los esperaba la figura.
Sviatlana le indicó a Ji-young que siguiera apuntando al individuo,
mientras los demás exploraron los alrededores.
—Forasteros, venidos de tan lejos, os aseguro que estoy sin
compañía—dijo la figura.
Su voz estaba distorsionada y no supieron si era hombre o mujer.
Tampoco su especie de coraza, de un material que parecía de cuero,
dejaba adivinar su físico. Aunque entendieron su indicación,
acabaron lo que empezaron y se volvieron.
—¡Buenos días!—dijo Sviatlana—Sviatlana me llamo.
—Igualmente—dijo la figura—Soy miembro de la guardia que
protege el tesoro de este emplazamiento, que antes los habitantes de
un poderoso imperio tenían por sagrado.
—¿Es un tipo de deber familiar?—preguntó Sviatlana.
—No, señora, me presenté voluntariamente.
—Dime, ¿es forzoso que debas referirte a tu persona de modo
ambiguo?
—Es una costumbre, aunque nadie me censuraría si hiciera de otra
manera.
—Bueno, pues sea. Te figurarás que venimos atraídos por la fama
del tesoro.
—Lo sé. Nadie llega a estos parajes por azar. No obstante, si bien
es un testimonio a vuestra discreción que hayáis sabido adónde
partir y una prueba de constancia e ingenio que hayáis llegado, no
es suficiente para reclamar ese tesoro.
—El arma legendaria—dijo John, adelantándose.
—¿Ahora lo llaman así?—dijo la figura, entre divertida e
interrogativa—Bien, sea esa la denominación que usemos, pues.
Sviatlana le indicó a Ji-young que podía bajar el arco. Volvió a
tomar la palabra.
—Bien, ¿qué necesitamos? Y, ante todo, ¿dónde está?
La figura lanzó una risita. A ninguno le hizo gracia, porque todos
percibieron un eco de espontaneidad. La figura, al reír, giró
ligeramente la cabeza. Yekaterina, que era la más cercana a la zona
de la grada adonde la había doblado, se aproximó y empezó a mirar
con mayor atención. Calló una exclamación.
—¡Gente! ¡No me había fijado, pero la pared de la grada es una
armería camuflada!
Se asombraron y todos acudieron, ignorando a la figura, que los dejó
acercarse los primeros. Era cierto. Un efecto óptico ocultaba una
galería detrás de la grada, con lo que parecía ser un alto número
de armas.
—¡Caray! Está ahí para quien sepa ver—dijo Peter, aguzando la
vista.
—Así es—dijo la figura.
—¿Es acaso tu papel juzgarnos e indicarnos cuál sería el arma
que buscamos?—dijo Ji-young.
La figura dejó escapar un murmullo, como considerando la respuesta.
—Me da que es uno de esos casos en que primero debes visualizar el
propio enigma, como en ciertos puzles—dijo Julio.
—Ese comentario tiene mucha enjundia, joven—dijo la figura, con
un tono que indicó respeto en el timbre.
Sviatlana alumbró la galería con una linterna. Se adentró y
observó las armas. Todas ellas parecían realmente buenas. Cogió
una, vigilando si la figura se ponía en su camino. Era una espada
semejante a una bastarda, de peso bien equilibrado y que haría las
delicias del mayor invocador de Crom.
«Una buena espada, pero, ¿una legendaria?»
No podía saberlo sólo viéndola. Salió.
—Buena panoplia tienes ahí, guardia.
—No lo puedo negar.
—Bueno, pues, ¿qué decís?—consultó a su grupo.
Ninguno habló por un momento. Sachiko, por fin, tomó la palabra.
—Luchemos—se volvió a la figura—Hagamos un amistoso, sin
matarnos. Es estúpido matar a quien no nos ha hecho daño por un
arma que no es nuestra en primer lugar.
La figura rió.
—Bien. ¿Cuáles son tus condiciones?
Sachiko sacó una hoz encadenada, «kusarigama».
—¿Te
parece bien? No
tiene filo—pasó la mano por la hoz—y la maza no hace tanto daño,
pesa poco. Es un arma de entrenamiento, como
las espadas de madera.
—¿Y
por qué no?—repuso
la figura—Si
no me pareciera bien luchar
contra extraños, ¡mala guardia sería! Déjame escoger un arma, ya
que me haces la cortesía, pues escogeré yo otra cuyos golpes
tampoco sean letales.
Se internó en el pasillo. Akakios le prestó atención por si hacía
un gesto que revelara pistas. Sviatlana se mesó la barbilla y se
fijó en Sachiko.
—Que
conste que no creo que hayas
tenido una
mala idea—le
dijo—,
pero
quizás su risa indique que el
combate deba ser más arriesgado.
—Sviatlana,
dejando a un lado que me parecería mal matar a un desconocido que
nos ha recibido tan bien—habló
Anush—,
no
es el tipo de enigma que se pueda resolver sólo con violencia.
—Lleva
razón—dijo
Peter, mirando al pasillo—Aquí
hay una cantidad de armas impresionante. ¿Quieres
llevártelas todas y probar una tras otra?
Sachiko nada dijo, pues se estaba concentrando. Yekaterina se acercó
a Julio y le susurró al oído:
—¿Qué
crees?
—Ahora
mismo nada interesante—respondió
él, claramente.
Entonces, apareció la figura. El arma elegida era...
—¿UN
GUANTELETE CON PUNTA?—gritó
Sviatlana, asombrada—¡Esas
mierdas tuvieron poco recorrido!
—Debe
de ser una táctica para enervar a Sachiko—comentó
Luisiña.
—No
le va a servir—dijo
Farid.
Sachiko
no dijo nada. Se adelantó y se puso en guardia. La hoz encadenada
era de las pocas armas atribuidas tradicionalmente a los ninjas que
realmente era útil en
un duelo.
Podía hacer frente a un espadachín por
su buen
buen alcance.
—El
primero que alcance al rival dos de tres veces en zonas letales, ¿de
acuerdo?—propuso
ella.
—Sea—respondió
la figura—¿Cómo
contabilizamos los empates?
—Como
que
no gana nadie.
Sachiko
se ajustó el casco. Se pusieron en guardia. Los demás los rodearon
para no perderse ningún ángulo del combate, por lo que Yekaterina
se apartó de Julio, quien se levantó y prestó gran atención.
Sachiko agarraba con la derecha la hoz. Movió la maza con un giro
rápido mientras se adelantaba, lo que hizo que su rival adelantara
la derecha, pero resultó ser un amago y lanzó la hoz hacia el
abdomen. Falló
y su rival dio un salto hacia delante, pero ella lanzó la maza
mientras hacía venir la hoz. La
figura no carecía tampoco de buenos de reflejos, y fue capaz de
rechazar la maza de
un manotazo. Sachiko
ya saltaba hacia delante, dispuesta a agarrar la hoz y atacar
aprovechando su mayor rango.
De
pronto, la figura dirigió la punta de su guantelete hacia ella y
este se disparó. Sachiko, por puro acto reflejo, no
se adelantó, pero llevaba demasiado impulso como para maniobrar y la
figura aprovechó
su inercia para atacarla
en el abdomen.
Se
separaron. Sachiko masculló en japonés.
—¡Alcanzada!—dijo,
al fin, y se dirigió a la figura—¿Qué
tipo de arma es esa?
—Un
guantelete con dardos disparables—dijo
la figura.
Nadie
quiso discutir el
resultado,
aunque les diera rabia. Kafika
apartó el dardo disparado, que había caído cerca de donde estaba.
—No
importa, ya ha revelado el secreto—dijo
Ji-young.
Sviatlana
se quedó seria.
—No
pierdas de vista el otro guantelete, Sachiko—aconsejó
al fin.
Sachiko
y la figura se pusieron en guardia. Enseguida, Sachiko lanzó un
estridente grito y, dando
un salto,
golpeó con la hoz a la figura, que se defendió como pudo. Alternó
ataques con la maza y la hoz, obligando a la figura a retroceder
hasta las gradas. Una vez allí la alcanzó en el hombro con la hoz y
le arrojó la maza a la cabeza, que la golpeó.
—Bueno,
pues nada. Último asalto—dijo
la figura.
Volvieron
al centro de la sala y Sachiko atrapó casi inmediatamente un pie con
el cabo de la maza. Se lanzó dispuesta a acuchillarla,
pero
entonces el tipo la señaló con el guantelete que aún llevaba una
punta. Akakios, que observaba desde cierto ángulo, notó un
minúsculo arcoíris.
—¡...CUIDADO!—gritó
con un pequeño retraso porque había pensado en griego.
Llegó tarde: Sachiko se llevó las manos a la cabeza. La figura se
abalanzó sobre ella y la atacó como antes.
—...Tocada—dijo
John, impertérrito—¿Estás
bien?
Sachiko se frotó los ojos.
—...Sólo
era agua. ¿Qué tipo de arma es esa?
La figura levantó los brazos con un gesto de obviedad.
—Un
guantelete capaz de lanzar un chorrito de agua. Ya te figuras cuál
era la idea, presumo, pareces lista.
—¿Es
el mismo arma? Quiero decir…
—Sí—la
interrumpió la figura—Es
el mismo par. ¿Te extraña? Tu arma se basa en el mismo principio:
un par basado en dos armas a priori distintas.
Sachiko suspiró.
—Es
mi derrota. Te agradezco que me hayas dado esta valiosa lección.
Se marchó a las gradas. Julio la miró y, cuando sus miradas se
cruzaron, ella caminó hacia él.
—Has
combatido estupendamente,
no lo dudes—dijo
Julio.
—Me
he dejado engañar—dijo
Sachiko—He
usado un arma que, aunque rara, tiene un funcionamiento obvio.
—Tampoco
te machaques—dijo
Sviatlana, acercándose—Al
menos ya sabemos cómo se mueve.
—También
tengo algo de culpa—dijo
Akakios—Podría
haber
gritado...
—Pasemos
al siguiente—dijo
Sviatlana, interrogando a Akakios y a Julio, pero ellos se
negaron.
Se
giró para ver si alguien se atrevía. John
se adelantó.
—Yo
mismo iré—le
hizo una señal a
Farid, y este se dirigió a una de las mochilas.
Revolvió
en su interior y sacó un machete bastante grande y curvo.
—¿Es
un kukri?—preguntó
Julio.
—Ya
vas aprendiendo, tiene algo de kukri. Pero…
Se lo entregó. Julio estuvo a punto de dejarlo caer. Tuvo la clara
impresión de que el arma tenía una distribución de masas un tanto
singular.
—¿Seguro
que es una buena idea?—le
preguntó, temiendo que la figura se hubiera dado cuenta.
—Seguro—respondió
John—A
este rival no basta con la habilidad para vencerlo, es necesaria la
sorpresa.
Se
dirigió a Sachiko.
—Me
has dado una buena pista, puedes estar contenta.
Se
volvió hacia la figura.
—Ahora
seré yo tu rival. Si
no te importa, que sea más peligroso, pero por lo demás podemos
seguir las reglas que estableciera mi compañera.
—¡Cuánto
os gustan los duelos personales! Siendo más, bien podríais
reducirme.
—No
sería justo...—dijo
Anush.
—¿No
lo sería?
A Anush se le ocurrió la idea de pronto.
—¿Podrías
indicarnos, si te lo pidiéramos entre todos, cuál es el arma
legendaria?
—Lo
siento, pero no es parte de mis funciones—se
dirigió a John—Espera,
cambiaré de arma si no te importa.
Como antes, tardó un rato y volvió con lo que parecía una canasta
de baloncesto de radio enorme.
—Un
atrapahombres—dijo
John, sapiencial—En
fin, ¡como quieras!
—¿Es
eso un arma de verdad?—preguntó
Julio.
Sachiko se encogió de hombros.
—No
es una que conozca...
La pelea se desarrolló más lentamente que la anterior, pero de un
modo similar, sólo que John se llevó el primer asalto y aún se
disputaba el segundo. Yekaterina llevaba un buen rato callada. Había
observado el combate anterior y elogió en su interior a Sachiko por
su gracilidad y fuerza.
«Pero
tengo esta sensación de que ha hecho lo que su rival ha querido. Ha
sido como un baile».
Yekaterina vivió su breve momento de gloria hasta que la situación
política de Ucrania la alejó de los escenarios. Como rusaparlante
en Ucrania podía irle mal, pero tampoco le agradaba la perspectiva
de ser ucraniana en Rusia o Polonia. Estaba pensando seriamente en
emigrar a Alemania cuando se reencontró con Sviatlana y Anush, casi
dos décadas después de conocerlas de niña en un evento de los
pueblos de la Unión Soviética, quienes la invitaron al grupo.
Decidió aceptar porque, al fin y al cabo, así podría acabar
emigrando y ser espía combinaba la interpretación y la aventura.
No obstante, no había pensado en la otra habilidad que le daba al
grupo: reconocer cuándo el enemigo estaba haciendo una
interpretación.
«Y una digna de los mejores espectáculos: con participación del
propio espectador, quien no se da cuenta además».
Yekaterina sabía que los orígenes de la danza y del teatro estaban
en los rituales chamánicos. Había leído parte de la literatura
americana empeñada en situar en aquellos artistas una supuesta
pureza perdida, y la encontró tan divertida como ilusa. La verdad
era que Yekaterina tenía una mente brillante. En el instituto le
dijeron que era superdotada, aunque a ella no le importó mucho
porque apenas si superaba la puntuación necesaria. Había estudiado
física y tecnología mientras practicaba la danza, aunque dejó la
carrera cuando empezó a salir en los escenarios en buenos papeles.
Consideraba, pues, que los rituales como una forma de cohesión del
grupo y de afirmación de las creencias implicaban que en cualquier
actividad humana hay un fuerte componente de autosugestión.
«¿Será ahora?», pensó cuando vio que John se adelantaba.
En efecto, la figura hizo un movimiento que aprovechaba un momento de
ceguera, pero John era hábil y después de lo ocurrido a Sachiko
estaba en guardia. La verdad es que era un buen luchador, pero su
rival era, sin duda alguna, muy resistente.
«Lucha sin agobios. Como si no fuera a perder sino un combate en
lugar de algo importante… Ha dicho que es la guardia de un tesoro,
pero al oír que venimos en busca del arma legendaria, no ha
reconocido este nombre. ¿Qué guarda, pues?»
John y la figura daban muestras de cansancio.
«A lo mejor es otra táctica de ese individuo. Es admirable que siga
luchando, aunque seguro que Sachiko podría haber seguido. En
realidad, ya somos fuertes, ¿a qué venimos?»
De pronto, lo vio claro.
«Ya sé cuál es el tesoro. Ya sé cuál es el arma que he venido a
buscar».
Decidida, se levantó y entró en el escenario de lucha. Akakios se
giró, un poco extrañado, y desistió de avisarla cuando vio la
decisión en su rostro.
—¡Alto!—gritó
y ambos contendientes se detuvieron.
John parpadeó, un tanto asombrado. Dado su estoicismo, debía de
estar realmente sorprendido. La figura quedó inmóvil en una postura
forzada, así que también debía estarlo.
—Esta
lucha ya no tiene sentido. El arma legendaria… no existe.
La
figura se relajó, al contrario que los demás. No obstante, esperó
a que se explicara.
—Vinimos
aquí, guiados por los rumores de la gente. Estos sólo coincidían
en la idea de
que había un arma fabulosa. La quisimos para nosotros, para ser más
fuertes, pero no existe la fuerza sin la habilidad. Hemos cruzado un
desierto que se tenía por imposible cruzar, hemos descubierto un
sitio medio olvidado y
estamos luchando contra alguien perfectamente entrenado en igualdad
de condiciones. No necesitamos esa arma, aparte de que aquí la
guardia no ha reconocido ese nombre.
Todos
miraron a la figura, quien se relajó.
—Es
curioso, pero a la vez llevas razón y te equivocas. No existe
vuestra arma legendaria, en efecto. Sin embargo, todas las armas que
veis en ese pasillo, como esta que ahora porto, son
réplicas de otras que
fueron llamadas heroicas porque fueron blandidas
por valientes, de ambos sexos, de cualquier edad, de diversos
orígenes, en la inacabable lucha contra la sinrazón y la crueldad.
Seguramente fueron material
de leyendas.
—Es
decir, todas son legendarias—dijo
Sviatlana—¿Es
ese el
tesoro que
guardas?
—No,
como te digo, son réplicas. Algunas, por cierto, en un estado
mejorable, tendremos que cambiarlas. Podríamos reemplazarlas, en
cualquier caso. El tesoro es simplemente la idea de que el hombre
puede ser fuerte y justo, aunque sólo lo
sea
un momento de
su vida, y hacer que dure la paz sólo un poco más.
Todos se miraron. Pensaron en cuánto habían recorrido para llegar
allí y las dificultades del camino, así como el hecho de descubrir
que había algo real detrás de la leyenda. En realidad, no les hacía
falta ningún arma, por sí mismos podían recibir el título de
«legendarios» sin discusión. Se sentaron en las gradas y con una
sonrisa miraron a la figura.
—Cuéntanos,
si no te está prohibido, ¿quién eres y por qué haces guardia?
—Me
place. Primero, dejadme quitarme esta armadura y traer algún
refrigerio, todos estamos cansados. Ya
puestos, me gustaría saber qué dicen los rumores actuales. Cuando
vine yo, era un supuesto arte marcial poco menos que divino lo que
buscaba—dijo,
riendo.
Y tras hacerlo, les contó. Ellos, admirados de tal valiente, se
unieron a la guardia y en otras ocasiones lucharon o aconsejaron a
algún bravo aventurero, amén de defender esa frontera contra la
sinrazón, a veces procedente del propio país. Y ganaron tanta fama, que ellos mismos fueron material de
leyenda y se mitificaron sus armas, que descansaron junto a sus
cuerpos después del último tránsito.
Muchos años después, unos aventureros, en una situación de ruina
moral y social, hollaron sus sepulcros, pues les contaron que
aquellas armas que blandieran eran legendarias y consideraron usarlas
contra el motivo de su dificultad.
—¡Qué
necios somos!—dijo
una muchacha, al encontrarlas—¡Mirad
el arma legendaria!
Era
quizás
una espada, corroída por los años y con marcas de golpe en las
zonas mejor
conservadas. Rieron al comprender que el arma fue
como tantas y, animados, se armaron como pudieron y lucharon contra
los ruines. Ganarían fama, pero esa ya es otra leyenda.