martes, 21 de diciembre de 2021

La reflexión de la señora (II).

Pasaron algunas crienias, que equivalían a más ciclos completos de estaciones del mundo de los visitantes, aunque fuera el mismo período de tiempo, antes de que Susnia le planteara la cuestión a su abuela un día que estaba haciendo recuento de la historia de su familia y de su riqueza.
—Abuela, hace ya algunas crienias, la tita me reveló que Vitrivenia y su familia han sido siervos nuestros desde su tatarabuelo. ¿Cómo ocurrió aquello?
Mumnia la miró con cierta satisfacción.
—Bien, ya empiezas a interesarte por tu herencia. Pues habrás oído de la Revolución de los Misanos, ¿no?
—Sí, claro. Los habitantes de esa ciudad costera quisieron rebelarse por considerar un impuesto abusivo, después de haber osado exigir la ciudadanía. Cuando fueron derrotados, acabaron como esclavos.
—Pues el tatarabuelo de Vitrivenia era uno de ellos.
—¿Era uno de los cabecillas?
—¡Ay, no, hija! Por aquel entonces aún se usaba ejecutar a todos los líderes rebeldes y a sus familiares varones sin excepción. Pero su bisabuela, nuera del tatarabuelo, sí era hija de uno de los cabecillas, ya sabes que se suele perdonarnos a las mujeres por traer hijos al mundo. En cualquier caso, fue parte del botín de guerra de mi abuelo.
—¿Jamás se han interesado en ganar la libertad para sus hijos?
—Buena pregunta. Verás, tanto el tatarabuelo como el bisabuelo sabían que podían matarlos si descubrían su origen, así que soportaron su condición como mejor supieron. Su vergüenza y su temor parecen haber pasado de padres a hijos... Y aquí debo contarte una cosa—se acercó y le habló—Mi abuelo fue un hombre sabio y prudente, que supo aumentar su patrimonio y no dejar de lado ni a nobles ni a plebeyos... Pero mi padre...—la voz de su abuela se tornó increíblemente amarga.
Durante un rato que a Susnia le pareció infinito, no habló.
—...Creyó que no debía de preocuparse por su riqueza, que no podía faltarle nada en la vida. Y... y digamos, hija, que su actitud fue demasiado altiva. Nunca olvides respetar a quien sea libre, como esa mujer que el otro día vino con ese muchacho enfermizo y sucio. Murió cuando sus hijas éramos aún muy pequeñas, antes que mi propio abuelo, por una absurda disputa.
Tomó aire y continuó.
—Y sólo tuve a un hijo, un heredero, tu padre. Era demasiado afable, aunque preferiré mil veces a alguien como a él que a mi propio padre. No te ocultaré, hija, que tu madre casi que me propuso el matrimonio a mí, pero no me disgustó porque era honesta y sensata. Pero no quisieron los dioses que ni ellos ni mi marido vivieran mucho entre nosotros. Esa es la famosa maldición por la que preguntaste hace tanto: son rumores, hija, fabricados por envidiosos de mi laboriosa actitud.
—Guardaré tus palabras en mi corazón, abuela.

Mientras rememoraba estas escenas, pasó revista de todas las cuentas. Todo estaba bien. Aún le quedaba ordenar el reparto de bienes elementales entre los esclavos. Dio dos palmadas. La tita apareció.
—Todo estaba en orden, tita. Encárgate del reparto.
La vieja se inclinó respetuosamente y llamó a otras criadas jóvenes, ya que Vitrivenia había salido. Susnia la llamó cuando se disponía ya de salir la última.
Susnia miró a la vieja, que se acercaba con infinito amor, y la llamó con afecto cuando llegó.
—Tita—dijo—Quisiera preguntarte algo.
—Dime, señora—dijo ella, siempre formal.
Le contó la escena tal cual la recordaba.
—¿Ocurrió esto de verdad o quizás tu tontita sobrina delira?
La vieja se asombró. Tardó un momento en responder, pero lo hizo alegre.
—¡Ay, señora! No eres tontita, ¡pero es que ahora nadie se atreverá a pensarlo! Me sorprende que recuerdes ese momento, que en efecto ocurrió cuando ibas por tu tercera crienia.
—Y Vitrivenia también.
—¡Claro! Buenas compañeras erais, y así se explica que sea tan buena sierva para tan buena señora. ¡Qué buen juicio ha tenido siempre esa muchacha! Ya sabía cómo comportarse. ¡Bien podrían haber aprendido esos tipos del pájaro mecánico y esa tabla embrujada!
—Sí... Bueno, retírate.
La vieja no discutió y se inclinó, respetuosa y con una sonrisa. Susnia fue a la ventana. Así que Vitrivenia ya sabía que ella era la esclava cuando ella aún no sabía que era la señora... ¿Pero quién podría decirle más?
Y he aquí que Surpiria se presentó con aparejos del campo al hombro, andando tranquila. Quizás una de las mejores trabajadoras, pero basta como una fiera del bosque. Por ello, la joven señora Susnia creció sin verla demasiado, aunque ahora como señora a secas no tuviera otro remedio. Pero sabía que, cuando Vitrivenia pasaba el tiempo con los suyos en la hacienda, era su mejor amiga.
«Los visitantes decían que a dos personas con caracteres opuestos, pero que se relacionan, se les llama en su planeta ‘La extraña pareja’. Desde luego, es un bonito contraste».
La llamó. La esclava se sorprendió muchísimo, y se acercó con una mezcla de temor y curiosidad.
—Señora, aquí estoy—dijo, a la expectativa.
—Surpiria, levanta la cabeza.
Ella lo hizo con cierto resquemor. Para su enorme sorpresa, Susnia se la cogió y la obligó a mirarla a los ojos.
—Escucha—dijo, cordial pero firme—Te voy a preguntar algo, pero no se lo cuentes a nadie. En especial a Vitrivenia.
Inaudito le pareció a la sierva que a ella, quizás la más sucia de todas las muchachas de la hacienda, la tocara la señora que se crió entre sábanas limpísimas. Sólo asintió, Susnia fue clemente con su repentina timidez.
—Eres amiga de Vitrivenia. ¿Acaso sabes cuándo supo Vitrivenia que era esclava?—y estuvo dispuesta a preguntárselo con otros términos, por si no entendía la pregunta, pero la impaciente chica, aliviada por lo que debió de considerar un verdadero chiste de pregunta, respondió breve y concisa.
—¡Ah! Pues desde siempre, ni más ni menos.
Susnia parpadeó.
—Pero... ¿Cómo es posible? Piensa, Surpiria, que nos enseñan muchísimas cosas de pequeños—dijo, olvidando por un momento que se suponía que ella era de una sangre mágica, cosa que lamentó.
Pero Surpiria no reparó en esos matices y se explicó con mayor detalle.
—Bueno, señora, no soy... falosolfa, o como fuera lo que dicen esos... Bueno, ya sabes, señora—disimuló, pues recordó que Susnia acababa de echar a los «otromundos», como los llamaba ella y el resto de su familia con cariño—No pienso en si aprendí lo poco que sé cuando ya sabía andar o antes, y si esto les pasa a los demás siervos. Pero en el caso de Vitrivenia, juraría que ella debió de saberlo al poco de respirar. ¡Porque ella me explicó a mí que éramos esclava cuando apenas era un retaco!
Susnia se mostró interesada, pero tomó aire antes de pedirle que continuara la historia.
—Pues fue allá cuando las fiestas de la segunda primavera, cuando aún vivía aquel viejo, Cluises, pues recuerdo que dio la charla con muchísima gracia.
—Lo recuerdo—dijo Susnia, con una sonrisa—Murió por una extraña caída precisamente entre los otoños—para Susnia, lo importante del relato era que apenas había empezado la tercera crienia de sus tres vidas: Susnia, Vitrivenia y Surpiria.
—Quizás por eso lo recuerdo tan bien. Bueno, el caso es que este tipo, Clauto el sobrino de Sorrón, me dio un empujón. Iba a darle yo una golpiza, cuando Vitrivenia se me agarró con una cara realmente asustada.
«—¡Suéltame, Vitrivenia! ¡Le pegaré a ese tonto!
—¡Desdichada!—gritó, dejándome impresionada. ¿Sabes, señora, que entonces aprendí también esa palabra?—¿No sabes que no debemos tocar a los libres?»
—Y le pregunté qué era eso. Y me lo explicó así: me cogió de la mano y me llevó a la plaza de la crucifixión. Me impresionó, nunca me acerqué porque mi hermano me había advertido que jamás lo hiciera. Cuando le pregunté por qué esos hombres sufrían tanto, me contó que eran esclavos que se habían portado mal. Dijo que en el mundo había libres y esclavos, y que nuestra desdicha—otra vez esa palabra—nos había hecho esclavas y que debíamos ser amables con los libres en todo momento.
Surpiria suspiró. Susnia vio que el misterio parecía claro. La Vitrivenia pequeña era muy audaz... «Era».
—Cuando volví a casa, pregunté si éramos esclavos. Padre me preguntó, un tanto dolido, quién me lo había dicho. Les expliqué a todos qué había ocurrido. Nadie se enfadó conmigo por haber ido a la plaza de la crucifixión, ni siquiera mi hermano que estaba allí.
«—Desde luego, ¡qué buen juicio tiene esa niña!—dijo madre—Su madre la adora y espero con ella que entre en la casa de la señora, así al menos escapará de ser una sierva de la gleba como nosotros».
—Padre simplemente se limitó a asentir. Y así, señora, te digo que Vitrivenia ya sabía que era esclava cuando aún yo no.
«Y aún así lo supiste antes de que yo supiera que era la señora», pensó Susnia.
Entró un momento en la habitación después de indicarle a Surpiria que se quedara. Se volvió y le dio una moneda de veinte solicis a Surpiria en la mano. Una vez más la tocaba Susnia y Surpiria parecía al borde de un ataque de nervios.
—Si te preguntan por qué te han retrasado, diles que simplemente te estaba felicitando y dale la moneda al capataz por sus esfuerzos con vosotros, mis queridos siervos.
Surpiria se inclinó, brusca y veloz, y se fue aún más. No evitó cierta mirada estudiosa antes de irse. A Susnia le pareció que sin duda se moría de ganas por preguntar algo, pero la despidió. Se marchó.
«Creo que esta es la pregunta: ¿Vas a concederle la manumisión a Vitrivenia?»

Susnia aún reflexionaba en el relato de Surpiria cuando vino una criadita aún pequeña.
—El capataz que has enviado al mercado quiere verte.
Salió con la niña, quien se retiró tan cortésmente como supo, y el hombre la saludó con respeto. Ella le preguntó qué ocurría.
—Pues ya han sido vendidos—le dijo el hombre.
Susnia no llegó a sentarse de pura sorpresa.
—¿Es posible?
—Sí, y del modo más afortunado para ellos. No sé si sabrás que con tu honorable marido, señora, iba un tal Trosquio, que llegó a teniente por honores durante su servicio por Turnia.
Susnia frunció el ceño un poco cuando oyó nombrar a su estúpido marido, pero el nombre le hizo pensar varias cosas.
—Pues creo que me suena. ¿Puede ser uno de los que se opusieron con vehemencia a que los infamaran?
—En efecto, eso lo ha reconocido.
—Y además le gustaba Esfiachana. ¡Creo que Anus... sh se lo comentaba a ella!
—Por el modo en que la miraba, diría que sí—dijo el hombre, sin poder evitar una sonrisita.
«Sólo porque se opuso al maricón de Mirrón ya me cae bien el tal Trosquio», pensó regocijada, «Por lo segundo, lo tengo por hombre de gustos curiosos».
Susnia se levantó y llevó al hombre a una mesa, donde descargó el dinero. No le llevó mucho contarlo, al fin y al cabo pagaron en danaríes.
—Exacto. ¿Es rico ese hombre?—preguntó Susnia.
—Iba con gente de su pueblo, que han oído mucho hablar de los seres del otro mundo y de algunas de sus proezas intelectuales. Se los llevan porque en ese pueblo tienen necesidad de enseñanza pero los maestros son muy caros.
—Comprendo. Bueno, aquí tienes tu parte.
Se la dio y lo despidió acompañado por la niña.
Se dispuso a seguir reflexionando en el relato de Surpiria, cuando entonces oyó la voz de Vitrivenia. Había vuelto y le narraba la tita que las ventas habían ido bien.
—Bueno, ve a contárselo a la señora—dijo la tita.
Pero Susnia alzó la voz.
—¡Os he oído! Si acaso, que me dé el dinero y me dé cuenta de cuánto ha vendido.
Vitrivenia entró sonriente, como siempre. Hizo lo que se le pidió y se retiró a esperar que le encargaran algo nuevo cerca de la habitación de Susnia, quien se encargó con las nuevas cuentas.
—Están correctas—Susnia temía que la ausencia de Yekaterina hubiera sido un problema, pero no: consiguió un precio comparable a los de la... «ucraínska», eso era.
Susnia, un poco cansada de tantas cuentas, se retiró a su habitación. Aún seguía dándole vueltas a su preocupación. Creía recordar que existió una Vitrivenia alegre, en absoluto consciente de su servidumbre... Sabía que ella misma había vivido sin ser consciente de que era señora.
«Pero tampoco significa nada. Tampoco sabemos al nacer quiénes son nuestros padres, pero sin duda debemos tenerlos. Las ideas de los visitantes tienen sus contradicciones. ¿Por qué, si la esclavitud es antinatural, se mantiene tan bien Turnia? Ellos mismos admiten que la tal Roma con la que comparan Turnia era un país corrupto. Bien, pues basta con que los señores sean íntegros para que los esclavos obedezcan. Y cuando vean que algunos se libran de la servidumbre, pues entenderán que lo mismo puede ocurrir con sus hijos o sus nietos»
—¡Como si ahora todos debiéramos ser iguales! ¿No los hay fuertes y débiles? ¿No los hay bellos y feos? ¡Pues hay amos y esclavos!—dijo, irritada, más alto de lo que creyó.
Casi se asustó cuando oyó de pronto la puerta abrirse. Se volvió lentamente.
Y allí estaba Vitrivenia. La miraba con su sonrisa de estatua. Susnia sintió miedo, en una de las visiones de la «tableta embrujada», como la llamara su tita, una fatídica estatua mataba a desdichados. Por un momento, sospechó que Vitrivenia fuera un monstruo, pero la voz dulce de la muchacha la devolvió a la realidad.
—¿Ha llamado mi cara señora?
Susnia se repuso.
—No, no. Simplemente... Estaba reflexionando y he hablado sin darme cuenta.
Vitrivenia esperaba a que se le dijera que se retirara. Susnia quiso observarla un momento.
—¿Sabes, Vitrivenia? Los cautivos del otro mundo... Han sido vendidos antes de la segunda tarde.
La muchacha no pareció alterarse, pero Susnia, totalmente atenta, percibió que había dejado de respirar.
—¡Oh!—dijo Vitrivenia, y debió de reflexionar durante tres segundos—¿A todos, señora?
—Sí, y además a la vez. Los han comprado los habitantes de un pueblo de la costa, porque uno de ellos fue teniente por honores cuando los capturaron, precisamente. Técnicamente, son propiedad del pueblo. También se han ido allí los niños.
Vitrivenia calló un momento. Volvió a respirar con normalidad. Susnia la dejó recrearse unos segundos antes de seguir explorando.
—Supongo que estarás alegre. Os llevabais bien, ¿verdad?
Pero no resultó. Vitrivenia volvió a su imperturbabilidad de estatua.
—Me alegro por los niños, señora, pues aún necesitan cuidados. Y sí, por ellos... Pero espero de corazón que sean menos obstinados. Me hago cargo, señora, de que llevan mal haber vivido en una especie de países de príncipes, a juzgar por cómo hablaban, y ahora ser sólo siervos de condición infame. Pero esto es Turnia.
«Admirable. No me extraña que la tita te tenga en tan alto concepto. ¿A quién quiero engañar? Me has fascinado siempre, encanto».
Adoptando una sonrisa neutral, Susnia la despidió. Pero la llamó un último momento.
—Vitrivenia—dijo.
La fámula se volvió, con su sonrisa.
—Vitrivenia, ¿me odias?
Su sonrisa se fue transformando poco a poco en un gesto de disgusto. Suspiró, apesadumbrada. Aún así, todavía parecía una estatua.
—¿Qué puedo decir? Mi familia ha sido esclava de la tuya desde hace ya casi una cuenta ogdo completa. Todo, porque ellos consideraron injusto un impuesto y hubo rumores de que se harían aliados de los quilieses. Podrían tus antepasados haberlos castigado un tiempo, pero consideraron mejor considerarlos de su propiedad a perpetuidad—dijo, curiosamente, prescindiendo del término de cortesía, pero todavía respetuosa.
Vitrivenia hizo una pausa y se mesó el pelo. No dejó de tenerlo agarrado mientras hablaba.
—Y si todavía hubiera sido sólo que nos hubierais explotado mientras apenas recibíamos migajas, pues podríamos reconciliarnos con pagos periódicos de vuestra parte. Pero es que a mi tatarabuelo lo marcaron como un animal, como tu cruel marido ha hecho con los pobres desdichados del otro mundo por querer ser independientes.
Vitrivenia hizo otra pausa y entonces su faz reflejó cierto matiz de desesperación.
—Y todavía tu tatarabuelo, que era un buen hombre hasta cierto punto, los trató bien. Su hijo, el padre de tu abuela, era un monstruo, que día y noche violaba a las siervas. A una de mis abuelas la violó y a veces me pregunto si no seremos primas lejanas. Lo sabes porque a veces lo comentaba la tita cuando estabas escondida detrás de la puerta sin que ella lo supiera. ¡Tan astuta para tantas cosas y tan descuidada con los niños que escuchan a escondidas! Tu bisabuelo tuvo sus buenos hijos varones, a los que en un acceso de inusual humanidad los liberaba con sus madres y sin pedir siquiera ruegos, como mínimo hay tres familias que podrían formar parte del clan. De su esposa legítima sólo tuvo niñas, quizás como castigo por su... «odio a las mujeres», decían las visitantes del otro mundo. Aunque para mí fue mejor su muerte a manos de una sacricia a la que intentó violar, pero iba perfectamente armada y le cortó los testículos, dejando que se desangrara por el regazo. Lo sabes porque el que va a ser tu imprudente marido lo comentó una vez con tu tío abuelo.
Entonces adoptó un tono de fastidio.
—La mayor de sus hijas, tu abuela, fue la heredera, quien no pudo violar a nadie como su padre, pero a diferencia de él, era mejor atrapando a la gente. Siempre supo cómo aplastar a todos bajo contratos increíblemente caros, pues como alimentaba bien a sus siervos, se sentían en deuda con ella. Como declararon los visitantes del otro mundo, cuya opinión supiste gracias a una sierva chivata, sólo a una tirana se le podría haber ocurrido un contrato por los pobres Tapón y Brocha, comprados a unos padres sin recursos, que se incrementaba por cada día de sustento, sin siquiera ponerles nombres decentes. ¡Comprarlos a cambio de no dejarlos morir de hambre! Y encima ni se molestó en dárselos a una de sus siervas, sino que fueron rotando y los pobres estaban medio asilvestrados cuando los adoptaron los visitantes.
Aquí suspiró de nuevo y rió con ironía.
—Tu abuela supo qué tipo de hombre era su padre, así que se buscó a un hombre particularmente honrado. Quizás demasiado para lo que es su «ética de trabajo», que dirían los visitantes... Pero tengo más interés en su descendencia, o tu ascendencia directa.
Se dio la vuelta, algo decepcionada.
—Tus padres murieron pronto. Tu padre, el heredero, era enfermizo y un tanto bobalicón, así que no fue ni malo ni bueno, sólo existía. Pasó el ejército con ciertas protecciones, siendo honesta, nadie esperaba nada de él. Tu madre no se engañó con él, ya lo sabes: tu abuela habló con ella y le dijo claro que confiaba en ella para que la hacienda no se viniera abajo con semejante hijo. Cómo era, no lo tengo claro: murió casi tan pronto como te tuvo. Algunos dicen que era como tu abuela, lo que tiene cierto sentido. Otros, sin embargo, dicen que era como tu abuelo. Los últimos, que era una muchacha extravagante, aficionada a ciertas religiones extranjeras. ¿Quién sabe? Está muerta y eso es todo lo que debe importarnos. Murió en el mismo accidente que tu padre y tu abuelo, lo que superó tu abuela como pudo porque te tenía a ti, último vástago de la familia.
Vitrivenia volvió a encararla, un tanto perpleja.
—Algunos le aconsejaron casarse, que aún podría darle un hijo a la hacienda y así asegurar el destino del clan con mayor seguridad. Pero, curiosamente, no accedió. ¡Quién sabe por qué! A lo mejor creyó que sobrevivirías por la voluntad de los dioses. Quizás consideró la macabra idea de sustituirte, si morías, por alguna esclava que posiblemente fuera su pariente lejana por las maneras de tu bisabuelo. A lo mejor le importaba todo bien poco en ese preciso momento. No me extrañaría que en su fuero interno se considere un monstruo que no sabe cómo parar la maquinaria que la creó.
Vitrivenia señaló a Susnia, acusadora.
—Y por último, tú, ¡oh, Susnia!, has sido mala a tu propia manera. Eres desdeñosa cuando los demás no acceden a tus caprichos. Como los visitantes no te trataban como querías, los has vendido como a ganado de modo legal, pero inaceptable para la dignidad humana. Lo curioso, ¡oh, Susnia!, es que sí te trataron como lo que eres: la reina de los esclavos, que parece más alta porque a los otros los han hundido en la miseria desde su mismo nacimiento.
Susnia no cambió su expresión.
—Vitrivenia, ¿somos amigas?
Vitrivenia por fin rompió su expresión estatuaria, su asombro le hizo abrir la boca, dentro de los límites de la buena crianza, al máximo.
—¡Pero, Susnia, qué tonterías son esas!—dijo, pero aún era educada en su tono—Tú eres el ama y yo la esclava. ¿Cómo demonios vamos a ser amigas? ¿Nunca lo has oído, «tienes tantos enemigos como esclavos»? ¿Acaso no ha insistido la tita en describir nuestra relación desde la más temprana infancia de «compañeras»? ¡Qué bien sabe esa astuta mujer que no puede haber amistad entre desiguales en posición social!
Vitrivenia se agitó, casi que estaba a punto de reírse. Pero se contuvo, tomó aire y prosiguió.
—¿Es que acaso las palabras de esos individuos de otro mundo, de ese mundo como el nuestro en su capacidad de sustentar hombres, por lo que no le dan ningún nombre en especial, te han confundido? ¿Ahora crees en la igualdad entre todos los seres humanos, ignorando cosas tan importantes como sexo, clase, nación y fuerzas naturales? ¡Ay, Susnia! No podrás sobrevivir. Podrías ser esclava y tonta si por tu fortuna a tu señora le hiciera gracia la pobrecita que serías, pero no puedes ser señora y tonta, pues los esclavos nos rebelaremos y te mataremos por nuestra libertad, diremos, pero la mayoría lo hará por no tener que obedecer más a nadie. Y seguro, Susnia, que surgiría un nuevo Mirrón o una nueva Susnia que, para protegernos nos diría, nos esclavizaría otra vez para su interés.
Vitrivenia se calmó, la miró con compasión y acabó así.
—Quizás fuimos amigas, cuando ninguna supo nada. Pero todo ha conspirado contra nuestra amistad, mi preciosa Susnia...
Mientras imaginaba estas posibilidades, Susnia se quedó mirando al vacío. Cuando volvió en sí, Vitrivenia la observaba con una atención asombrosa. Seria, parecía considerar la idea de si estaba enferma. Cuando vio que Susnia volvía a mirarla, se ocultó por puro acto reflejo bajo la cara de estatua.
«Sabía que existía... existe... mi Vitrivenia», pensó ella, emocionada.
—Perdona, Vitrivenia, pero tráeme una copa medicinal, no llena del todo. Creo que no me siento muy bien, mézclala con hidromiel.
Vitrivenia, al fin con algo que hacer, cumplió rauda el pedido.
—Mezcla el contenido de la copa medicinal con el hidromiel hasta donde puedas, ya sabes que odio su sabor. Y lo que quede de hidromiel es para ti, que sé que te gusta. Tómalo a mi salud.
Vitrivenia se inclinó y apuró la copa con el resto. Cuando Susnia tomó la suya, se retiró la muchacha, cerrando la puerta. Susnia además la aseguró, y también cerró la ventana. La copa medicinal era una mezcla de sustancias entumecedoras del dolor, la médica del otro mundo no la recomendaba.
—No cura, sólo alivia el dolor y además crea dependencia—decía a quien quisiera oírla.
«Bastantes le hicieron caso, siendo justa, cuando se vio que curaba a muchos. Pero no la quiero como medicina», pensó Susnia.
La quería porque las fantasías que le causaba eran simplemente maravillosas. ¡Qué delicia! Allí, todos eran amigos y poco importaba quién era señor, quién esclavo, quién plebeyo.
Y los visitantes del otro mundo carecían de sus marcas de infamia. Eso era lo mejor. No contaba la ausencia de Mirrón, pues hasta ese punto lo consideraba indigno. Pero lo mejor era que Vitrivenia, sonriente como la había sorprendido desde lejos, se acercaba a ella.
—Miradla—dijo Susnia—¿No es hermosa? ¿Cómo sostener que los seres humanos son iguales cuando ella es una verdadera diosa? ¿Cómo era eso que decías, Sviatlana?
—Un principio de los reyes de cierta época de nuestro mundo, «el primero entre iguales»—dijo Sviatlana.
Susnia se inclinó respetuosamente cuando estaban a punto de encontrarse.
—Vitrivenia, ahora eres tú la señora. Dinos qué hacer, todos te obedeceremos. ¿No es así?—preguntó, volviéndose a todos los que amaba, que estaban allí: los visitantes y algunos de sus siervos, conocidos entre los plebeyos y sus amigos nobles, quienes se inclinaron todos sonrientes y felices.
—Muy bien, acepto ser la señora—dijo Vitrivenia, hablando con verdadera majestad—Pero no marcaré a nadie. ¿Qué necesidad tendría de hacerlo cuando todos me reconocen? Destruir la belleza es sólo propio de... digamos que es inútil—resumió.
Y jugó con el pelo de Susnia. La invitó a levantarse, se acercó a ella, la abrazó amistosamente y declaró:
—Mi primera orden es que nos llamemos todos amigos, aunque yo sea la señora. Donde hay amor, hay amistad, y todos nos amamos.
Y besó a Susnia.
—¡Qué más da lo que pasara entre tu tatarabuelo y el mío! No sé por qué tú, magnífico fruto entre los de la tierra, de las tierras quizás también infinitas, debes sufrir por lo que entonces pasara—dijo Susnia—¿A quién le importa ya aquel tributo?
—Tampoco tú debes sufrir. Pero más importante aún: no debes hacer sufrir—la advirtió Vitrivenia.
—Pues intentaré ser buena y amable. Por favor, no dejes de corregirme si me desvío del buen camino. ¿A quién hay que seguir? ¿A los dioses de Turnia? ¿A los militares triunfantes? ¿A las mujeres castas? ¿Al tal... Ungido del que habla... Anush? ¿O a ese... Iluminado que mencionan otros? ¿O quizás al tal «Niche» del que hablan de tanto en tanto?
—A quien mejor prefieras, lo que te incluye a ti misma—dijo Vitrivenia, solemne.

lunes, 20 de diciembre de 2021

La reflexión de la sierva (I).

Vitrivenia se apresuraba entre las callejuelas de la vieja, la poderosa, la hermosa Turnia. Como siempre, la chica tenía un objetivo claro en la mente. En ese momento era sustituir a Yekaterina, la anterior esclava que vendía las verduras entre los plebeyos.
«Ni tan vieja, ni tan poderosa ni tan hermosa es esta ciudad para mí desde hace mucho», pensó sin poder evitarlo. La expresión quizás parezca extraña, pero la humilde Vitrivenia aprendió desde bien pronto a evitar ciertos pensamientos. No obstante, su resistencia se había minado desde hacía tiempo.
«Por culpa de los 'otromundos'», recordó, llena de pesar. Los «otromundos» eran los seres humanos más extraños que turnio alguno hubiera visto nunca, con excepción de las historias sobre los dioses (y Vitrivenia sabía que semejante pensamiento era nuevo en ella, gracias a los mismos individuos). Aseguraban proceder de otro mundo, declaración esta que asombró a muchos por el propio carácter de alteridad.
—¿Qué otro mundo?—preguntó su amiga Surpiria cuando se enteró—¡Pero si sólo existe el mundo! ¡¡Ahora dirán que hay varios cielos o soles!!
A la propia Vitrivenia le costó algo entenderlo, pues de hecho al principio pensó que venían de algún otro continente, más allá de un mar extenso hasta lo difícil de imaginar. Cuando comprendió que venían quizás de más allá del cielo, o incluso de un sitio que no podía señalarse, se quedó muda, aunque recordó que ciertos filósofos afirmaban que el mundo era un globo y que en otros globos, similares a los percibidos como astros, había otros seres. Los filósofos ya no se ponían de acuerdo en si eran similares a los seres humanos o no, pero al menos esos sí lo eran.
—No es que seamos humanos como vosotros—explicaba la médica, llamada Kafika—Es complejo de explicar. Nosotros procedemos de otros seres que no eran exactamente como nosotros y lo mismo ocurre con los vuestros respecto a vosotros, pero nuestros antepasados de muy antaño diferían en mucho a nuestro lado, tal es el caso con los vuestros. Las circunstancias de la vida han hecho que sus descendientes, vosotros y nosotros, seamos muy similares, pero aún quedan restos que nos diferencian, de hecho es imposible que nos podamos reproducir.
Entonces los turnios preguntaban si la humanidad a la que pertenecían los visitantes descendía de algún tipo de dioses distintos a los de los turnios, y en ese caso cuáles eran los superiores. A los visitantes los desesperaban esas preguntas. No por nada: ellos mantenían que una diosa les había hablado de un monstruo que habría acabado con el mundo donde se encontraba Turnia. Aceptaron ir para salvar este mundo, indefenso frente a semejante bestia. Esta fue fácil de eliminar, pero cuando llegó al hora de volver, la diosa los traicionó. Según ella, aún persistía el monstruo: la esclavitud y la ambición del señor Mirrón, noble turnio, de sojuzgar a los países vecinos y así tener aún más esclavos.
Los visitantes del otro mundo, como los llamaban los señores de la ciudad, debían, pues, acabar con la esclavitud. ¡Desdichados! A todos les parecía una empresa tan difícil como hacer que el cielo dejara de ser azul. No obstante, Vitrivenia sabía que acabarían teniendo éxito.
«No tanto porque nos hayan descubierto nuevas ideas, sino porque nos las han recordado», era la conclusión de Vitrivenia. Ella era la esclava favorita en su casa: la anterior señora, Mumnia, «la abuela» la llamaban todos, se fijó en lo bien que sabía comportarse siendo apenas una criatura y la llevó a vivir a la casa principal, donde la educó con su nieta, Susnia, la actual señora.
En la actualidad, Vitrivenia era llamada la nueva Estatua de la Buena Sierva debido a su intachable conducta hacia sus señoras. La Estatua de la Buena Sierva era en realidad un pilar del palacio de Turnia, decorada con la figura de Globia, un personaje histórico (mítico, opinaban algunos de los visitantes). Esclava de la justa reina Setímiris, habría sacrificado su honor en favor de su señora, quitándose a continuación la vida para reparar su honor.
La historia aseguraba que un joven noble de costumbres perversas, tan odioso que los turnios se negaron tanto a repetir su nombre, como llamar así a sus hijos, cayendo en el olvido, se empeñó en poseer a la reina Setímiris. La fiel Globia le propuso a su señora ir a sus citas, aprovechando la oscuridad del encuentro, para así salvaguardar el honor de su señora a costa del propio suyo, pues «como sierva, mi honor está íntimamente ligado al vuestro». Descubiertas las maldades del pillastre, Globia se quitó la vida para no ser el recuerdo del intento de mancillar a su señora. Dolida por la marcha de su buena compañera, la reina Setímiris decidió conservar su recuerdo como estatua.
—No hace falta ser muy listo—se quejaba Sviatlana, la líder de los visitantes, llamada por la mayoría de turnios «Esfiachana»—para darse cuenta de que la historia es una chorrada para tener al pueblo cogido por los h...—era muy enfática, por su educación como criada cortés, Vitrivenia no se atrevía a pensar en ciertos términos, aunque fueran muy populares—¿Quién se cree semejante sacrificio? ¡Seguro que la señora la envió bajo amenazas!
—Personalmente, creo que la historia es semimítica—opinaba Julio, otro de los visitantes—No cabe duda de que hubo tal reina, mi hipótesis es que alguien la exigió como esposa. Pero como la coyuntura política no lo aconsejaba, enviaron a una sustituta, vete a saber si voluntaria o no, para tomarle el pelo. El resto son inventos de poetillas y relamidos.
Los demás visitantes consideraban que ambas posibilidades eran verosímiles, pero no se decantaban por ninguna. Algunos pensaban que la muchacha era una esclava que hizo las presentaciones, otros que ella misma había sido engañada y fue la víctima inocente de las manipulaciones de los poderosos.
—Estoy convencida de que debió de haber una víctima inocente—decía Yekaterina, proveniente de un país llamado «Ucraina»—A la gente de aquí, como a la de nuestro mundo, les encanta la tragedia de una pobre niña muerta.
—Claro, pero de ahí a que este haya sido otro caso...—debatía Peter, un habitante de una isla llamada «Eire»—Aquí estoy más de acuerdo con Sviatlana, la historia es probablemente una inteligente fabricación que contiene, eso sí, todos los elementos de una buena historia.
—Me abstengo de opinar—dijo Sachiko, una mujer sorprendentemente fornida procedente del país del Sol Naciente, una especie de espía y guerrera llamada «kunoichi»—A mí me parece que las dos explicaciones se apoyan. Pero tampoco descarto que la niña se presentara voluntaria, hay historias muy locas sobre siervas exageradamente fieles.
«Bueno, ella decía que era kunoichi», pensó Vitrivenia, «Los demás afirmaban que era una huérfana obsesa con tales espías. En cualquier caso, dicen quienes entienden que sabía luchar».
—Ahí te doy la razón—dijo Ji-young, procedente del «Gobierno de los Han Mayores», curioso nombre para un país, aunque no menos que el suyo, que parecía a propósito para que los turnios lo encontraran difícil de pronunciar—Como vosotros sois «procedentes de donde el sol se pone»—parece que en aquel mundo había una curiosa división entre los países cercanos a la salida del sol y los cercanos a su puesta, pero a Vitrivenia nunca le quedó claro cuáles caían en cada punto cardinal—, os cuesta más imaginar ciertas relaciones de amos y criados, pero por historias que me ha contado mi abuela, os aseguro que una criada de toda la vida es más que una amiga íntima.
—Mira, que aquí algunos hemos vivido en Turquía y hemos estudiado su historia. Sí, es verosímil, pero que la criada fuera tan perfecta ya me parece difícil, aunque sólo sea porque todos los seres humanos tienen dudas. Una cosa es criar a una niña muy fiel y otra que sea una marioneta hecha de carne y sangre—contrapuso Akakios, un tipo enorme que se denominaba «heleno del mar».
—Una cosa es devoción, otra es ser una santa—admitió Anush, una «hayastaní»—La considero como alguien similar a mí misma, sólo que encima con la educación de entonces. Y como sería de natural bobilla, pues aprovecharon para crear una imagen de perfección alrededor de ella.
—Me abstengo de opinar—dijo un hombre de la misma estatura de Sviatlana, de pocas palabras, llamado John y muy callado—Sólo diré que la estatua me parece hermosa en su sencillez de formas y terrible en su propósito.
—Y yo—dijo Kafika—, bastante tengo con prevenir enfermedades como para interesarme por la «comparación del discurso humano».
—Mirad, soy de un país que practicó la esclavitud desde muy antiguo, pero al menos no nos inventábamos semejantes mentiras—dijo Farid, un tipo que dejaba a Vitrivenia perplejo, pues decía que venía de un país llamado simplemente «Las Islas», pero en realidad era mayormente un desierto que ya había absorbido las islas originales que dieron nombre al país, bastante pequeñas por otro lado.
Vitrivenia tuvo sus momentos buenos y malos con ellos. Aunque ella los ayudó, hazaña que no negaban, les exasperaba la docilidad de la muchacha.
«De todos modos, ¿qué sabían ellos?», se preguntaba Vitrivenia, con cierto orgullo.
Y empezó a rememorar. Seguía caminando hacia su destino.

De pequeña, Vitrivenia salía a curiosear por la ciudad. Descubrió una pequeña brecha en la valla situada detrás de la huerta de la abuela Crostia. Podía salir y entrar sin ver vista. Al principio, los niños más pequeños se acercaban a ella como a cualquier otro niño, puede que más porque ya era muy mona.
—Y esta niña, ¿de quién es?—preguntaba algún adulto de tanto en tanto, pues ya notaban que atraía la atención. Pero entonces veían sus ropas y exclamaban cosas como las siguientes.
—¡Anda! ¿Será hija de la vendedora?
—¡Pero si hoy no ha venido! No sé cómo habrá llegado aquí, creo que ya estaba hace dos días.
Poco después de estas conversaciones, los niños se acercaban con ciertas reservas. Ella notó que estaba relacionado con sus ropas, pero no entendía por qué. Sí notó que eran distintas, pero pensó que simplemente era una norma que variaba en cada hacienda.
—Oye, quizás sea huérfana y nadie se haya dado cuenta de que se ha escapado—decían a veces.
—¡No digas tonterías! Si fuera eso, la verías rondando a todas horas. Y viene limpia, esta niña vuelve todos los días con alguien que se ocupa de ella. ¡Como para no hacerlo, con la ricura que es!
Al final, dejó de ir y probó suerte en otros lugares. El palacio la atrajo poderosamente, pero la mirada de los soldados ya le dijo «No entres» desde lejos. Pero, adoptando su pose más prudente, miró el exterior con atención. Cuando hubo llegado a la zona de la Estatua de la Buena Sierva, un enorme soldado que reparó en ella le preguntó, jovial:
—¿Qué? ¿Aprendiendo de buenos modelos de conducta?
Rió alegre. Vitrivenia se acercó unos pasos, mirándolo. El soldado la observaba, afable la expresión. Finalmente, después de varios acercamientos, se acercó a él y le preguntó:
—¿Qué es un modelo de conducta?
—Pues alguien a quien se puede considerar como digno de imitar, pues hace bien lo que debes hacer. Para mí, sería el amigo, que ya lleva muchas guardas—dijo y rió, señalando hacia la Estatua del Valiente Soldado.
—¿Y para mí sería esa?
—¡Claro! La Estatua de la Buena Sierva. ¿Nunca la habías visto?
El soldado hizo un gesto que quizás duró menos que lo que dura un parpadeo, pero a Vitrivenia no se le escapó. Aún afable, pero sin duda reservado, sólo le dijo lo siguiente:
—Bueno, ya entenderás por qué.
Vitrivenia era lo bastante aguda como para entender que debía irse, pues la conversación había acabado. No obstante, un suceso la llevó de nuevo a la puerta. Una niña con el doble de su edad que ella, de pelo muy claro para un turnio (pero poco al lado de Yekaterina) y rodeada por varias mujeres ya mayores, entraba. Curiosamente, los soldados la dejaban pasar con la mayor deferencia.
Iba a entrar ya la niña, cuando se fijó en Vitrivenia. Una de las mujeres siguió su mirada.
—¡Qué raro!—dijo la niña—¿Qué hará esta niña de la hacienda de la noble señora Mumnia aquí?
—Habrá salido con uno de sus padres y estará rondando, tampoco le prestes mayor atención—respondió la mujer, que sintió una repentina simpatía por Vitrivenia.
La niña miró a Vitrivenia de arriba a abajo antes de proseguir su camino hacia el interior del palacio. Vitrivenia tuvo una rarísima sensación. La niña no fue desagradable, ni mucho menos se desprendió de sus palabras ni un asomo de desprecio, ni siquiera la breve inspección denotaba nada sino simple curiosidad. Pero Vitrivenia notó cierta superioridad en sus actos por varios detalles que llamaron su concentrada atención. Primero, era la primera vez que veía a una niña tratada con tanto respeto, Segundo, en su hacienda la señora Mumnia no aislaba a su nieta de las niñas de la hacienda, en especial de las más limpias. Tercero, las ropas de la niña parecían más brillantes que cualesquiera otras que recordara. La abuela de la hacienda solía ser más sencilla. Cuarto y más importante, en cierto sentido Vitrivenia empezaba a desarrollar la idea de que todo el mundo la consideraba extraña allí.
Y estaba esa palabra: sierva. Sabía qué era un soldado, era un hombre con armas brillantes y ropa con ese mismo brillo. Los había visto de tanto en tanto en algunas fiestas. Eran distintos de los capataces, cuyas ropas eran no muy distintas a las de los esclavos y sólo llevaban palos y látigos. Vitrivenia pensaba al principio que existían para matar animales peligrosos, pero un día sorprendió a los niños jugando a ser soldados, luchando unos contra otros. Le asombró que ese fuera el fin del soldado.
Pero no entendió por qué había una Estatua de la Buena Sierva. ¿Acaso no decía la abuela que todos eran buenos siervos, allí en la hacienda? Vitrivenia pensaba que «siervo» era una manera de llamar a la mayoría de la población, los que cultivaban la tierra y cuidaban a los animales. De hecho, le llamó la atención que los barrios que visitara no tuvieran ninguna de esas ocupaciones, pero al principio asumió que, del mismo modo que a la abuela la atendían cierto tipo de siervas que no trabajaban la tierra, aquellos eran otros siervos que hacían otras cosas. Seguramente, incluso, tenían otra abuela.
Pero el comentario del soldado le hizo pensar lo siguiente: ¿Y si esa extrañeza se debía a que ella era una sierva? Luego, ¿hay más gente aparte de los siervos, las abuelas, los capataces y los soldados? ¿Qué era la gente del barrio? ¿Y esa niña? No podía ser una abuela, porque todas eran mayores.
Con esos pensamientos, aquel día volvió a su casa apesadumbrada. Sus padres le preguntaron con cariño si le había ocurrido algo, a lo que ella respondió que había perdido en los juegos con los demás niños. No la siguieron interrogando. Al día siguiente, decidió salir hacia otro lugar. La gente la miraba, algunos con curiosidad, otros con cierta compasión contenida, otros con un dominado desprecio y no faltaron los que le espetaban:
—¡Niña! ¡No te acerques por aquí!
Como era aguda, percibió que estos no le hablaban con odio, sino como advirtiéndole de un daño. En cierto sentido, se parecían al soldado que no le habló mal. No obstante, consideró que debía continuar, que necesitaba saber el origen del misterio. Sin que nadie la viera, se ocultó tras los tenderetes y avanzó hasta que lo vio.
Era un hombre. Estaba suspendido en el aire, de espaldas a un poste enorme. Vitrivenia comprendió enseguida que sufría y, si bien algo atemorizada, se dio cuenta de que había otro poste al que los brazos del hombre estaban sujetos. Y por los pies, al poste vertical.
Se desplazó un poco y vio que había más hombres, pero aún más postes. Se dio cuenta de que había soldados en la base de los postes y examinaban a los sometidos a esa práctica. No los oía, pero no le hacía falta para saber que los de abajo intentaban hacer que los de arriba se sintieran incluso peor.
Dejó de mirar y cerró los ojos, pero ya era lo suficientemente madura para saber que eso no iba a hacer que desapareciera. Se dio cuenta de que no lejos, había otro niño. Le pareció que era hijo de una mujer de allí, vendedora. El niño iba desnudo, la mujer iba vestida con ropas sucias.
—Ma’—dijo el niño—, ¿por qué están colgados?—preguntó señalando a los hombres.
La mujer los miró de manera indiferente. Vitrivenia se acercó para asegurarse de que oía su respuesta.
—Son esclavos—dijo la mujer—Se han portado mal y allí arriba los tienes, por idiotas. Los tendrán hasta que se arrepientan o sus amos quieran bajarlos, ¡jejeje!—rió, pero a Vitrivenia le pareció que lo hacía para no sentirse horrorizada.
—¿Esclavos?
—¡Anda que eres bobito! ¿No recuerdas cuando el otro día me preguntaste por qué una mujer seguía a otra con la cabeza gacha?
—Dijiste que era una sierva.
—Pues hijito, ¡eso es!—dijo la mujer, abriendo los brazos para dar a entender que era obvio—Un esclavo es lo mismo que un siervo. Es alguien que no puede hacer lo que quiera con su vida, porque otro lo ha comprado, como los que nos compran los cacharros.
—Y dijiste que la otra era noble—dijo el niño.
—¿Ves cómo eres más listo de lo que crees? Sí, hijo. En el mundo hay nobles, hay plebeyos y hay esclavos. Los primeros son los que más mandan y más esclavos tienen, porque provienen de familias fundadas por héroes. Los segundos mandamos menos, pero tampoco nos mandan y algunos tienen esclavos, normalmente uno. Tú y yo somos plebeyos, aunque seamos muy pobres y no nos miren siempre bien. Y luego están los esclavos, que tienen que aguantar porque les ha tocado.
—¿Y por qué?—preguntó el niño, realmente aturdido.
Vitrivenia tampoco lo veía claro. La madre estuvo a punto de insultar a su hijo, pero se contuvo cuando se dio cuenta de que no podía saberlo todavía.
—Pues... ¿Cómo te lo explico? Depende del esclavo. Algunos nacieron así porque son hijos de esclavos, así que tendrías que saber por qué lo son ellos. Otros acaban así porque son muy, muy pobres, más pobres que tú y que yo, que al menos comemos. Así que, para no morir hambrientos, se venden a cambio de comer. A otros los venden sus padres, cosa que me parece espantosa—la mujer realmente se indignó, a Vitrivenia le parecía basta, pero a su manera cariñosa—A otros los castigan a serlo porque han cometido alguna fechoría demasiado mala como para ser perdonados. A los últimos, simplemente los capturan: ya sean granujas, ya sean los que pierden en las guerras.
El niño estaba realmente asustado. Vitrivenia, por su parte, sudaba a pesar de que no hacía calor. Por primera vez en su vida, entendió que era propiedad de alguien. Entendió enseguida que «la abuela» era su ama y la de su familia y amigos. Todo su mundo, era un mundo de servidumbre.
«Les ha tocado», había dicho esa mujer.
—¿A cualquiera pueden hacerlo esclavo, mamá?—preguntó el niño, lentamente y con miedo.
—No—dijo la mujer—Los nobles, si se portan demasiado mal, son ejecutados—como vio que el niño dudaba, se explicó—Los matan. No pongas esa cara, tontito, no eres noble. Tú, en el peor de los casos, ganarías una azotaina.
Vitrivenia consideró que ya entendía el misterio. La niña del otro día era noble. Todos veían en ella a una sierva, nunca a la niña. En su lenta marcha, golpeó un guijarro que resonó. Tanto la madre como el hijo la miraron. A la madre se le iluminó el rostro.
—¿Ves a esa niña? Pues es una sierva. ¿Ves que en sus ropas lleva ese dibujo?
El niño se volvió un poco, asintió y volvió a mirar a Vitrivenia, con cara de atolondrado.
—¿Lo recuerdas? El otro día, cuando pasamos por el puente ese que te gusta.
El niño asintió con fuerza.
—Sí, lo vi en la entrada de la... hacienda.
—¡Eso es! Ese es el estandarte de la casa de la noble señora Mumnia, una mujer riquísima. Fíjate, hijo, que tendrá cerca de trescientos esclavos sólo en sus haciendas. En otros sitios, como minas y saladeros, tiene cerca de cuatrocientos. Esta niña es sierva suya. Los esclavos visten como nosotros los plebeyos, como la señora Mumnia es tan rica, sus esclavos no visten mal. Pero deben llevar un símbolo que los identifique.
El niño se volvió, con cara de verdadero espanto.
—¿...Y la subirán allí?—señaló a los crucificados.
La mujer entendió que eso podía aterrar a la pobrecita niña y le sacudió un buen capón a su hijo, quien estaba demasiado afectado como para echarse a llorar.
—¡No digas eso nunca!—dijo y, empleando sus mejores maneras, se dirigió a Vitrivenia—Pequeña mía, dame la mano, supongo que te has perdido cuando has salido con tus...
Pero Vitrivenia corrió a toda velocidad. Nunca supo qué cara puso la mujer. No está segura de haberse reencontrado con la madre o el hijo, que debe de tener su edad. ¿Serían ahora esclavos por pobreza? ¡Quién podía saberlo!
Cuando volvió a la hacienda, no habló. Sus padres sospecharon que quizás había salido, pero no le vieron marcas de que le hubieran hecho algo malo. Un día que la abuela pasaba y hacía un examen rápido de su propiedad, Vitrivenia se acercó a ella resuelta y le preguntó:
—¿Qué debo hacer para ser una buena sierva?

La reflexión de la señora (I).

Ya estaba bien entrada la segunda tarde cuando Susnia despertó. Se desperezó sin ambages, feliz de que su estúpido prometido se hubiera marchado por razones militares. La muchacha se levantó y empezó a trabajar, tenía pendiente regularizar las cuentas de la última lunada. Le iba a llevar un buen rato, pues al fin y al cabo sólo tenía un ábaco y había perdido cierta costumbre.
«Nunca debí obligar a ese maldito esclavo a hacerme las cuentas», pensó, pero por otro lado, le agradecía las técnicas de cálculo que le enseñara.
Fuera, sus esclavos trabajaban sin dar problemas. Se asomó un momento. Nadie estaba fuera de lugar. Allá, las mujeres lavaban. Los hombres almacenaban los alimentos. Los niños bien jugaban, bien ya imitaban a sus mayores. Susnia se sintió satisfecha. Ya habían pasado más de dos crienias desde que el impresentable de su prometido trajera a aquellos extraños cautivos. Traían ropas no sólo raras por su diseño, sino hechas de materiales ignotos en la magnífica Turnia y la zona que dominaba. Estos aseguraban provenir de otro mundo, lo que Susnia no dudaba, pues era obvio que tenían habilidades sumamente extraordinarias, pero lo realmente inaudito era que aseguraban que, en la mayoría de naciones de su mundo, la esclavitud era considerada un crimen.
«Y sin duda debe de ser cierto», pensaba Susnia, «Aún recuerdo aquella vez en que... Sviatlana contó la revolución... de ‘los de la mayoría, eso era. Sonaba parecido a ‘bolsheviko».
Le costó un poco pensar en el verdadero nombre de esa curiosa esclava, que medía, decía ella, cerca de la «medida ochenta», que en su mundo era la estatura a partir de la cual un hombre solía ser llamado alto. Decía ser de un país llamado... la Rusia Blanca, eso era. Los turnios, desacostumbrados a acentos tan raros, rebautizaron a la muchacha como «Esfiachana», cosa que no le importó. Lo que sí le importó era lo de muchacha, pues era sorprendentemente mayor: Dieciséis crienias tenía cuando llegó, una edad a la que cualquier mujer turnia suele tener al menos tres hijos vivos. En su mundo, veintiocho era el número. Susnia había oído algunos de los nombres que le daban a las estaciones, pero como cada uno de los visitantes procedía de una nación distinta con climas y lenguas absolutamente diferentes, se abstuvo de aprender ninguna de las palabras.
«Claro que casi más raro es que fuera la autoridad del grupo», pensó Susnia.
Era la líder del grupo de visitantes. Una cosa que aprendió Susnia fue que en su mundo, la nación de Sviatlana era parte de unas gentes llamadas algo como «slavoi», que por lo visto pasó a significar «esclavo» en varias lenguas de ese mundo.
De esas gentes era también... Yekaterina, llamada Ikatarina por los turnios. Era la más pequeña de los visitantes, de la misma estatura que Susnia, que parecía pequeña al lado de cualquiera de ellos. Entre los visitantes, su profesión era la más comprensible: era bailarina, pero su alta inteligencia y el hecho de que conociera de antes a Sviatlana y a Anush la hicieron recomendable para el grupo de exploradores.
Otro de ellos era un tipo que casi pasaba por turnio, Julio. Su país de origen se llamaba España, cuyo exacto significado se había perdido en el tiempo. Este tipo trajo consigo un artefacto, una especie de tabla doblada con dos mitades absolutamente diferentes, una con diversas protuberancias con inscripciones de símbolos, desconocidos hasta para los mayores sabios turnos, la otra con una especie de lámina que, ¡maravilla nunca vista!, mostraba imágenes en movimiento en relación de qué protuberancias se presionaran.
Si no hubiera sido porque era tan esclavo como sus compañeros, varios turnios lo habrían tenido por brujo, pero por desplazamiento consideraron que ese objeto, que él llamaba «hacedor de cuentas» o «ejecutor de mandatos», era bien una tabla embrujada o bien la creación de algún dios.
«Menos mal que nadie se atrevió a romperla, sabiendo que mi abuela y otros nobles la consideraron importantísima», pensó.
Además, en el mundo de los visitantes eran corrientes los artefactos como aquella tableta, que posibilitaban que dos hombres situados a una distancia que a Susnia le resultaba infinitamente lejana no sólo se hablaran, sino que además compartieran lo que a ella le parecían fantasmas de objetos.
«Formas ambarinas, eso es, así lo llamaron», recordó, la palabra que casi todos emplearon sonaba algo así como «electrós», que significaba «ámbar» en una lengua que era considerada muy refinada para varios de los visitantes.
De hecho, uno de ellos, Akakios Mitroglou, hablaba una modalidad moderna, su lengua materna. Por lo visto, era oriundo de un lugar llamado... «Elas» o algo así, era increíble la mezcla de idiomas que hablaban esos visitantes (ellos decían que semejante fenómeno era llamado «Torre de Babel» por cierta religión). Este era un hombre enorme, el mayor en tamaño entre los visitantes, un «ocupado en la humanidad» que se había acabado apuntando al equipo para investigar las humanidades de otros mundos.
—No puedo quejarme—decía el tal Akakios—Los helenos hemos tenido siempre fama de tramposos. Cuando nos dominaron, nos las arreglamos siempre para parecer que éramos más sabios que nadie. Al final, ciertos países poderosos decidieron que mi país debía existir de nuevo y le dieron cierto territorio. Olvidaron que gran parte de su extensión, de donde procedieron varios sabios a quienes ellos tanto admiraban, se hallaba en otra tierra, frente al mar de aquella. En cuanto a mi familia, aunque nuestro nombre familiar sea de la potencia que nos dominó, ahora vivimos allá.
Susnia también había aprendido que en ese mundo llamaban «continentes» a ciertas masas de tierra que incluían numerosos países, y que Turnia y su territorio apenas pasarían por un país pequeño.
Luego había una mujer de piel sumamente oscura. En Turnia no era raro ver a gente con la piel oscura, pero ella los superaba en esa cualidad con mucho. Era algo menos alta que Esfiachana, aunque no por mucho, y también era muy fina de talle. Luisiña se llamaba y venía de un país llamado «Tierra de los Árboles como Brasas». Ella decía que estaba lleno de problemas, aunque por su actitud alegre y divertida era difícil de adivinar.
—De nada sirve apenarse por lo que no tiene remedio—decía Luisiña—Mejor concentrar todas las fuerzas en lo que sí lo tiene.
—A ver si vas a citar ahora la plegaria de la serenidad—decía un visitante con el pelo rojizo, un tipo llamado... Peter, eso era. Venía de una isla que mayormente era un país llamado... «Eire», por una diosa a la que sus ancestros habrían adorado. Estaba perpetuamente disgustado con lo que llamaba «maniqueísmo» (a Susnia se le había grabado la expresión por resultarle curiosa, no porque conociera de nadie llamado Manes).
—Quiero decir—se explicaba—, es muy difícil clasificar a la gente como buena o mala. Pregúntale a la gente y verás cómo—nunca se acostumbró a decir «señor» ni «señora«—cada cual dirá según sea su experiencia. Pero ya me mata cuando se aplica a los gobernantes. Excepto en algunos casos muy concretos, diría que muchos líderes han tenido grandes luces y grandísimas sombras.
Entonces sacudía la cabeza, decepcionado.
—Pero la gente prefiere una caricatura propia de dibujos animados—Susnia supo con el tiempo a simple vista qué era eso—con un bueno que resulta tonto y un malo que es un bufón de opereta. Así nadie aprende nada, se limitan a repetir un discurso que otros quizás más imbéciles han escrito para que gente realmente peligrosa suba al poder sólo para saciar su tremenda «tendencia de Narciso».
Susnia recordó que el último término hablaba de quienes sólo pensaban en ellos mismos.
Después había una mujer de ojos rasgados, una tal... Ji-young. Le costó mucho rememorar su nombre de pila, que parecía ser un nombre expresamente pensado para que un turnio no pudiera pronunciarlo. Decía pertenecer a un clan del «Gobierno de los Han Mayores», pero ella se alejó de sus familiares por encontrarlos muy aburridos a su gusto, prefiriendo las aventuras.
Otra mujer con los ojos rasgados era una tal Sachiko aseguraba ser una «kunoichi», una especie de espía y guerrera poco menos que legendaria... Aunque parece que los demás visitantes consideraban que la muchacha deliraba y se inventó esta historia para compensar su orfandad. Pero en cualquier caso, contaba historias interesantes sobre su país, llamado «Sol Naciente».
—Japón se muere, supongo que para la alegría de nuestras vecinos—decía, mirando a Ji-young, pues el país de Sachiko había invadido al de Ji-young salvajemente hacía décadas, aunque lo cierto es que la otra no era partidaria de juzgar a nadie por su origen—Nacen pocos niños. A vosotros—dijo, dirigiéndose a los jóvenes nobles turnios que escuchaban fascinados las historias del otro mundo—os parecerá increíble, pero pasar todo el día trabajando es el ideal de mi país. Cada vez es más claro que es una suerte de «suicidio demográfico»—por lo que Susnia entendía, significaba que quedarían sólo viejos.
Entonces dejaba de hablar y suspiraba.
—Pero lo peor es que vivimos en el engaño. Durante la Segunda Guerra Mundial—aquí los turnios entendían que se referían a esa gran catástrofe que mató a millones de humanos en apenas tres crienas y media—Japón tuvo el honor de ser el más brutal y despiadado de los contendientes. Los «nazis»—los turnios se asombraban aún de estos hombres, pues sabían que habían intentado matar a numerosos seres humanos por causas que no acababan de entender del todo—se nos acercaron mucho, pero nosotros nos degradamos aún más. Pero mientras que los alemanes actuales estudian su historia, nosotros la ignoramos, bajo la pretensión de que en caso contrario «no amaríamos nuestro país». ¿Qué respeto puede inspirar un país que miente a sus jóvenes?
La más tristona era una tal... Anush, una «hayastaní» que había llegado a la conclusión de que el cautiverio en Turnia era una prueba enviada por los cielos para que sus compañeros y ella misma se transformaran en mártires que iluminaran a la humanidad, esto es, a la humanidad del mundo donde se hallaba Turnia.
—No es que tenga que ser uno seguidor del Ungido—decía, Susnia aprendió pronto después de tratarlos con frecuencia quién era el tal «Ungido»—Casi su mismo mensaje decían el Iluminado o Zoroastro—a Susnia también acabó por serle muy familiar el primero, porque las dos «procedentes del donde sale el Sol», Sachiko y Ji-young, lo citaban con cierta frecuencia; algo menos le resultó el segundo—Todos insistieron en la importancia de saber que el sufrimiento existe y que las mayores victorias no nos librarán de morir de un doloroso tumor, por ejemplo. Así que he decidido hacerle caso a la diosa que nos ha enviado aquí y enseñar con mi ejemplo que mi calidad humana no disminuirá porque ahora sea una miserable esclava.
Cierto, las calidades humanas de sus enviados. Era curioso cómo Susnia se empezaba a sentir mal cuando recordaba el resto. ¡Hay que ver qué ideas aquellas, que fueron la que sembraron la semilla de la cizaña entre ella, el ama, y los esclavos de gran talento! Y lo que fue más grave, sin que lo pretendiera nadie.

Fue su prometido, Mirrón, primogénito de una familia de rancio linaje, quien capturó al grupo de extraños seres después de que tuvieran enfrentamientos ocasionales. Los visitantes no querían ser llevados a Turnia para ser personas de segunda categoría.
Finalmente, los capturó después de una batalla mucho más larga de lo que se habría previsto entre un grupo de doce mujeres y varones contra cerca de doscientos hombres turnios, fueron capturados... e infamados.
La Marca de la Infamia era un castigo que el ejército turnio infringía contra bandoleros, piratas y en general rivales considerados indignos. No era algo reservado a ejércitos enemigos, aunque fueran los siempre arrogantes quieleses o los fieros hombres que vestían pieles de animales desconocidos, pues se les suponía honor y respeto por las leyes de la guerra.
Esta decisión no fue bien vista por algunos de sus subordinados, quien arguyeron que aquel grupo no eran pillos, pues eran demasiado bravos para ser cobardes que atacaban a poblaciones indefensas, pero Mirrón siguió adelante.
«A mí también me parece monstruoso. ¿Por qué, Mirrón? ¿Por qué?»
Después de esa afrenta, los llevó desnudos durante casi diez ímaras hasta Turnia, donde los entregó a la casa de subastas anunciándolos como una gran victoria. Al principio, nadie entendió qué había de peligroso en doce individuos estrafalarios, no tan distintos de los seres humanos excepto por su excepcional estatura y ciertas características menores.
Y entonces vieron sus herramientas. Los turnios se asombraron al ver el pájaro mecánico y, fascinados, vieron cómo en la entonces bautizada como «tableta embrujada» aparecían visiones de ciudades con más seres humanos de lo que jamás pudieron imaginar, aquellas en que los mismos visitantes, en el pasado, narraban en sus respectivas lenguas maternas cómo eran sus ciudades. Veían, por poner un solo ejemplo, a Ji-young, cuyas facciones eran muy reconocibles, al lado de las señoras, sirviéndoles una copa como una buena sierva, y en una lámina blanca sonriendo, caminando, besando a su madre y la oían hablar sin entenderla, mientras al lado suspiraba por su vida anterior, entendiéndola sin palabras.
—¡Caray! ¡Eres la más linda de tu tierra, hija mía!—le dijo la propia abuela de Susnia, y la acariciaba con cierto cariño.
Después, se aterraron con la visión del extraño fuego que había fulminado a seres humanos de modo que sólo una sombra aparecía en la pared, grabada por una potencia superior a la del mismo Dios Padre de los turnios. Los visitantes les explicaron que no eran sino restos carbonizados, lo cual no ayudó mucho a paliar la idea de terror y furia que ahora inspiraban. Desde ese momento, como ocurriría después en otras poblaciones donde los exhibieron, los nativos procuraron ser simpáticos con los visitantes y no recordarles que eran esclavos.
Los visitantes se lo tomaron con cierta decepción. Seguían insistiendo en que la hospitalidad no debía depender de clases. No, Susnia se equivocaba, y rectificó: no debía de haber clases y por lo tanto todos recibirían con mayor facilidad el mismo trato. Afirmaban que la libertad era un atributo esencial de cualquier ser humano.
Los señores se miraban con duda y sorpresa. La bella hija de los nobles Inios tomó la palabra.
—Decís que sois libres, ¡pero no podríais libraros de nosotros si quisierais!
Las palabras de la muchacha no eran en absoluto burlonas ni buscaban zaherir. La casa de los Inios, la más ilustre de Turnia en cuanto a linaje, se esmera en la educación de sus hijos y no tratan a nadie mal si no es estrictamente necesario. Esta chica era sólo crienia y media mayor que la propia Susnia.
—Es que no es lo mismo ser libre que ser omnipotente—respondió Sviatlana—No sé si un ser omnipotente es libre en grado máximo, pero al menos sabemos que somos libres.
—Muy bien—tomó la palabra el hermano más próximo en edad a aquella noble, nacido la crienia anterior—Concederás que ahora mismo no tienes poder. Luego, no puedes afirmar que eres libre.
—Sí tengo—repuso Sviatlana inmediatamente—Si no, no te molestarías en razonar conmigo ni los demás señores detrás de vosotros se mostrarían tan interesados.
El muchacho parpadeó una sola vez, y se mesó la barbilla. Su hermana se volvió, como queriendo ver a los nobles interesados en la discusión y, si bien era cierto que había muchos, su verdadera intención fue mirar a su abuelo. Este anciano era por entonces la voz con mayor autoridad de los Ancianos y movió los dedos, un discreto gesto de asentimiento.
Se volvió entonces y habló con resolución.
—Triste consuelo, ¿no te parece? Porque nuestro interés puede disminuir con el tiempo.
—Todas las cosas humanas desaparecerán—intervino entonces Anush—Nada humano es eterno, luego todas tendrán fin.
Un silencio un tanto incrédulo, pero también temeroso, cayó sobre los oyentes.
—Es decir—dijo el muchacho—, que estás dando a entender que Turnia caerá.
—Claro que caerá—dijo Anush sin que Sviatlana pudiera detenerla—De hecho, se parece mucho a un país que existió en nuestro mundo. Y cayó.
Los demás visitantes se mostraron temerosos. No era esa su intención, sino simplemente minar la confianza de los nobles turnios en que los tenían dominados. Susnia era todavía jovencita cuando esta discusión tuvo lugar. Al principio, pensó que era una advertencia para agradecer el hecho de que su abuela los trataba muy bien, pero entendió cuando creció lo suficiente que no era el caso.

Su abuela era Mumnia, hija de Tacrerbio, y con casi 35 crienias había sido hasta hacía poco la señora de la hacienda. Sólo tuvo un hijo, el padre de Susnia, quien murió junto a su marido y su nuera en un aparatoso accidente mientras viajaban en carruaje.
Muy sorprendentemente para los estándares turnios, la mujer decidió no adoptar a ninguno de sus sobrinos, aunque tenía muchos, y depositó su confianza en la criaturita que Susnia era por entonces.
—En esta familia—oyó una vez Susnia decir a un plebeyo que había bebido demasiado en una fiesta pública, mientras ella jugaba despreocupada—, los varones están malditos. Debe de ser la maldición de los misanos.
Siempre desde que fue pequeña, una esclava de su abuela, Zrulia, cuidó de ella, como ya hiciera con su padre. La mujer se quedó blanca cuando le preguntó al respecto.
—¡Menudas estupideces farfullan esos imbéciles después de tomar más copas de las que merecen!
Su abuela, asombrada, llegó desde otra habitación con el paso ágil que tenía entonces.
—¿Pero qué ocurre, Zrulia, para que grites así?
La mujer, reponiéndose y aún blanca de indignación, le explicó lo que acababa de ocurrir. Su abuela no dio señas de indignación, pero pasó un rato callada.
—Querida niña—le dijo, por fin, con cariño a su nieta—No escuches disparates plebeyos. Por favor, Zrulia, no hagas que parezca que tiene alguna importancia.
«En ese momento entendí otro concepto de los visitantes: tabú. Algo que no debe ser nombrado, aunque en muchos casos sea inherente a la propia vida», pensó Susnia.
Susnia acabaría por descubrir que ya conocía desde hace mucho a los misanos. Aunque no le prestaría atención a su maldición...

Su abuela escuchaba a los visitantes hablar sobre la libertad con una leve sonrisa. Susnia sabía que esa era una señal de que a la mujer no le placía la situación, pero que tampoco estaba realmente airada. Levantó la mano, y habló así a Sviatlana.
—¿Crees que mi querida Susnia y la buena de Vitrivenia son igual de libres?
—Sin duda—dijo Sviatlana rápido, lo que muchos percibieron como un titubeo.
—No pareces convencida—dijo su abuela, tranquila—Quizás porque sabes que no es tal como dices. Vitrivenia tiene los instintos de una buena sierva.
Vitrivenia era la esclava favorita de Susnia desde que ambas eran pequeñas. Ambas nacieron a la misma ímara, lo que no impidió que la propia abuela de Vitrivenia ayudara a la madre de Susnia después del parto. Según decían su abuela y la tita Zrulia, la propia niña solicitó ser esclava de hogar siendo apenas una criatura y estaban encantadas con su actitud y buenas cualidades.
La propia interesada estaba presente. Sus facciones no indicaron absolutamente nada, como si no estuvieran hablando de su libertad personal. No le importó a nadie excepto a la propia Susnia, todos querían rebatir a los visitantes. Aunque... tuvo la sensación de que la heredera de los Inios le echó dos o tres vistazos atentos a Vitrivenia, e incluso le preguntó por ella de tanto en tanto.

Con el tiempo, conforme se acercaba la fecha de su boda con Mirrón, deshacerse de los visitantes se transformó en una necesidad. A Susnia, personalmente, no le fastidiaba demasiado su hostilidad generalizada contra el mundo turnio, pero la convivencia iba a ser imposible.
«Menudo engaño. Me siento fatal. ¿Por qué? Sólo hago... En fin, sólo soy yo. Debe haber señores. Quiero decir, ¿quién coordinaría a los esclavos? Los visitantes dicen no sé qué del ‘poder del pueblo’, pero tengo claro que los esclavos por sí mismos no saben gobernarse. ¡No saben ni los plebeyos!».
Cuando ya estuvo dispuesto que iban a volver al mercado, dio su última disposición respecto a ellos.
—Di la verdad: son listos y trabajadores, pero descarados y obstinados—le indicó a un capataz que siempre le pareció de fiar.
El hombre inclinó la cabeza y fue a por ellos.
—Y también me llevo a esos niños que tienen consigo, ¿no?
—Sí, porque de todos modos me recordarían a ellos.
Susnia tomó aire. Lo correcto era despedirlos en ausencia de su marido. No era imprescindible, pero después de tantos años y del modo en que los echaba, habría dado lugar a rumores.
Se presentaron ante ella sólo un momento después de asomarse. Iban rectos, dignos, aunque no pudieron ocultar su pesar. Aunque no le gustaba su sentimiento, Susnia los admiró.
—Bien, no debo decir que sólo habéis sido un incordio para mí. Me habéis enseñado mucho. Y sin duda sois muy entretenidos... Pero no podéis seguir aquí. Entiendo que mi marido os haga sentir incómodos.
En este punto, ellos dieron un respingo. Algunos lo disimularon mejor, durante esas tres crienias y media habían aprendido que era inaudito que Susnia criticara, aunque fuera de modo tan disimulado, a su futuro marido delante de unos siervos considerados rebeldes.
Sviatlana la miró a los ojos una última vez. Había hostilidad teñida de tristeza. Los bajó enseguida.
—Que os vaya bien—y ya iba a despedirlos, cuando ellos hablaron.
—Esperamos que te vaya bien—le dijeron, sin mayores honores.
La miraron a los ojos. Ahora se dio cuenta de que la tristeza parecía esconder decepción. Se volvió al capataz y agitó la cabeza, se marcharon. Los niños la miraron con lágrimas en los ojos una última vez.
«Así que estáis decepcionados. Debo admitir que me duele. Quizás pensabais que iba a volver una... abolicionista, eso».
Pero lo cierto es que todo lo que durante esas crienias los visitantes dijeron hicieron que Susnia recordara haber vislumbrado reflejos, si acaso, de otra Vitrivenia distinta a la perfecta esclava a la que todo el mundo apreciaba. Y lo realmente extraño era que le interesaba más esta otra Vitrivenia que la que todas sus amigas, jóvenes señoras nobles, le comprarían por un precio realmente extraordinario.
De tanto en tanto, a lo lejos, la veía reírse enseñando los dientes, cosa que nunca hacía en su proximidad. También la veía asombrarse, aunque sólo fuera por un instante, por alguna historia que los visitantes del otro mundo le estuvieran contando. Incluso su miedo la atraía, cuando oía a los visitantes cometer alguna falta inexcusable, como no tratar a un señor como una divinidad.
«Pero hay más. Está ese recuerdo».
Susnia rememoraba de tanto en tanto el siguiente momento: jugaba con Vitrivenia, quien era la niña más feliz del mundo. Corría persiguiéndola, llamándola señora. Susnia se sentía emocionada por ser llamada como llamaban a su abuela todos sus conocidos de la hacienda.
En un momento dado, dejó de correr. Había visto a la tita haciendo la colada cerca del río. Se volvió, y llena de gracia y resoplando, le dijo a la recién llegada Vitrivenia:
—Ahora eres tú la señora—dijo la pequeña Susnia, alegre y generosa.
Y este era el momento en que su memoria fallaba en un pequeño detalle. El rostro de Vitrivenia desaparecía. Pero no ella, quien indudablemente seguía allí.
A quien sí recordaba era a la tita: se acercó a gritos.
—¡No, no! Susnia, ¡tú eres la señora! No se concede algo así, lo determinan los dioses. Niña, eres la hija de los señores de esta hacienda, por lo que eres la joven señora, superior a todos los demás que somos tus siervos.
Se quedó un poco extrañada. ¿También era ella señora?
—¿Y Vitrivenia?—preguntó, aún confusa.
La mujer abrió los brazos, como dando a entender que era obvio.
—Ella es hija de siervos, nieta de siervos, y bisnieta y tataranieta de siervos que pertenecieron a tu bisabuelo y a tu tatarabuelo, ¡niña! Es otra sierva.
Creía recordar que había observado el rostro de Vitrivenia después de tan contundente declaración, pero seguía sin ser capaz de ponerle cara. ¿Dónde estaba Vitrivenia? ¿Dónde estaba su amiga de la más tierna infancia? Había allí una niña con su tronco, sus brazos, sus piernas y hasta su pelo, su nariz y sus orejas, pero no había ni ojos ni boca.
La niña le tendió una mano y se fue con ella. No recordaba qué había dicho, tampoco. La tita no volvió a a hablar, de eso estaba segura.