miércoles, 22 de diciembre de 2021

La reflexión de la señora (y III).

Susnia durmió plácidamente después de esa tremenda fantasía. Se despertó mucho después, sin tener la boca demasiado pastosa. Se aseó, estaba bebiendo agua cuando oyó a la tita afuera. Sin hacer ruido, se acercó a oír.

—Bueno, pues no sé cuándo se irá... ¡Pensar que el señor Mirrón es...!
«Las malditas paredes oyen», pensó Susnia.
El hecho de que su esposo fuera «alegre», como lo llamaban los visitantes, fue revelado precisamente porque uno de ellos aseguraba que su modo de mirar era propio del hombre que no consideraba a las mujeres como sus compañeras naturales en el lecho. No lo comentaron, claro está, en presencia suya, sino que fue la misma sierva chivata que revelara qué opinión les merecía su abuela.
Fue esta gran señora quien, como entonces, no sólo no se indignó, sino que en su lugar mandó cartas. Cosa de veinte ímaras después, llegó una mujer de ropas humildes, pero aseada y muy correcta, que resultó ser una antigua sierva de su abuela cuando en cierta época vivió no muy lejos de Misania.
Esta mujer vivió después de ser liberada en la misma ciudad donde Mirrón pasara su infancia. La abuela la invitó a su habitación sola y hablaron sin tregua durante casi toda una tarde, muy largas en Turnia.
La mujer fue despedida con amistad. A continuación, su abuela la llamó y le confirmó que lo que dijera aquel visitante era cierto.
—Pero no pierdas la esperanza, hija, a veces los hombres así se vuelven cariñosos con sus mujeres. A ti te viene bien como marido, de todos modos.
«¿Qué menos que tener esperanza? Ya me acostumbraré a tener a ese marica alrededor. Si él quiere buscarse a un amigo, pues intentaré que no abuse de ningún pobrecillo y que sea otro marica como él. Con lo guapo que es, no tendrá problemas en ese caso».
—Está bien—le respondió a su abuela—Pero tengo una propuesta.
Lo que contó impresionó a su querida abuela, quien dio su beneplácito alegre.

Después de observar durante un buen rato a la tita conversando con las otras criadas, pasó la mirada por la habitación.
«Ninguna merece ver cómo me ignora un marido arrogante y tímido con su verdadera naturaleza».
Salió, la tita se puso enseguida en posición de atenderla.
—Ve a buscar a Vitrivenia. Quiero encargaros una importante tarea.
La mujer cumplió la orden. Cuando Vitrivenia estuvo en su presencia, le pareció que la muchacha estaba falta de sueño y reposo.
—Vais a ser las responsables de la hacienda, ya que me voy a vivir con mi marido—les espetó tan pronto la puerta se cerró.
—¡Pero...! ¡Señora!—intentó protestar Vitrivenia, con una cara de verdadero asombro.
¡Otra vez era la auténtica!
—Ya sé qué me vas a decir. Vas a ser liberta, tía Zrulia—dijo Susnia—Mi abuela lo sabe y está plenamente de acuerdo. Incluso se alegra—añadió Susnia con su más cálida sonrisa.
Percibió que la mujer contuvo las lágrimas a la perfección. Vitrivenia observaba a su antigua maestra por el rabillo del ojo. No daba muestras de estar alegre o triste.
—En cuanto a ti, Vitrivenia... Te quedas a ayudar a la tía.
Tampoco dio muestras entonces de sentimientos, pero fue la tita quien saltó.
—¡Pero, señora, ha sido criada para ser vuestra compañera!
Susnia procuró aunar en su ademán todo el cariño con la máxima autoridad.
—Sé bien de tus esfuerzos y han sido los mejores... Pero Vitrivenia es necesaria aquí. Todos la conocen, la quieren y la respetan. Allí, en el barrio aristócrata, será una monada más traída del campo.
Agradeció mentalmente que ninguna de las dos replicara, y añadió con una voz que a ella misma la asombró:
—Siempre es mejor tener a la gente contenta. Vitrivenia sabrá hacerlo tan bien como tú, tita.
Susnia gozó cuanto pudo de sus posesiones durante las cinco siguientes ímaras y llegó su marido durante un breve descanso de las actividades militares, por lo que la boda se celebró con celeridad. Ella se lo tomó como si hubiera sido tomado sorbos de copa medicinal. Le agradaron los padres de Mirrón, unos señores de gran aspecto.
—¡Qué felicidad, hija!—dijo la madre del mismo.
Su abuela, venida para la ocasión de la casa a la que se proponía retirarse, la miraba con orgullo, satisfecha de su nieta. Respecto al afortunado marido, su aspecto grave contrastaba con su cortesía hacia ella.
A fin, fue montada en un carro y llevada al barrio aristócrata, donde durmió poco en una cama tan buena como la suya. Su marido se excusó, había movimientos inusuales en la frontera entre la zona de influencia turnia y la de los arrogantes quilieses.
—No sé cuánto estaré fuera—dijo él, algo pesaroso.
—No te preocupes, haces tu deber—dijo Susnia.
En el fondo, ella sabía que Mirrón deseaba quedarse y probarle que era otro hombre. Como la casa estaba demasiado vacía, le sugirieron que volviera un tiempo a la hacienda. Allí, Vitrivenia vino a ella.
—Señora, debido a la guerra, no he podido dar cuenta de la presente situación de la casa.
—No me extraña, querida, yo misma estoy ahora sola por ese mismo motivo.
Su cuarto estaba como lo había dejado.

El lento ocaso turnio ya había pasado cuando llegó un mensajero. Este tomó una copa preparada por la misma Susnia, había corrido sin parar desde antes del ocaso. Al fin, habló.
—Señora, vengo a decirte que el pelotón que incluía a tu esposo como uno de sus grandes generales, el gran Mirrón, ha sido atacado por sorpresa por los descendientes de nuestros funestos enemigos, los hijos de Quilias. Poco sé, sin embargo, mas un soldado que estuvo allí se dirige hacia aquí para informarte con noticias. Te advierto que no son buenas, ¡oh, señora!
Las noticias dejaron blanca a Susnia. Fue generosa con el mensajero y lo despidió. La tita y las criadas la rodearon con caras desesperadas, pero ella habló con decisión.
—¡Aún no elevéis vuestra voz! No sabemos qué ha ocurrido exactamente, dejad que venga el segundo correo. ¡Y chitón!
Las mujeres se admiraron de tan altiva señora. Se dedicaron a sus labores, inquietas, pero Susnia cosía magníficos tejidos sin dificultad. De hecho, el trabajo la ayudaba a no pensar. Por fin llegó el mensaje. Un soldado, con sangre reseca en la cara, le dijo con voz exhausta.
—¡Desgraciado revés! Tu esposo, noble hembra, ha caído en las manos de los arrogantes quilieses. Ved las presentes mi rostro, manchado de la sangre de un amigo: estuve en primera línea, pero nos rechazaron demasiado rápido.
Las mujeres iban a desmayarse, algunas de natural, otras por no poder gritar de horror. Susnia se levantó, cogió de la mano al mensajero y con cordialidad lo llevó a otra habitación.
—Mil gracias, amigo, por haberte apresurado. Por favor, aséate en los baños que tengo para invitados plebeyos. No digas nada aún al siervo, te lo suplico.
Lo dejó y despidió con dulzura a las mujeres.
—Intentad dormir, haré lo mismo cuando ese hombre vuelva al cuartel.
Las esclavas, llenas de gratitud, se despidieron cortésmente. La tita la abrazó, la cara arrasada por silenciosas lágrimas.
—Has reaccionado mejor que tu abuela cuando perdió a tu padre, pues eres más joven y no tienes heredero—dijo, antes de besarla y salir.
Susnia despidió al hombre cuando se aseó. Se sentía algo triste, curiosamente.
«Lo desprecio por haber dañado a los pobres visitantes. Jamás quise yo infamarlos y fue un acto brutal. Pero puedo en parte entender que Mirrón fue desventurado. Le tocó enfrentarse a rivales que le llevaban casi quince cuentas ogdo de ventaja. ¿Cómo derrotar a semejantes rivales sin el concurso de una fuerza aplastante? Infamarlos le debió de parecer la mejor solución para ganar estima delante de todos».
Suspiró y contuvo las lágrimas.
«Y bueno, no tiene la culpa de ser un maricón. Al menos es amable con sus soldados, aunque sean de una clase inferior. A decir verdad, se sintió ya él como me siento ahora. ¿Quién nos ha declarado superiores? ¿Nuestros antepasados? Los visitantes divergían en sus descripciones de la antigua humanidad, pero todos coinciden que la diferencia tan severa entre amos y esclavos no pudo existir. Había seguramente jefes carismáticos, eso era todo. ¿Qué clase de hombres eran nuestros antepasados? Aunque algunos de los visitantes afirman que fue un proceso seguramente gradual, relacionado en parte con, ¿cómo la llamaron?, la veneración a los dioses».
Se secó una lágrima rebelde.
«Y al menos le admitiré que ha salido en nuestra defensa. Sí, al fin y al cabo, si nosotros esclavizamos a otros, las armas son lo único que nos librará de que otros nos hagan lo mismo. Me habrá decepcionado como marido y hasta como ser humano, pero como guerrero ha demostrado estar al servicio de todos nosotros. ¡Bravo, Mirrón!»
Aquí hizo un inciso.
«Aunque supongo que a nuestros esclavos quizás ya les dé igual. Los visitantes han mellado nuestro... «amor al saber», eso es. No darán discursitos, pero más de uno debe de pensar de tanto en tanto algo como que '¿Y si llevaran razón?'. Cuentas ogdo de incuestionable jerarquía social, rotas por once tipejos».
—Quizás sea eso—habló en voz alta—Basta con que alguien cuestione algo. Si tiene resistencia por sí sola, es real. Si no, es sólo una interpretación, aunque pueda estar basada en sólidos hechos.
«Y yo esperé de él algo que no podía darme: felicidad. ¿Qué culpa tiene él de que yo quiera ser amiga de mi esclava? Al fin y al cabo, los dos estamos atrapados en un mundillo que creíamos totalmente coherente porque todos lo admitían».
En este punto, se asomó a la ventana y se quedó observando a dos siervos que discutían. Desde donde estaba, no podía dilucidar el motivo.
«Bueno, eso es un decir. Seguro que muchos de ellos se preguntaban el porqué de haber caído en la servidumbre, pero algunos, quizás la propia Vitrivenia lo hacía, se preguntaban el porqué del... la «organización unida», eso es lo que decían los visitantes. Fingen admitir que es coherente, porque al fin y al cabo no quieren morir y tienen a sus seres queridos».
Se apartó de la ventana y miró hacia la pared, en esa dirección se situaban los barrios plebeyos.
«Que yo sepa, el único que se ha opuesto públicamente a la esclavitud por temas morales es ese muchacho, Blusio, el hijo de Coitón. Su amigo de la infancia, Chiastro, también se opone, pero por sus intereses: asegura que los esclavos les quitan el trabajo a los plebeyos, quienes acabarían siendo esclavos a su vez cuando no pudieran pagar sus deudas. De todos modos, las criadas han estado comentando que han acabado influyéndose mutuamente: a Blusio le interesa el posible fin de la clase plebeya y Chiastro ya admite sin tapujos que compadece a los esclavos. Sus hermanas han acabado por compartir sus opiniones, en el caso de Criolia no es que me asombre porque se parece a su hermano, aunque el de Petrila sí porque era una mujer que despreciaba a cualquier extranjero. Al final ha acabado admitiendo que algunos pueden ser muy simpáticos y que el aislamiento sólo lleva al atraso. Los visitantes del otro mundo y sus curiosos conocimientos no han podido sino fascinarla».
Susnia suspiró y su mirada se posó sobre el barrio noble.
«Bueno, tenemos la vieja casa de los Inios. Nunca se han destacado por ser crueles con sus esclavos y, aunque les gusta llevar ropas llamativas, los alimentan muy bien. Puede que a su manera sepan que no son realmente superiores ni a los plebeyos ni a los esclavos y por ello tienen tan buena imagen: es que creen en lo que hacen. Además, tienen en su haber muchas manumisiones, y no sólo porque hayan tenido muchos esclavos. Incluso a los de la gleba les ha tocado suerte en esa casa…»
Susnia sabía que había otras casas donde los esclavos vivían razonablemente bien.
«Pero la abuela me crió no sólo como a una noble, sino como a un milagro. Viviendo sola, me he acostumbrado en exceso a ser la primera, una reinecilla a la que todos miman. Ahora me he dado cuenta de que en la vida hay que ceder. Los actos oficiales y las visitas no cuentan, por supuesto, ahí sabía que me observaban. Pero he aquí que casarse significa pensar en tu marido y ser ama pensar en tus esclavos, aunque sólo sea porque necesitan comer y dormir. ¡Ay! Sé que suena hipócrita, pero jamás pedí ser la señora».
Mientras observaba a un siervo mayor separar a los siervos que discutieran antes, se decidió.

La tía Zrulia y Vitrivenia entraron en silencio. Era raro que la señora las llamara a esas horas. Ella no quiso inquietarlas más.
—Amigas—ambas sufrieron un respingo—, pues lleváis tantos años a mis lados que injusto sería llamaros por otro nombre: mi marido, el bravo Mirrón, podría estar preso. Sólo somos mujeres en esta hacienda, pero si algo me han enseñado ciertas personas—y aquí levantó una mano para reclamar silencio por parte de la tía—es que eso tampoco me hace una desvalida. Voy a salir, pues, para negociar personalmente su liberación o la devolución de su cuerpo.
La tía se cayó al suelo. Sin hablar, Susnia se levantó, fue hasta ella y la alzó.
—Tita, por favor, no me lo hagas más difícil—le dijo con tal firme amabilidad que la vieja se recuperó de inmediato.
La soltó, le acarició el pelo y le indicó a Vitrivenia que se acercara. La acarició también, con verdadero afecto. La muchacha no estaba menos asombrada que la vieja.
—Por lo tanto, he aquí que iré de incógnito. Es momento de decidir quién podría ser un acompañante discreto y fiel. ¿Sugerencias?
Ninguna de las dos, sierva y liberta, habló. Finalmente, con mucha timidez, Vitrivenia habló.
—Señ... Señora—tomó aire y habló con decisión—Esas personas de las que hablasteis antes siempre confiaron mucho en Salverio y Crotonio.
La tía abrió tanto la boca que Susnia habría podido meterle el puño sin problemas. Asintió a Vitrivenia.
—Dicen que los trataron con mucha cortesía después de lo que pasó. Si esto es así, a ti te tratarán todavía mejor—continuó Vitrivenia sin preocuparse.
—Salverio lo hará. A Crotonio le gustaba una de esas personas y no creo que quiera verme ahora—decidió Susnia—Enviad con suma discreción a un mensajero, a ver si podemos verlo a una hora poco habitual. ¿Está en la ciudad o me equivoco?
—Está—confirmó la tía, quien salió a cumplir la orden presta.
Susnia y Vitrivenia se observaron sin hablar. Susnia se sentó e invitó a Vitrivenia a hacer lo mismo en una silla frente a ella.
—Hay que ver, Vitrivenia, cómo es la vida—dijo la señora con una sonrisa triste—¿Cómo decía Anus...sh? «Quien a espada mata a espada muere».
—Exacto, señora.
—Puede que nos hubiéramos odiado a pesar de todo—dijo Susnia, con la misma sonrisa—, pero deberíamos haber procurado que no sufrieran ese daño. O quizás, nadie. Bien mirado, cuando alguien—a Vitrivenia no se le escapó el modo neutral de hablar, arqueó una ceja un poco sorprendida—se enfrenta a ejércitos, no es un cobarde. Distinto es el caso de quien, armado, ataca a seres indefensos. A esos los marcaría yo misma.
Vitrivenia la miró con gran atención. Entendió lo que quería decir. La tía volvió.
—Bien, queridas mías—ellas la miraron intensamente y suspiró—Esperemos lo mejor.
No se hablaron durante un rato. Al fin, Susnia daba golpecitos en la silla.
—Esto es la realidad—dijo, sin añadir nada más.
La tía la miraba con respeto, Vitrivenia parecía verla desde una nueva luz. Entonces, volvió el mensajero y confirmó la cita.

Salverio llegó por fin a la hora convenida y se le hizo pasar. Se movía con gravedad.
—Cuando tu abuelo vivía, venía bastante, respetable joven.
—Menos cortesías, celebrado comandante, y vayamos al asunto.
Le expuso en pocas palabras sus intenciones. Salverio, curiosamente, la escuchaba sin replicar. Sólo la tía Zrulia estaba presente, habían decidido que Vitrivenia merecía descansar.
—Así, amigo, necesito tu ayuda. Llévame directamente hacia donde estén los arrogantes quilieses. A arrogancia pocos ganan a esta muchacha que tienes delante y de mi abuela he aprendido un poco del arte del negocio. Por supuesto, no sólo acudiré en pos de Mirrón. Salvaré a cuantos pueda. Y no creas que exigiré luego el dinero de vuelta.
Salverio se levantó.
—También te pareces a tu abuelo, un poco. Cuando tuvo lugar cierta batalla en la que también hubo prisioneros, él acudió en socorro de sus compatriotas. ¿Sabías que tu abuela se quedó prendada de él por ese detallito?
Susnia parpadeó. Sabía que su abuela solía hablar de su generosidad.
—Pues nunca. Me lo podrás contar mientras vayamos allí. Tía, trae bebidas para despedir en buena hora a mi guía.
La tía salió. Salverio no se contuvo.
—Sin embargo, y como he oído que a ella no le agradaban, te lo digo ahora que estamos solos: parece que ciertas mujeres han creado precedentes.
Susnia sonrió.
—Bueno, ahí tenemos las historias de aquellas buenas reinas de Turnia que salían al mundo con espada y todo. ¿O no las crees verdaderas, Salverio?
Él sonrió con cierta ironía.
—Que hubo y hay mujeres que salen al mundo con arrojo, y no precisamente de otros mundos, claro que lo creo. Pero que fueran reinas... Piensa en la historia de la reina Cladris, de una pedrada mató a una bestia. ¿Y no te parece rara semejante arma? ¿No habría usado una reina un arco, uno incluso bueno para aquella época? Una piedra es un arma ocasional, es un arma de pastora.
—Bueno, mi primer tutor me contó que, en la antigüedad, los reyes eran tan pobres que se dedicaban a trabajos perfectamente humildes...
—O simplemente no eran reyes tales pastores... o pastoras—dijo Salverio.
Susnia calló una exclamación. La tía Zrulia sirvió la bebida y ambos bebieron y hablaron de la expedición. Susnia acompañó a Salverio mientras Zrulia iba a por un muchacho que los guiara hasta fuera.
—Así que compartes la opinión de Esfiachana y del resto: los relatos de reyes se inventaron sobre hazañas de diversas gentes.
—Sí. Siendo honesto, creía en ellos hasta que me familiaricé con el ejército. Las fuerzas de un hombre no son cosa que pueda variar tanto como pretenden esas historias. Y, aunque no desprecio la moraleja de algunas, el día que vi a una pastorcilla romperle un diente a un depredador, temible, de una certera pedrada, entendí que la dicha Cladris era otra pastora que llegó quizás a ser reina, pero al principio tenía tan pocas esperanzas de ser reina como aquella.
Susnia sonrió irónica. Cuando volvió la tía con el lucero, lo dejó marchar.

Cuando al fin llegó el día, Susnia les dio instrucciones precisas.
—Decid que estoy indispuesta, por ejemplo que quizás esté embarazada o preocupada por la guerra. Vitrivenia, te haces cargo de todo, la tita quiere hablar con mi abuela.
La agarró por los brazos.
—Confío en ti más que en mí misma—la besó en ambas mejillas.
Luego hizo lo propio con la tía, quien claramente se abstuvo de dar mayores muestras de cariño para no hacerla parecer una niña. De camino hacia la ciudad, con las estrellas aún titilando, Susnia habló con una curiosa alegría.
—¡Quién iba a decirlo! Salverio, habrías protagonizado la revolución «bolchevique»—lo dijo a la perfección—de Turnia si hubieras tenido ocasión, ¿eh?
Salverio se encogió de hombros.
—Si hubiera creído que los plebeyos corríamos peligro, sí—admitió—Desde luego, ¡quién sabe que habría ocurrido si yo, sin ningún otro mando superior a mí, hubiera conocido a Esfiachana! Desde luego que esa mujer me ha ayudado a articular ideas que ya había pensado de modo desordenado.
—Pero claro, hay esclavos—dijo Susnia con ironía—El típico plebeyo piensa «Al menos no soy un esclavo y puedo comprar uno si gano dinerito».
—¡Para qué engañarnos! Sí, joven altiva. Aún así, te diré esto: tu marido ha sido quien más cerca ha estado de provocar un estallido social.
Susnia asintió callada durante un buen rato.
—Sí, claro, por su estúpido proceder con los visitantes. ¿A santo de qué? ¡No eran bandidos ni piratas!
—En efecto. Hasta para el más bruto de los soldados turnios, alguien que jamás ha atacado un pueblo y se defiende contra un ejército no es un vulgar bandido. Es un soldado, aunque sea de un país que jamás haya visitado.
—Aún así y todo, hubo quien se habría beneficiado a las mujeres, ¿no?
—Ya, bueno, pero no creas que no tenían respeto por sus habilidades físicas. Se lo planteaban más como tenerlas de amantes que lo que suele ocurrir.
Susnia sonrió con amargura.
—A lo mejor tengo algo del bisabuelo que era dueño de sus siervas, pues tampoco me horrorizan estos temas. ¿Habías oído esa historia, Salverio?
—La verdad sea dicha, entre los esclavos de varias haciendas lo han transformado en una historia de terror popular, pero los detalles son tan exagerados que es hasta inverosímil para la mayoría. A mí me lo explicó cierto capitán a propósito de tu padre.
—¿Y qué decía el capitán? ¿Que padre era un imbécil y cobarde, justo al revés que su bravo abuelo?
—¡Oh, no! La verdad es que tu padre tampoco era tan cobarde. Más bien...
—¿Tonto?
—Sí, ¡para qué engañarnos! Pero al menos el capitán le reconocía bastante camaradería por parte de un noble. De tu abuelo, sin embargo, tenía una opinión nefasta.
«—Fíjate, Salverio—me dijo un día—, que el padre de este muchacho también nos mostraba camaradería pero además muy buen militar. Sin embargo, su abuelo materno era arrogante. Nos miraba como si fuéramos basura y encima era un prepotente que huía tan pronto como veía dificultades. Su muerte, y sé que eres lo suficientemente juicioso para no ir contándolo por ahí, es la más ridícula que haya presenciado personalmente: resulta que nuestro Poderoso Señor se había malacostumbrado en su hacienda a hacer de las criadas sus mancebas, cosa esta que es la primera que un noble jamás debe intentar. Tener una, dos, incluso cinco mancebas se puede entender, pero siempre teniendo cuidado de que tienes al heredero oficial bien vivo y de que si te sale algún hijo, a los chicos los haces plebeyos y a las chicas que sean criadas de tus hijas. Pero aquí nuestro Fecundo Dios prácticamente hizo de la mitad de las muchachas, y ya por entonces tenían casi una pequeña nación, sus compañeras de cama. ¡Para qué andarnos con tonterías! Salverio, las cazaba, y de modos que incluso a mí me resultan infames. Pues nuestro amigo, bien lo entenderás, tenía problemas para la disciplina y raro era que no intentara violar a alguna chica en cualquier aldea. Pues he aquí que un día lo intentó con una sacricia que era cazadora y una de esas mujeres de gran coraje, hijo mío, y la sacricia le metió tal tajo, ¡que le cortó los putos cojones por la mitad! Se desangró. Nuestro general prefirió, por temor al padre, que figurara como accidente. Pero no faltaron lenguas que lo contaran, porque al fin y al cabo nadie lo respetaba. Lo más gracioso es que el padre, al saberlo, sólo comentó 'Culpa mía, jamás supe enseñar a este chico' y casi quiso disculparse con nuestro general, pues era otro militar que sabía de nuestros sacrificios».
Susnia asintió.
—Pues la abuela no me contó la historia, pero tengo clarísimo que tenía mala opinión de él y, de hecho, me instruyó para que jamás le faltara el respeto a nadie que fuera libre, sin importar que fuera pobre como una rata... Ahora lo entiendo todo... ¡Compadezco a la pobre!
Y siguieron hablando en el carruaje que tomaron. Los soldados miraron a Susnia con cierta curiosidad, pero no dijeron nada. Susnia no lo había pensado del todo, pero intuía que estaba haciendo algo extraordinario.
Y así, Susnia por primera vez en su vida antepuso a otra persona a sí misma, a pesar de que no le caía muy bien.

martes, 21 de diciembre de 2021

La reflexión de la sierva (II).

Y así comenzó la leyenda de la buena Vitrivenia, la mejor esclava de Turnia. La señora Mumnia ya había percibido que aquella niña parecía tener buen juicio, pero cuando la oyó hacer esa pregunta, no reprimió su reconocimiento.
—¡He aquí a la niña!—dijo, pues necesitaba a una sierva que fuera la compañera ideal de su pequeña Susnia.
Ya habían demostrado ambas niñas tenerse simpatía, pero a partir de ahora vivirían prácticamente juntas. No obstante, prefirió esperar a que pasara una crienia y media, sólo para ver si Vitrivenia se mantenía firme en su resolución. La niña siguió actuando bien, para contento de su señora, hasta que un día su criada de confianza, Zrulia, le habló así:
—Mi vieja y querida señora, ¿no ves acaso que la niña tiene todas las dotes y está ya esperando a que empieces a enseñarla en serio a ser una buena criada de caserío? ¡Métela en casa ya!
—¿Lo crees? Simplemente no quería que la familia se ilusionara en vano. Está respondiendo muy bien, pero tampoco he visto que me solicitara de nuevo.
—Porque la niña, señora, es tan prudente que sin duda teme que insistir sea visto con malos ojos. ¡Hete aquí a una magnífica criatura! Señora, no lo dudes: es mejor que, siendo tan inteligente, sea prudente a que sea ambiciosa. En este segundo caso, se interesaría menos por la joven señora Susnia que por sí misma, su familia o algún más que posible enamorado, porque esta niña será también hermosísima.
Susnia estaba delante y ya era lo suficientemente madura para atender a sus mayores aunque no se dirigieran a ella, y se lo contó después a Vitrivenia. A la abuela no le hicieron falta más pruebas y habló con los padres, que a punto estuvieron de sufrir un desmayo de dicha. Así, Vitrivenia empezó a pasar largas temporadas con Susnia, sin dejar de perder el contacto con sus familiares.
—Al fin y al cabo—dijo la abuela en otra habitación, sin saber que la interesada estaba escuchando por casualidad—, es necesario alguien de la gleba para que les hable en su propio idioma. El peor fallo que cometen otras matronas con sus criadas es hacerlas de cristal: bonitas, educadas con esmero, pero que no entienden a sus propias madres, que lavan la ropa en el arroyo. Una criada ha de estar para que sea el contacto entre la señora y los demás siervos, nunca para agradar a los visitantes, que a lo mejor luego te la compran y la meten en un picadero, causando al cabo problemas con los hijos ilegítimos que les dan.
En algo se equivocaba la abuela, ya que la espabiladísima Vitrivenia tenía una gran ambición: sobrevivir y procurar que al menos en esa hacienda fuera llevadero ser esclavo. Conforme fue madurando, empezó a entender que tenía ciertas ventajas que no debía desperdiciar: allí sólo había señoras. No le cupo duda de que en otras haciendas, los señores hacían de sus esclavas sus juguetes eróticos. A veces, con el consentimiento, interesado o no, de la propia belleza, en otras tantas, a la fuerza.
Pero más sorprendida se quedó cuando supo que los señores también abusaban de los esclavos, es decir, de los varones. ¿Qué sentido había en ello? No podía preguntarlo, aunque de algunos comentarios al azar descubrió que a algunos varones les gustaban más sus compañeros de sexo que las mujeres.
Los visitantes ya la agitaron totalmente cuando le revelaron que en sus mundos era algo que en algunos países ya se había asumido. ¡Y que además a algunas mujeres les gustaban más las mujeres que los hombres!
—A mí me gustan ambos sexos—le dijo Yekaterina con una sonrisa pícara.
Pero de cualquier manera, al menos Vitrivenia logró que su pequeño mundo fuera seguro y cómodo. Era fácil vivir con la señora Mumnia. Sólo quería dinero, para lo demás era bastante complaciente. Por su parte, Susnia parecía que iba a ser menos avariciosa que su abuela y mucho más cercana.
«Así podré ser la protectora de todos», pensaba.
Mientras, cuando las visitas empezaron a fijarse en una niña tan solícita, hermosa y educada, no pudieron dejar de hablar de ella. La fama de Vitrivenia parecía ya segura.
—En nuestro mundo, habría aparecido al menos por la «visión a distancia» de una región importante—dijo Julio, así de pasada.
Y con comentarios como estos, para los visitantes absolutamente inocentes, Vitrivenia empezó a dudar. Porque la joven ya había creado su cosmovisión. Ella podría ser una sierva modélica, capaz de interceder ya por otros. Pero entonces llegaron los curiosos habitantes del otro mundo. Vinieron diciendo que en sus mundos ya no había reyes en muchos países, que incluso la mayoría de los que quedaban eran relativamente poco poderosos, que la esclavitud era ilegal en la mayoría de países y que no era malo demandar iguales derechos que los nobles.
«Me asombra que no acabaran muertos», pensaba Vitrivenia de tanto en tanto.
Había sido una posibilidad, no por su falta de conocimientos relativos a ciertas prácticas elementales que en su mundo se habían perdido, sino por la cosmovisión que traían.
«¿Igualdad entre los seres humanos? ¿¿Libertad para todos?? ¿¿¿No seguir el dictamen de los arúspices??? ¡Mira qué locuras! Desde luego, los trajo aquí una diosa absolutamente chiflada, o simplemente que se complugo en sus padecimientos».
Aunque por otro lado, llegaron a tener voz. Los dictámenes de la médica para prevenir enfermedades eran acertados. Sus conocimientos de cálculo eran inauditos, en especial los de Julio. Sviatlana era una militar competente, como demostró defendiéndose de su captura definitiva, que fue en realidad por exceso de contendientes y no por falta de estrategia. Cuestionaron las bases de la religión turnia, especialmente entre Akakios y Anush. Obligaron a admitir que una mujer podía ser realmente dura a muchos que se habrían tragado un sapo antes que admitir un caso rarísimo, aunque sólo fuera viendo a Sachiko trepando árboles con facilidad. Yekaterina los fascinó con su gracia, semejante a una ninfa del bosque. También supieron incomodarlos, explicando cómo en su mundo ha acabado siendo el dinero contante y sonante el verdadero baremo para ser distinguido, en especial Peter, Ji-young y Luisiña.
Pero lo peor para Vitrivenia es que le recordaron que ella misma se sintió triste cuando entendió que no podría ser libre si no se daban circunstancias extraordinarias. No quería admitirlo, pero esa gente tuvo la mala idea de hacer pensar a Vitrivenia que su situación era injusta. Cuando ella vio que todo el mundo asumía la esclavitud como la lluvia, asumió que debía ser así por la voluntad divina. Pero vinieron esos «nacidos en lo ajeno» a contar que no, que ni mucho menos. Que todo eso era una enorme injusticia, que la humanidad había de hecho pervivido durante mucho más tiempo sin esclavitud.
Vitrivenia, aunque por fuera siguiera siendo la esclava modélica, empezó a ver cómo esa gente derrumbaba su convicción en que la «organización unida» (palabra que le enseñaron los visitantes para hablar del orden socioeconómico y religioso) fuera correcto. Empezó a considerar que era injusto que fuera esclava, que lo fueran sus padres y sus hermanos, que lo fuera su abuela superviviente y lo hubieran sido sus demás abuelos, que lo hubieran sido sus bisabuelos y también sus tatarabuelos. Total, ¿por qué?

Por exigir la ciudadanía. Por no querer pagar un impuesto. Eso lo supo Vitrivenia mientras crecía y aprendía con la señora Mumnia. A ese acontecimiento se le llamó la Revolución de los Misanos. Vitrivenia se hizo una idea tan coherente como pudo de todo el asunto mediante diversas fuentes.
Misania fue una ciudad al sur de Turnia, emplazada cerca de un cabo. Este cabo, ahora apenas considerable, era importantísimo para la defensa de Turnia hacía cosa de una cuenta ogdo—de hecho, la presente crienia la completaba—, porque su posición comprometía las expediciones marinas de los turnios. Debido a ello, los turnios se apresuraron a lograr que los misanos, como otros pueblos, fueran sus aliados mediante compromisos muy elaborados.
Pero nada humano puede mantenerse indefinidamente. Turnia se volvió con el tiempo más poderosa que sus aliados y ya no veía a sus aliados como tales, sino que empezó a tratarlos como siervos de primera. Los turnios se reservaron para ellos ciertos privilegios que luego se expresarían como la «ciudadanía turnia». Para los misanos, el mayor dolor era que estaban discriminados en ciertos negocios de ultramar, lo que les dolía como hijos de la costa que eran.
Así pues, algunas de las ciudades aliadas se rebelaron y exigieron que se les concediera esa misma ciudadanía. Los turnios, al principio, quisieron solventar el asunto mediante promesas vagas o amenazas, pero los aliados estaban decididos. Una de las propuestas, dirigida a los misanos, fue pagar un dinero en caso de querer tener preferencia, a lo que estos respondieron que las olas del mar bañaban a todos los que se acercaban a la orilla.
Ya se hablaba de guerra en la región, cuando un mal día, dos destacamentos de turnios, uno por agua y otro por tierra, arrasaron Misania, ejecutaron a sus líderes y esclavizaron a los demás. Los demás aliados, aterrados, rindieron armas. Los turnios aseguraron que los líderes de los misanos habían negociado con los arrogantes quieleses, enemigos jurados de los turnios.
Los quieleses, a propósito, juraron mil veces jamás haber oído de semejante propuesta. No es que les doliera el destino de Misania, sino que querían dejar claro que ellos no estuvieron relacionados con los conflictos entre los turnios y sus aliados.
Pero centrándonos en nuestros pobres cautivos, oyó que se los repartieron los ejecutores del golpe militar y que el abuelo de la abuela, tatarabuelo de su joven señora Susnia, fue quien propuso repartirlos en los trabajos más serviles: haciendas, minas, canteras y salares.
—Y llevémoslos a nuestros pueblos, para que estén aislados entre los nuestros. Así recordarán siempre que están rodeados por enemigos. Y nuestros hijos, viéndolos, recordarán que nunca deben descuidar que los aliados se vuelvan tornadizos.
A todos pareció bien la propuesta y como su maniobra había sido impecable, se quedó con un buen botín, cerca de dos centenares de siervos. Aunque el hombre ya partía con un patrimonio envidiable, buena parte de la razón de la fabulosa fortuna de la señora Mumnia, su nieta, nació de los réditos que sacó a aquellos siervos, a los que exprimiría con contratos increíblemente caros.
Por supuesto, la familia siguió adquiriendo siervos, pero en aquella hacienda el núcleo estaba formado por los descendientes de misanos.
Cierto detalle personal lo supo Vitrivenia por una vieja un poco extraña, a quien no todos entre la gleba tenían en buena estima. Si bien el tatarabuelo de la muchacha por línea masculina había estado entre los capturados, su bisabuela, mujer del hijo de este hombre, era hija de uno de sus líderes. Sólo había sobrevivido la línea femenina, considerada incapaz de venganza y más útil por varios motivos.
—Tienes sangre de reyes en tus venas, Vitrivenia querida—le decía la vieja, halagándola—Así se comprende tu porte regio...
«¡Para lo que me sirve...!», pensaba Vitrivenia, melancólica.
Si se había librado de vejaciones, había sido por su ingenio natural.
—Vieja, aquí todos están emparentados—decían los visitantes al oír a la vieja—Aquí todos son hijos de reyes y nietos del cielo, viendo el chaparrón que les lleva cayendo desde que han nacido.
Los visitantes y la vieja se mostraban muy hostiles los unos contra la otra. Y de aquellos, fue Sviatlana, quien pasó algún tiempo con un primo de la señora aficionado a sus historias militares del otro mundo, quien le dio el último dato interesante de la historia de los misanos.
—El otro día, el tipo se sentía indispuesto y no tuvo mejor idea que tomar esos mejunjes que son revoltijos de «generadores de alucinaciones», y me contó la verdad sobre la captura de tus antepasados. ¿Quieres que te lo cuente?
Vitrivenia miró alrededor, y dijo con voz queda:
—Mi señora sabe que soy una sierva honesta—pero con los ojos le dijo que sí, con discreción y sin que se enterara Zrulia, la jefa de las siervas.
Después de todo, los quieleses dijeron la verdad. Nunca existió tal oferta, los turnios aprovecharon el viaje de un misano a la costa de aquellos (posiblemente para hacer algún acto de piratería) para luego fabricar que era un intento de alianza con los arrogantes hombres de tez oscura.
—Parece que el secreto ha pasado a formar parte de los ritos de iniciación de los nobles turnios. A mí me lo ha dicho porque le caigo simpática, tengo la sensación de que me ve como el hijo que nunca tuvo—le dijo la alta mujer de ojos del mismo color que el cielo.
—Pero si eres...—dijo Vitrivenia, realmente asombrada, y se detuvo porque sabía que era obvio.
Sviatlana se encogió de hombros. Conocer la procedencia de los esclavos hizo que los visitantes se volvieran más obstinados en sus discursos sobre la dignidad humana y similares. Y hacían que la propia Vitrivenia se sintiera mal. ¿Qué querían los del otro mundo? ¿Montar una revolución como la del tal Espartaco o, todavía más monstruoso, una nueva revolución de los bol… bolche... ‘los de la mayoría’, como le gustaba recordar a Sviatlana? ¿Con qué iban a luchar los esclavos? Vitrivenia ya se había dado cuenta de que si los capataces y los soldados eran profesiones diferentes era para que, en caso de rebelión, los esclavos tuvieran las armas menos poderosas posibles. Imposible aún más en esa hacienda, tan bien situada para que quienes vivían dentro, atrapados, estuvieran en posición de inferioridad si decidían resistir. Sería un suicidio en masa, otro concepto de los «otromundos».
«Además, hay otro factor: la mayoría no lo entendería. Lo que quiere un esclavo es dejar de serlo. Un concepto como ‘el honor de la humanidad’ ni se les pasa por la cabeza. ¿Evitar los tratos degradantes como concepto teórico? ¡A la mayoría le importaba más evitarlos para ellos!»
Los visitantes no se sorprendieron. Entre ellos, entendían que había buenas razones para esa actitud, aunque diferían en sus causas. Como ya ocurrió con la discusión en torno a la Estatua de la Buena Sierva, sus opiniones estaban divididas. Algunos consideraban que la esclavitud era la consecuencia de un orden cultural perverso, los otros que era una de las peores muestras del egoísmo humano. En realidad, ninguno de los visitantes rechazaba que ambas fueran ciertas, pero disentían en cuál era la principal. Empleaban algunos ratos libres en discutir al respecto. Entonces Vitrivenia aprendió algo que los visitantes le habían dicho, pero que sólo comprobó allí: que sólo la duda ayuda a pensar.

Las ventas no llevaron mucho tiempo. Las mujeres le hablaron antes de que se marchara.
—Luego, ¿ya no veremos a la alegre mujer del pelo dorado?—preguntó Criolia con manifiesta preocupación—Nos alegra verte, hermosa Vitrivenia, pero le hemos cogido cariño a Ikatarina—declaró, usando la pronunciación local del nombre de Yekaterina.
—Temo que no, estimada turnia—dijo Vitrivenia, educada—Mi buena, justa y piadosa señora Susnia no tiene más paciencia con sus desplantes. Sé que aquí hizo un trabajo extraordinario, y por razones similares cualquiera de los demás tendrá sus defensores, pero de verdad que es difícil habérselas con un esclavo que añora de tal manera su—hizo una pausa, fingiendo toser—libertad.
La vieja Mioria suspiró con fuerza.
—Creo que aún sigue, con todos los demás, en el mercado, pero me entristecería verla allí. Mi hijo, como hizo buenas migas con dos de los hombres, ha ido a ver qué tal les va.
Vitrivenia asintió de manera grave, pero humilde.
—Es una verdadera lástima...—dijo Petrila, de pronto.
A Vitrivenia le pudo la curiosidad y adoptando sus mejores maneras, la abordó con tal cortesía que la mujer se sintió incluso cohibida.
—Apreciable mujer libre, a la que esta desdichada no llega ni a la suela de las sandalias, había oído que no te gustaban los extranjeros.
Petrila, al entender qué le decían, se relajó y pasó un tiempo antes de que pensara la mejor respuesta que se le ocurrió.
—Y no me gustaban... pero últimamente me importa menos que alguien sea extranjero. Y les tenía mucha simpatía a esos mucha... a esa gente.
«¡Increíble! Si os hubierais preocupado por agradar a la señora Susnia la mitad de lo que os debéis de haber trabajado a esta plebeya, no os habrían echado ni aunque hubierais quemado la mansión. De verdad que no os entiendo, aunque sí comprendo vuestras razones. Es que somos de mundos distintos, literalmente».
Se inclinó correctamente y se despidió adoptando la fórmula protocolaria.
—Si vosotras, mujeres hacendosas, no me necesitáis, me retiraré.
Mioria se golpeó la cadera.
—¡Caramba! ¡Ya había olvidado cuál era la despedida! Ikatarina se iba saludando con el brazo.
Criolia asintió. Petrila refunfuñó un poco y declaró:
—Si encima vamos a echar de menos hasta cómo andaba la jod...
«¡La madre que la parió!», pensó Vitrivenia y se sorprendió por pensar una expresión tan populachera, «¡Y mira que le dije que fuera cortés! No, si han sido más libres que yo, después de todo».
Se volvió a inclinar, se dio la vuelta y se marchó. Miró hacia donde el sol se levanta. Tres calles más allá, el mercado de esclavos tenía a los visitantes como oferta del día, quizás.
«La señora Susnia ha insistido mucho en que les pusieran carteles advirtiendo de que son listos, pero tercos y respondones. ¡Pobrecitos de los niños!», a punto de llorar, siguió su camino.
Pero vio a Blusio, quien la reconoció. La llamó amablemente.
—¿Qué tal? Parece que ahora haces el trabajo de Yekaterina, ¿eh?
«¡Caray! Lo ha dicho sin dudar. Se ve que se ha tomado la molestia de aprender el nombrecito de marras».
—Sólo temporalmente, bravo turno—dijo, inclinando la cabeza lentamente—Mi señora ya está buscando a una nueva vendedora, pero nos va a costar encontrar a otra con tanto talento.
—Siempre podríais contratar a una plebeya—dijo Blusio, tranquilo.
No era una acusación, sino algo para él obvio, pero Vitrivenia sabía que, como sierva, debía fingir que su señora era la más sabia de la historia de Turnia dentro de su clase social. Siendo Susnia de las familias más ricas, no le suponía queda en el ridículo exagerar.
—Mi señora sabe bien qué es lo mejor. Ella adora, como su abuela, lo que le legaron sus antepasados y procura aumentarlo. Prefiere usar a su propia gente que a extraños que, al fin y al cabo, tienen otros intereses.
Blusio la escuchó con gravedad. A Vitrivenia le pareció que era seguramente el hombre más bondadoso de toda Turnia. Le habría encantado conocerlo mejor, pero sabía que era imposible: sería visto como una estrategia para ganar su libertad y además tenía a Petrila de prometida, cuyo mal carácter tenía cierta fama. Siempre podía pensar en él mientras «soñaba despierta», una expresión que le enseñaron los «otromundos» para referirse a imaginarse otra vida, cosa frecuente entre esclavos.
—Claro, siempre pensando en los negocios propios—declaró, serio.
«¡Qué agudo! No ha dicho nada malo, pero su mirada revela que censura la actitud de los nobles. De verdad, Blusio, que de ti sí me esperaría una revolución justa».
—He visto en el mercado de esclavos a los visitantes, pero de lejos. Estaban hablando con la subastadora. No parecían desesperados… Antes bien, la subastadora los miraba con fastidio.
Vitrivenia se contuvo como pudo y habló con enorme calma.
—Amable vecino, ¿qué tal están los niños?
Blusio calló un momento, buscando las palabras más suaves.
—Se los ve emocionados—dijo, al fin.
Vitrivenia le agradeció de corazón su eufemismo. Debía marcharse y ya iba a empezar la fórmula, cuando él la interrumpió.
—Espera, Vitrivenia. Díselo a tu señora si lo consideras importante, ten claro que no diré que te voy a contar esto. Mi amigo Chiastro y yo vamos a empezar una facción en pro de la abolición de la esclavitud. Quiero decir, totalmente, liberándoos a todos.
«Se detuvo mi pobre corazón», pensó Vitrivenia, pero no era así, «¡Estoy soñando! Diosas de la claridad, no dejéis que vuestra pobre Vitrivenia sufra alucinaciones, menos aún las halagüeñas, pues al despertar me sentiré desolada».
—¡Sin habla estoy! ¡Ay, encantador joven!—esto no era una simple fórmula de cortesía—Mucho me temo que vuestra compasión no dé frutos. ¿Acaso Turnia ha sido alguna vez sin esclavos? Piénsalo, es mejor que tu amigo y tú hagáis como hasta ahora, solicitar que se limite el número para así podáis los plebeyos trabajar.
Blusio sonrió. Era una sonrisa que sólo podía exhibir alguien feliz por el prójimo.
—Esa era la estrategia de Chiastro, debo admitir que hasta ahora ha dado frutos. A Chiastro siempre le preocupó el trabajo, como bien dices. Pero ya no es sólo eso. Ahora no le importa admitir que nunca ha considerado justo que haya esclavos en primer lugar.
«Y viendo cómo ha cambiado su hermana Petrila, sé bien gracias a quiénes».
Por fin hizo la fórmula de saludo y se despidieron. Vitrivenia fue rápido dentro de los límites considerados honestos en una criada de palacio. Nadie le dirigía la palabra porque todos sabían que a su señora Susnia le era muy cara.

Una vez en casa, se dirigió a la tita Zrulia. Esa mujer, según dijo la abuela paterna de Vitrivenia hasta su muerte, era muy parecida a la abuela de la señora Mumnia.
—Es decir, a la madre del padre de nuestra buena señora. Su viva imagen...
—Madre—decía el padre de Vitrivenia, disimulando su turbación—, no digas esas estupideces delante de los críos, que las repiten sin juicio alguno.
Tiempo después, se enteró de que el padre de la señora Mumnia era uno de esos señores que hacían de las siervas su divertimento y que había abusado posiblemente de la mitad de las mujeres de dos generaciones, a veces a la madre y a las hijas el mismo día. Por supuesto, Vitrivenia nunca quiso enterarse de si la madre de la tía Zrulia había sido una de las víctimas, pero jamás pudo olvidar el comentario de su abuela al ver que la señora Mumnia insistía en que la llamaran «tita».
Era imposible que esa mujer fuera ignorante al rumor. Vitrivenia entendió por instinto que había llegado a esa posición no sólo por su posible hermandad, sino porque era lo suficientemente lista como para saber estar en un segundo plano. Y, como supo después por Susnia, Zrulia reconoció pronto en Vitrivenia las señales de una muchacha inteligente que había nacido, como ella misma, con la desdicha de ser sierva.
—No tuve la suerte de formar a la que habría sido la criada de confianza de la nuera de mi querida señora, pero podré formar a la de su nieta. Así podré pagarle todo.
Eso lo dijo sólo una vez. Normalmente era más cuidadosa, pero esta vez estaba demasiado contenta después de la Fiesta de la Oscuridad, gracias al hidromiel que le regalaran los padres de Vitrivenia por enseñar a la chica.
A la interesada, sólo le importó que, embriagada y todo, esa mujer nunca bajaba la guardia y hablaba de la señora, nunca de la abuela. Jamás habría encontrado mejor maestra para sus propósitos. Se dirigió a ella y le habló con confianza, costumbre que la vieja había estado fomentando durante crienias.
—Tía, aquí está el resultado de las ventas. Han accedido bien, aunque les entristece que no haya ido Ikatarina, a la que estaban acostumbradas—pronunció la adaptación turnia del nombre.
La tía Zrulia la miró en silencio. Se acercó a ella y la cogió por los hombros, sacudiéndola ligeramente con una tímida sonrisa. Vitrivenia se asustó, pensando que la iba a castigar por algún motivo que no podía entender.
—¡Ah! Si es que eres perfecta, hija mía. Buen material eras y he hecho de ti la compañera perfecta para la joven señora Susnia. No sé por qué echar de menos a ese pájaro amarillo cuando pueden ver tu lindo rostro.
Vitrivenia se tranquilizó y le habló eligiendo bien los términos.
—Bueno, la han visto durante dos crienias y media, tía. Y era una oradora excelente, nos va a costar encontrar a otra que valga lo mismo.
La tía Zrulia no perdió la sonrisa, pero estaba claro que no le gustaba admitir la veracidad de las palabras de Vitrivenia. Nunca llegó a congeniar con los visitantes, en especial con las dos que vivieron en palacio, Sviatlana y Ji-young, porque ninguna de las dos estaba dispuesta a actuar como su inferiore.
—Sí, pero muy cara nos salió, como sus amigos—dijo, con gran resentimiento—Hábil vendedora, pero descaradísima. ¿Pues no me dijo un día que con gente como yo nunca habríamos salido de las cuevas? ¿Qué cuevas?
Vitrivenia supo por los visitantes que los primeros seres humanos de su mundo habitaron en cuevas, aunque había discusión entre ellos sobre durante cuánto tiempo. No le parecía improbable que lo mismo hubiera ocurrido en el suyo, pues de alguna manera se debían de proteger de la lluvia.
—¡Ay, tía! Nunca tuvieron espíritu. Se aferraban a sus anteriores vidas, lo cual los desgarraba por dentro. Perdona a esta niña estúpida por compadecerlos.
La tía Zrulia bajó la mirada.
—Bueno, nada de malo hay en compadecer al prójimo, incluso si nos insultan—admitió, con cierta prudencia—Quizás tenían demasiado coraje para ser siervos de una casa particular. Siempre le sugerí a mi buena señora Mumnia que los vendiera a todos al circo, que allí seguro que habrían sido famosos y admirados.
Calló un momento. Le habló.
—Pero, aunque ella no consintió, lo que más me sorprendió es que esos no querían verse en la tesitura de tener que matar a otros esclavos. ¡Y mira que no será por miedo, pues sé bien que se portaron como fieras cuando se enfrentaron a quien dentro de nada será nuestro alto señor! Algo bueno tenían, no eran matones.
Sacudió la cabeza y la soltó, encarándola.
—Pero mira, ya no están aquí. Espero que sus nuevos amos los encuentren divertidos, porque a mí me exasperaban. ¿Abolir la esclavitud? ¡Pero si después admitieron que aún había esclavos en su mundo! ¡Qué cara, hija mía! ¡¡Dad ejemplo en vuestro mundo y luego venid a dar lecciones a Turnia!!
Y con cierta actitud que parecía contener un profundo dolor, declaró solemne:
—Siempre, amadísima Vitrivenia, habrá altos y bajos. El destino ha querido que tú y yo seamos bajos, pero así y todo cerca de los altos. A mí ya no me importa, pero quizás tú conozcas la dicha de la libertad, aunque seas una anciana.
Vitrivenia fingió que su emoción era de alegría, cuando en realidad quería chillar de puro horror.
«Esta es la maestra que escogí: perfectamente servil».
Se inclinó varias veces y por fin dijo lo que quería.
—Pero olvida tu tonta sobrina sus deberes, ¿está disponible la señora? Tengo que decir que las ventas no han sufrido percances.
—Bueno, ve a contárselo a la señora—dijo la tita, sonriente.
De pronto, oyeron su voz, era muy cálida.
—¡Os he oído! Si acaso, que me dé el dinero y me dé cuenta de cuánto ha vendido.
Cuando entró, la vio de pie y le entregó el dinero con gran respeto. Se retiró, aunque pudo ver por el rabillo del ojo que Susnia parecía impresionada.
—¡Muy bien! ¡Muy bien!—decía, seguramente sin pensarlo.
Vitrivenia se fue a su habitación, a la vera de la de Susnia.
«No he podido decirle a la tía que los abolicionistas ya existen en Turnia. Por supuesto, pienso seguir callada al respecto. De veras que espero que tengan éxito, pero tampoco puedo decir que lo espere. Si en algo llevaban razón los visitantes, es en el hecho de que sólo cuando los propios esclavos odien la esclavitud en sí, esta cesará».
Observó a dos niños jugando. No le cupo duda de que jugaban al viejo «Ahora soy el señor y tú el esclavo».
«Lo malo es que estos niños de mayores quizás lo intenten de verdad. Todos gustamos de recibir sin tener que dar. La esclavitud me la puedo explicar como una consecuencia del egoísmo: soy más fuerte que tú y te obligo a trabajar para mí. Si soy bueno, a lo mejor no morirás de hambre, no te pegaré, no abusaré de ti y quizás te libere cuando aún puedas disfrutar de la vida. Si soy malo, más te vale morir que ser mi esclavo. O mejor, ser esclavo de alguien menos malo. Una de las cosas que más me ha hecho reflexionar por los visitantes es el miedo a lo inesperado. Siempre he pensado que ese es el factor determinante. Una vez le pregunté a Surpiria si ella esperaba llegar a ser libre, y me miró atónita».
—¿Y qué sé hacer yo? ¡Sólo sería una campesina! Por mí sola, puede que acabara muriendo. Tendría que pagar impuestos por mis tierras, y mis hijos no siempre podrían ayudarnos a mi marido y a mí porque, como plebeyos, tendrían que prestar servicio de armas por el país. Y mis hijas se casarían y serían parte de la familia del marido, ya sabes cómo son las cosas...
«En resumen, Surpiria cree que será un poco feliz como esclava, porque como libre no se ve capaz. He ahí las cadenas. No me extraña que los pobres visitantes se sintieran turbados. Todos los seres humanos viven confinados en aquellas normas que su sociedad les impone, pero no siempre son inflexibles. Además, está claro que ellos conocieron diversas sociedades en su mundo natal».
Ahora los niños intercambiaron sus papeles.
«Y el toque de perfección está en que también funciona al revés. Somos nosotros quienes confirmamos al señor en su propia superioridad. ¿Cómo no va a creerse Susnia superior si todos aquí se inclinan temerosos en su presencia? Si hay algo que he aprendido bien de los visitantes es la idea del rol. Nos autoconvencemos de que debemos actuar de cierto modo y, después de crienias así, es lo que somos. Quizás podamos decir que ‘casi’, pero sólo si uno tiene otros ejemplos. ¿Y qué otros ejemplos hay aquí? ¡Otras haciendas! ¡Y quienes han estado en una mina o en un burdel!»
Y lo peor es que los «otromundos» parecían escépticos respecto a la posibilidad de una sociedad cuyos miembros fueran como mínimo equitativos. A Vitrivenia le amargaba esa revelación.
«Debo admitir que por un momento soñé con un paraíso en que todos fuéramos casi, casi iguales».
Seguía sentada en su habitación, desanimada, cuando oyó a Susnia gritar algo.
«¡Ay! Otra vez protestando. Más me vale adoptar mi mejor cara».
Se levantó, empezó a mover los labios y mostró la sonrisa más estática imaginable. Salió y entró sin más, pues al fin y al cabo era su privilegio como esclava favorita. Susnia se volvió a ella y pareció sorprenderse mucho.
«Pues no me estaba llamando. De todos modos, debo excusarme», pensó a toda velocidad.
—¿Ha llamado mi cara señora?—preguntó, con su tono más cortés.
Susnia se relajó. También Vitrivenia, no habría tormenta.
—No, no. Simplemente... Estaba reflexionando y he hablado sin que hubiera nadie más.
«Ya decía yo, aunque me ha parecido que ha gritado ‘esclava’. Bueno, a ver si me libro de ella durante un rato».
No obstante, Susnia la miraba con interés. Vitrivenia no se puso nerviosa, pero le pareció inesperado. Por fin, la dueña de su vida y la de su familia y amigos habló.
—¿Sabes, Vitrivenia? Los cautivos del otro mundo... Han sido vendidos antes de la segunda tarde.
Vitrivenia acusó el golpe. Si eso era un castigo, era demasiado cruel. No pudo evitar dejar de respirar durante un momento, pero sabía que debía hablar.
—¡Oh!—dijo y pensó lo siguiente:
«Tengo que saber si los han vendido a todos y quiénes los han comprado, para contarlo después a todos y no chillar ahora mismo de pánico».
Y preguntó:
—¿A todos, señora?
—Sí, y además a la vez. Los han comprado los habitantes de un pueblo de la costa, porque uno de ellos fue teniente por honores cuando los capturaron, precisamente. Técnicamente, son propiedad del pueblo. También se han ido allí los niños.
«¡Qué afortunados son dentro de su desgracia! ¡Tapón, Brocha, Salverio, Isalvenia, Isharvenia! ¡Cuánto me alegro por vosotros!», y volvió a respirar.
No se hubo dado cuenta de que Susnia la había estado observando y ahora le preguntaba como si cualquier cosa:
—Supongo que estarás alegre. Os llevabais bien, ¿verdad?
Vitrivenia se habría reído en otras circunstancias, pero era demasiado buena en ese juego, intemporal en Turnia. Ninguna estúpida llega a ser la nueva Estatua de la Buena Sierva sin saber contestar a su ama lo que quiere oír tan sólo por cómo le huele el aliento.
—Me alegro por los niños, señora, pues aún necesitan cuidados. Y sí, por ellos... Pero espero de corazón que sean menos obstinados. Me hago cargo, señora, de que llevan mal haber vivido en una especie de países de príncipes, a juzgar por cómo hablaban, y ahora ser sólo siervos de condición infame. Pero esto es Turnia.
No pudo dejar de pensar que Susnia supo disimular muy bien sus sentimientos. De todos modos, sabiéndola enfadosa de natural, pensó que satisfizo de momento a aquella que quizás algún día la mandaría crucificar. Con una modesta sonrisa para lo que era ella, la despidió. Pero la llamó en el último momento.
—En fin, ya sabes que como mi marido fue quien los capturó y los marcó....—empezó Susnia, muelle y casi por querer romper el silencio.
«¡Ay! Espero que no empiece ahora a gritar».
Y se volvió sonriente. Durante un buen rato, esperó lo que iba a decir Susnia, pero entonces percibió que no la estaba mirando.
«¿Pero...? Jamás he visto a Susnia tanto tiempo callada sin que hubiera alguien de igual importancia alrededor», y durante un tiempo pensó que por culpa de los ‘otromundos’ se atrevía a pensar en su ama por su nombre propio.
Al final, no pudo reprimir su curiosidad y la miró de muy cerca.
«¿Estará enferma? De verdad, que parece ida... ¿Pero qué piensas, oh mi dueña? ¿Y si llamo a la tita? Con ella hay confianza, y desde luego no se atreverá a echarme la bronca, tanto porque aprecia a la vieja como porque la vieja me aprecia a mí».
Pero se dio cuenta de algo que hizo que la siguiera mirando.
«Hace crienias que no miro a esta muchacha, que tiene exactamente mi misma edad, pues nacimos a la misma ímara, como si fuera otro ser humano. En parte porque su abuela no dejó lugar a dudas respecto a su posición en esta casa, en parte porque yo misma me presté para ser la mejor sierva posible con el fin de sobrevivir, el caso es que entre ella y yo se han interpuesto barreras. Ella lleva una máscara que reza ‘Soy la señora, ramera esclava’ y yo otra que reza ‘¡Oh, señora! Soy tu perra, déjame lamerte los zapatos’. Ahora su máscara se ha caído por razones que ignoro, y he aquí que veo a una muchacha que no es ya aquella niña que un día, jugando, quiso hacerme señora con gran liberalidad. ¡Pero tampoco es la señora!»
Y seguía mirándola cuando por fin Susnia volvió a la realidad y la miró. Pero Vitrivenia estaba tan bien entrenada que volvió a ser la Estatua de la Buena Sierva tan pronto como vio a Susnia recuperarse.
«Aún no es la señora... ¿Así que esta eres tú ahora, Susnia? En serio, ¡es tan inesperado!»
—Perdona, Vitrivenia, pero tráeme una copa medicinal, no llena del todo. Creo que no me siento muy bien, mézclala con hidromiel.
Seguía sin ser la señora, pero por fin restaurada la cadena de mando, que diría Sviatlana, Vitrivenia fue corriendo a por el pedido. No obstante, decidió reducir la carga alcohólica y la del analgésico con un poquito de agua.
«Bastante malo es ya que tome esta porquería. Yo misma la tomaba de tanto en tanto, pero Kafika acabó por convencerme de que no es una medicina que cure, sino un analgésico demasiado peligroso».
Volvió rápido con una copa y dos vasijas. Susnia, desde la cama, le ordenó:
—Mezcla el contenido de la copa medicinal con el hidromiel hasta donde puedas, ya sabes que odio su sabor. Y lo que quede de hidromiel es para ti, que sé que te gusta. Tómalo a mi salud.
Vitrivenia seguía siendo aficionada a la bebida y la tomó con placer, sin decir nada. Se inclinó respetuosamente y cerró la puerta. Empezó a alejarse lentamente, oyó cómo Susnia aseguraba la puerta.
«Ojalá Kafika me hubiera descrito los síntomas de la adicción a la copa medicinal. Quizás Susnia esté sufriendo ‘viajes’, como llaman ellos a los episodios de alucinación. Desde luego, mucho me temo que, si quiero advertir sobre estos hechos, deberé contactar con la abuela. La tía Zrulia mima demasiado a Susnia para considerarla capaz de errar. Pero la vieja Mumnia, con toda su avaricia, era alguien con quien se podía hablar a la cara y no tiene otros vicios. Pero, de momento, me concentraré en mi trabajo».