Mientras, en una calle de la Macarena en Sevilla, dos vehículos habían llegado al mismo destino. En uno, el joven Sergio observaba al otro.
—Esa furgoneta ha venido en nuestra misma dirección desde la carretera, antes del atasco.
Susana se fijó.
—Mira que ya sería casualidad que fueran los amigos de esas chicas...—comentó.
Su tío los miró un momento.
—¿Son negras? Porque el conductor y la acompañante lo son.
—Al menos dos no lo son ni de coña: una es «rubita» y la otra le parece nórdica.
—Además, las de atrás parecen de China o por ahí, ¿no?—señaló Sergio.
Susana y su tío las miraron. Una dormitaba. Se detuvieron entonces en un semáforo. Una chica negra, guapísima para Susana, salió por la ventanilla.
—Disculpen—dijo con un acento que parecía mezcla de brasileño con colombiano o boliviano—, ¿cae cerca la calle A-----?
—Sí que cae, porque es aquella—respondió Susana, señalando la dirección—¿Por algún casual buscas a unas amigas que se han quedado a dormir en una casa que no es suya?
—¡Sí! Las acosaron unos sujetos.
—Y las salvó un chico que se enfrentó él solo a los gamberros.
—Así es… Ahora mis amigas están en el número 4, piso tercero, letra D.
—¡Bingo! El chico es mi hermano. Seguidnos.
La chica se alegró un montón.
—¡Ay, qué bueno!—y se lo explicó a sus acompañantes, en particular al conductor. No mucho después, llegaron y Susana le indicó el portal.
—Bajo aquí, tío.
—Voy contigo—dijo Sergio.
Sus tíos estaban entrando al garaje cuando la furgoneta aparcó a cierta distancia. Vieron bajar a un hombre moreno, muy alto y enorme.
—¡Jooodeeeer!—dijo Sergio por lo bajini—Este tío parece uno del Pressing Catch...
Susana pensó que era verdad. Conocía a un chico que jugaba al baloncesto, pero era flaco y de constitución fina para su estatura. Ese era quizás el hombre más grande que había visto en su vida. Se acercó y habló inglés con cierto deje familiar para Susana.
—Encantado. Akakios Mitroglou. Si acaso, subiremos dos o tres.
—Susana Gómez Giménez. ¿Griego, no?—le preguntó Susana en lo que conocía del griego clásico.
—Así es—dijo el hombre, sonriendo—¿De la rama de humanidades?—le preguntó en inglés.
—Sí, historia y profesora.
Había bajado la mujer con la que hablara Susana. Era bastante altita.
—¡Hola! Luisiña Giraldo Pinheira. Tengo una abuela colombiana, pero soy brasileña.
A su lado se puso un hombre pelirrojo, de su misma estatura. Debían rondar el metro setenta y cinco, como su amiga.
—¿Hablas inglés?—Susana asintió—Peter O’Hara. Entre que aquí no todo el mundo lo habla y que soy irlandés, no siempre me entienden.
—Quienes rondan los cincuenta solían estudia francés y no siempre ha habido interés. Mi hermano y yo lo hablamos pasadamente, pero «ninguno de mis varios progenitores» lo chapurrea.
—Comprendo—dijo Peter, sin ánimo de corregirle el mismo error que había cometido su hermano.
Bajó entonces la oriental medio dormida, con bastante agilidad. Se estiró y dio unos saltitos, antes de refugiarse en un saliente. Susana comprobó que era de su estatura, aunque estaba bastante fuerte. Otra chica oriental bajó, también estaba en forma y era más alta.
—Buenos días—dijo la primera.
—Buenos días—repitió la otra.
Se quedaron aparte, con los demás, que también estiraban las piernas.
—¿No vienen?—preguntó Susana, señalándolos.
—No quisiéramos molestar.
—No creo que pase nada, pero como queráis…
Entraron y llamaron al ascensor.
—A lo mejor deberíamos llamar a los dos—sugirió Akakios.
Los ascensores tenían una capacidad para seis personas, hasta cuatrocientos ochenta kilogramos.
—No te preocupes—dijo Peter—Yo pesaba setenta y siete el mes pasado y los demás forzosamente pesan menos.
—Yo rozo los setenta—dijo Sergio en un inglés aceptable.
Así y todo, tomó el otro ascensor con Susana.
—Me quedo más tranquilo así—dijo Akakios—Resulta un coñazo tener que buscar camas de mi peso.
—Creo que así y todo estábamos seguros, porque algunos de mis vecinos están tremendos, pero, si así te sientes más tranquilo...
—Ellas quisieron visitar este museo… el de Arte—cambió de tema Akakios.
—Sí, el de Bellas Artes, al lado de la calle Alfonso XII—comentó Susana.
—E íbamos a recogerlas a las nueve ayer, pero ya ves...
—A nosotros nos ha pasado algo parecido. Preferimos quedarnos en una casa de Córdoba.
—Y no se nos ocurrió buscar con tiempo algún motel, porque se ha liado una buena.
—Esta ciudad es horrible cuando llueve… Y ha caído la del pulpo.
—Y fútbol, ¿no? He visto hinchas. ¡Me sorprende que no hayan suspendido el partido!
—Sí, juega no sé quién, pero en Cádiz. En mi casa a la única a la que le gusta el fútbol es a mi madre.
Akakios se sorprendió del comentario, pero ya habían llegado. Su primo también, con la pareja riéndose.
—Les he explicado la llamada de mi hermana.
—Nada—empezó Luisiña, sacudida por las risas—, que ellos se han enterado por casualidad de lo de Katy.
—¡Ah!—dijo Akakios, sonriendo—Conocemos bien a Yekaterina.
—¿Así se llama la rubia?—preguntó Susana—Me suena de Ucrania.
—¡Bingo!—dijo Luisiña—Nuestras amigas se llaman Sviatlana y Anush, de Bielorrusia y Armenia.
—¡Vaya!—dijo Susana, abriendo la puerta—¡La delegación de la antigua Unión Soviética!
Todos rieron un poco.
—La chica a la que vio tu prima—explicó Peter—debe de ser Sviatlana, porque es de hecho un dedo más alta que nosotros dos.
—Además es muy reservada—añadió Luisiña—Seguro que estará seriamente sentada mientras se toma un café.
Susana abrió la puerta, entraron y se quedaron sin aliento. Una mujer flaca y alta le hacía cosquillas a Elena en la barriga, quien se estaba desternillando de la risa. Justo al lado, una mujer morena observaba divertida la escena mientras que una chavala rubia con sonrisa pícara provocaba a la pobre niña. No muy lejos, Julio, Carmen y Loli miraban la escena atentos, divertidos.
La mujer se dio cuenta de que la estaban mirando y detuvo su acción. Anush se alegró muchísimo al verlos y se levantó. Abrazó a Akakios, aunque con mesura. Se hablaron seguramente cada cual en su lengua.
—¡No tiene cosquillas!—dijo Elena, sin aliento.
—¿Eres Susana?—preguntó la rubia, y como Susana asintió, saludó—Yekaterina Petrovna Lysenko. Encantada.
—Igualmente—dijo Susana y no pudo evitar un momento de incomodidad al recordar que aquella chica había tenido un encuentro sexual con su hermano no hacía más de cinco horas—Dime, ¿eres mayor de edad?—le pareció tremendamente joven.
—Sí, claro—se rió con ganas—Tu hermano me preguntó anoche lo mismo. Soy un poco mayor que él, de hecho.
Susana supuso que enrojeció un poquillo. Sergio miraba, sin decir nada, parecía pensar lo mismo sobre la apariencia de la chica. No obstante, al ver sus ojos de color azul intenso, como el mar, supo que era realmente mayor de edad.
La más alta se incorporó, se arregló y se presentó como Sviatlana Siarheievna Zhdanóvich, cuyos apellido y patronímico Susana estuvo segura de olvidar.
—Yo soy Susana Gómez Giménez, con ge. Este es mi primo Sergio Giménez González.
—¿Sergio es como Serge en francés?—preguntó Sviatlana.
—Sí, la versión en español.
—¡Pues te llamas como mi padre! Siarhei es la forma bielorrusa.
Susana se figuró entonces que a lo mejor no sería tan difícil aprender esos nombres.
—¡Ay, perdona!—dijo la morena, que podría haber pasado mejor por española—Anush Atchabahian.
Akakios se acercó a Julio. Este, quien ni siquiera había saludado por la sorpresa, recuperó el habla de mala gana.
—Hum, ¿buenos días?
—¿Eres quien ayudó a estas mujeres perdidas?
—¡Eh!—se quejó Sviatlana.
—Sí que lo hice—admitió Julio, guardándose que Sviatlana llevaba un machete de grandes dimensiones.
De pronto, el tipo lo abrazó con pasión. Julio fue levantado del suelo unos cuantos centímetros.
—¡Te lo agradezco de corazón!—decía el tipo—Puedes decir que yo, Akakios, seré tu amigo para siempre.
Y sería verdad, pero no adelantaremos hechos.
—¡Vaya!—dijo Luisiña—Debes de tener muchas agallas.
Julio, por fin de vuelta en el suelo, puso cara de circunstancias.
—No creo, simplemente me preocupaba una pareja.
—¿Pareja?—preguntó Luisiña.
Anush les explicó en inglés lo realmente ocurrido. Se rieron con ganas, excepto Sviatlana, aunque tampoco estaba muy molesta. Más tarde, cuando se conocieran mejor, admitirían que les sorprendería que el héroe del día tuviera la estatura media entre las dos chicas orientales que los acompañaban. Sin embargo, entonces llegaron la madre y los tíos.
—Y eso ha pasado, señora—acabó de explicarle Luisiña a la madre de Julio.
—¡Qué macarras! Podrían irse a freír espárragos, como decimos aquí, en vez de molestar a muchachas. ¡Y mira que salir un día de tormenta a dar la lata!
Al final, con dos o tres palabras, la madre de Julio llegó a la conclusión de que había sido un hecho fortuito y de que su hijo había actuado estupendamente. No se metió en más y Julio agradeció que, por discreción o descuido, no preguntara sobre Yekaterina en su habitación.
—Pregúntale por las habitaciones—dijo entonces Sviatlana.
—¿Habitaciones?—preguntó Mariana—Creo que ha dicho «rums», que es habitación. Si es por haber dormido aquí, dile que no hace falta.
—No, lo que quiero saber es si podría ver las habitaciones de las que habló anoche Julio.
—¡Ah! Espera, voy por las llaves.
Luisiña mediante, se entendieron. De pronto, llamaron.
—¡Jo! ¿Más gente?—musitó Julio.
Susana recordó quién podía ser, por lo que se levantó para atender la llamada.
—¡Así reiremos más!—dijo Elena—Eso lo aprendí en una serie de la tele.
Elena ahora se dedicaba a intentar hablar en inglés a Akakios y a Anush, aunque no se dieron cuenta enseguida de que era inglés. Aparte, Yekaterina les contaba a Carmen y a Loli anécdotas seguramente picantonas de sus tiempos artísticos.
—Y fue el tío, la cogió por la muñeca y...—les susurraba.
Sviatlana, Luisiña y su madre salieron a ver las habitaciones. A Julio le produjo curiosidad y las siguió. En la puerta, vio a un tipo que le sonaba.
—¡Ah, sí! Hola.
Era el primo del novio de su hermana.
«¡Vaya día ha escogido para la visita!», pensó Julio.
—Vamos los tres—dijo Susana.
—¿Adónde?
—¡Ah! Es que le pedí a Fernando que viniera Luisito, por si eran unas macarras.
Julio se ofendió.
—¡Vaya confianza tienes en mí!
—No sé, a lo mejor las perseguían por otras razones. Las cosas no son siempre lo que parecen.
Julio se dio cuenta de que tampoco iba muy desencaminada y recordó un comentario de Yekaterina mientras le traducía el tebeo. Julio la llamó.
—Repite eso que me contaste anoche.
—¿Sobre qué?—preguntó.
—Sobre que Sviatlana es un poco bocazas.
—¡Ah, sí…!—dijo Yekaterina—Veréis, la verdad es que no fue exactamente que nos abordaran. Fue que estábamos bajo un portal y pasaron algunos de esos tipos. Entonces, uno de ellos gritó hacia donde estábamos. Creía que serían borderías, pero entonces me fijé que llevaba esa camiseta con rayas verdes…
—¡Ah, sí!—dijo Susana—Es la camiseta de un equipo.
—¡Eso! Y Sviatlana entonces le gritó que habían tenido suerte. Pensé que no lo entendería, pero otro sí que la entendió y entonces comenzó la discusión. Sviatlana decía que habían ganado porque uno era zurdo o algo así, no soy yo de fútbol. Anush intentó tranquilizar los ánimos, pero el caso es que, aunque tampoco Sviatlana hablara con mala uva, algunos debían de ir muy borrachos. Un par empezó a gritar amenazadoramente y la empujaron.
En este punto del relato, ella se detuvo.
—Creo que a lo mejor, como tú, pensaron que era un hombre, porque otro intentó sujetarlos, y gritaba algo como «mujé»…
—Sí, que era una mujer—aclaró Julio.
—Y Sviatlana, ya cabreada, los salpicó con agua embarrada. Anush y yo, por si las moscas, nos quitamos del medio para buscar ayuda. Cuando nos dimos cuenta, corríamos las tres.
Susana y Julio se rascaban la frente.
—Habría estado bien que me hubierais dicho la verdad—dijo Julio.
—No sé Anush y Sviatlana, pero al menos estábamos dispuestas a irnos, ¿recuerdas? Nos contaste tu despido. Además, te habías formado tu propia historia.
Susana lo miró. Él asintió y le contó qué había creído.
—A su manera, es comprensible. De todos modos, no está bonito que la empujen ni que os persigan con tan mala uva.
—Además, iban a malas—dijo Julio—Estoy seguro de que el tipo que quiso mediar no estaba entre ellos—se detuvo y miró a Yekaterina—Eso sí, hay una cosa que quiero que tengáis clara: no sé si a mi madre le hará gracia el...—no recordaba que la palabra era muy parecida en inglés, así que la pronunció en español—machete.
Susana levantó una ceja, seria.
—No te falta razón—dijo Yekaterina—El machete es de supervivencia: para cortar arbustos y ese tipo de cosas. Te lo juro, no estoy de broma. Pero Sviatlana me lo pidió ya y, con franqueza, yo estaba un pelín nerviosa… No obstante, vamos a contárselo.
Ya volvían las tres.
—Son buenos pisos y el precio es razonable—dijo Sviatlana.
—Bien… Ahora, Luisiña, cuéntale que lleva el machete—dijo Yekaterina.
Se lo contó. Sviatlana se lo sacó al ver las miradas de los hijos. Luisiña señaló partes del mismo.
—Es que a veces hacemos acampadas—dijo Luisiña—Esto no es que sea un arma, pero…
Mariana miró muy seria.
—¿Y no se te ocurrió amenazarlos con eso?
—Es que lo llevaba ella en la bolsa—Luisiña señaló a Yekaterina.
—Es decir, que no iba con él por ahí…
Luisiña le aseguró que no.
—Vale, entiendo y me tranquiliza. Si lo quiere tener, bueno, pero adviértele que también tengo yo un cuchillo para el jamón bastante largo.
Sviatlana, por gestos, juró que ni se le ocurriría.
—Claro, pero tampoco se me habría ocurrido que mi hijo fuera a amenazar a unos tipos con el bastón de mi padre, en paz descanse—y en un tono más amistoso añadió—Llamad a vuestros amigos y preguntadles si les gustan las habitaciones.
Se fue. Julio parecía nervioso. Susana se fijó.
—¿Fueron sólo amenazas?
Él sacudió la cabeza. Yekaterina le explicó que a uno le había dado un buen golpe. Susana se rascó la oreja.
—Estas cosas pasan. ¿Crees que lo reconocerían?—le preguntó a Sviatlana.
—¡Para nada! Tiene, sin ánimo de ofender, una cara normalita, un físico que no llama la atención y estoy segura de que esos payasos lo recuerdan enorme y con ojos rojos de pura ira.
—Y lo rodeaban con ánimo claramente agresivo—añadió Yekaterina—Si es un problema de proporcionalidad, dudo que un juez vaya a fallar a favor de ocho tipos contra uno bajito.
Llamaron a los demás y les enseñaron las habitaciones. Les gustaron y acordaron alquilarlas durante al menos el verano.
—Pensábamos pasar algún tiempo en el sur de Europa—explicó Luisiña—Llegamos hace dos días de Francia y no estábamos seguros de dónde establecernos aún.
—¡Ya son ganas de recorrer el mundo!—dijo Carmen, asombrada.
Julio estuvo delante mientras firmaban los contratos que él mismo había impreso.
«Sachiko Tanaka, Japón», escribió una mujer un poco más baja que él.
Se miraron. A ella le pareció que podía ser un ninja y a él le pareció que era guapa y fornida.
La siguiente era algo más alta que él.
«Ji-young Park, Corea del Sur».
La última de las mujeres era de piel morena y pelo rizado.
«Kafika Talagi, Nieu».
—Disculpa, pero, creo que es una isla del Pacífico, ¿no?—preguntó Susana.
—Sí, está libremente asociada a Nueva Zelanda, aunque tenemos autogobierno—lo dijo lentamente, parecía de pocas palabras—Si te parece, puedo indicarlo.
—Tranquila, es simplemente para saber adónde acudir si te pasa algo.
Vinieron dos hombres. Uno era oscuro de piel, aunque menos que Luisiña.
«Farid bin Muhammad, Argelia».
El otro era el hombre alto que indudablemente era norteamericano.
«John Cleese, Canadá».
Como vio la sorpresa en el rostro de los españoles, comentó:
—Los canadienses de ascendencia amerindia ya no tenemos nombres tan pintorescos como los de algunos pueblos del Oeste. Por cierto, buen trabajo echando a esos imbéciles.
Y así entraron a su vida los que llegarían a ser sus mejores amigos.